Bergman en el El Viejo Topo de verano

Bergman en El Viejo Topo del verano
Este número de la revista, además del dedicado a Fanny y Alexander que hemos reproducido aquí, contiene tantos buenos artículos que no sabríamos destacar ninguno. Buena lectura para todo el verano.

Toda la belleza del mundo: Fanny y Alexander de Ingmar Bergman
– Sinopsis –

Suecia, principios del siglo XX. Fanny y Alexander son dos hermanos de ocho y diez años que pertenecen a una familia liberal dedicada al teatro. De repente, muere su padre y poco después la madre se casa de nuevo con un obispo luterano. Ella y sus hijos se mudan a la austera casa del religioso, ignorando que dejan atrás la vida afectuosa y tranquila que habían disfrutado hasta entonces. El obispo es un hombre severo e inflexible que impone a todos una disciplina siniestra y cruel. Alexander, un niño imaginativo y soñador, sufrirá especialmente las consecuencias.

– Ficha Técnica –

Dirección: Ingmar Bergman; Producción: Katinka Faragó; Guion: Ingmar Bergman; Fotografía: Sven Nykvist; Montaje: Sylvia Ingemarsson; Música: Daniel Bell. Dirección artística: Anna Asp.

– Reparto –

Bertil Guve (Alexander Ekdahl), Pernilla Allwin (Fanny Ekdahl), Kristina Adolphson (Siri), Börje Ahlstedt (Carl Ekdahl), Kristian Almgren (Putte Ekdahl), Carl Billquist (Polisintendent Jespersson), Allan Edwall (Oscar Ekdahl), Siv Ericks (Alida).

 

Cuando pensamos en Ingmar Bergman surgen varias ideas en nuestra mente. La búsqueda de trascendencia, la soledad, los errores del pasado (y su incapacidad de superarlos, es decir, de redimirlos), los retratos de mujeres angustiadas, una cierta inclinación hacia la fantasía y la religión, una marcada obsesión por la muerte, cierta misantropía. Seguramente por su fama de monumento cinematográfico (en 1997 el Festival de Cannes le otorgó la Palma de Palmas, un premio creado especialmente para él y que se negó a recoger), su obra parece, en muchos momentos, lejana y fría, pese a su indiscutible talento. Con esta falsa impresión, Fanny y Alexander (1982) sorprende al espectador con un lirismo poco habitual en su extensa filmografía.

Fascinante crónica de la vida de la alta burguesía sueca de principios del siglo XX, Bergman optó por acercarse a este mundo a través de los ojos de un niño. La alianza entre el estricto sentido estético del cineasta y la franqueza del protagonista hace que la película sea particularmente orgánica, viva, emocionante. Hay que recordar que se trata de la última película de Ingmar Bergman para el cine. En una carrera tan prolífica, muchos de sus largometrajes pueden considerarse fundamentales, pero Fanny y Alexander siempre fue considerada (incluso por su autor) como una despedida, una suerte de testamento cinematográfico. 

Fanny y Alexander fue concebida como una serie de televisión, aunque Bergman se vio casi obligado a presentar una versión cinematográfica de tres horas que, inicialmente, repudió. “He tardado toda una vida en prepararme para filmar esta película”, dijo el autor de Persona (1966) en una de sus últimas (y escasas) entrevistas. Pero el largometraje no es sólo un regreso a las fuentes del cine (de su cine) realizado hace más de treinta años. La obsesión por los impulsos, la muerte o la vida, por la religión, están más presentes que nunca. Aunque ya desde El Séptimo Sello (1957) se abordan estos temas, pero es en Fanny y Alexander cuando se desarrollan plenamente, aunque la forma de lograrlo prácticamente no haya cambiado en toda su filmografía, desde un punto de vista técnico: los travellings siguen siendo igual de amplios, los rostros ocupan toda la pantalla, el paisaje y la música son casi tan protagonistas como sus actores.

Entre Shakespeare y Dickens

Fanny y Alexander es una fusión brillante (de hecho, tal vez única) de Shakespeare y Dickens, con algo de Chéjov en las reflexiones taciturnas de uno de los protagonistas sobre su propio fracaso y mediocridad; y también algo de Strindberg, «ese desagradable misógino», como lo llama bruscamente la abuela cuando se le pregunta por la adaptación de su obra El sueño (1901) en el teatro familiar.

Helena (Gunn Wållgren) es la matriarca viuda de la familia Ekdahl en la Uppsala de principios del siglo XX: su amigo más cercano es Isak Jacobi (Erland Josephson), con quien tuvo un coqueteo romántico en su juventud. Su sensible hijo Oscar (Allan Edwall) es actor y director del teatro familiar cuyas tradiciones han infundido a la vida familiar una alegría y exuberancia mundanas, especialmente en Navidad, que es cuando comienza la historia. Otro hijo, Gustav Adolf (Jarl Kulle), es un restaurador mujeriego, que a su manera casi infantil está teniendo una aventura con la dulce doncella de la familia Maj (Pernilla August), para exasperación indulgente de su esposa Alma (Mona Malm). El otro hijo, Carl (Börje Ahlstedt), es un hombre de negocios lamentablemente fracasado, que molesta a su consternada madre para que le conceda un préstamo y se queja con su esposa alemana: “¿Cómo es posible que uno llegue a ser de segunda categoría? ¿Cómo cae el polvo?”.

Cuando Oscar muere de un derrame cerebral mientras ensayaba el papel del padre fantasmal de Hamlet, deja a una viuda angustiada, Emilie (Ewa Fröling), y dos hijos: Fanny (Pernilla Allwin) y su hermano mayor Alexander (Bertil Guve), un niño atormentado por visiones oníricas de su padre muerto. La solitaria Emilie se vuelve a casar con un obispo puritano, controlador y antisemita que se propone aplastar el espíritu (libre) de los niños y su nueva esposa.

El terrible duelo entre Alexander y el obispo es el núcleo emocional de la película: su crueldad y abuso, encerrados en la ética familiar de sumisión a la autoridad, irradian la película con un poder oscuro. Como espectadores, cuando vemos al obispo esposando a Alexander con irritado y falso humor tolerante ante la evidente desobediencia del niño, o golpeando su cabeza para enfatizar alguna lección u homilía, sentimos esos golpes en nuestro propio cráneo, sentimos su rabia en nuestra alma. Es profundamente inquietante cuando Alexander es enviado al polvoriento ático después de una paliza, donde hay un crucifijo de madera extrañamente abandonado, sacado de una iglesia y apoyando en un rincón. Y, por supuesto, el propio destino del obispo provoca una de las revelaciones más impactantes en la historia del cine, cuando Alexander deambula aparentemente solo por la casa, y alguien que lleva un crucifijo aparece detrás de él. 

La mirada del espectador (y su implicación), es decir, nuestra mirada, es fundamental aquí, particularmente en el teatro de marionetas que Alexander conocerá más tarde en ese acto final shakesperiano tardío: él y su hermana son sacados clandestinamente de la casa del obispo en un cofre, y el propio obispo queda impactado por una visión de los cadáveres de los niños que Isak, quizá su principal benefactor en la familia, ha logrado conjurar. A los niños también les encanta ver su espectáculo secreto de linterna mágica en su dormitorio, impulsado por queroseno con su olor revelador. Y, sin embargo, todo conduce a la vejez, de la que Helena dice: “Uno es viejo y niño al mismo tiempo. ¿Qué fue de esos largos años intermedios que parecían tan importantes en ese momento?”. Uno de los grandes aciertos de la película es que el misterioso y aterrador drama familiar presenta, al menos formalmente, una estructura realista, aunque sacudida por temblores de revelación sobrenatural.

Libertad y emoción

Toda la película, que supera las tres horas, resulta profundamente emotiva y conmovedora. Bergman, que entonces contaba con 65 años y no pocos problemas físicos, reconoció en sus memorias lo mucho que disfrutó en la filmación de esta película. El autor de Secretos de un matrimonio (1974) siempre defendió que la mejor parte de su labor era trabajar con sus actores, fascinándose en cómo, poco a poco, aprendían a moverse por el plató y convertían sus esfuerzos interpretativos en una obra conjunta, como ocurre en el teatro. Parece que Bergman se refirió a casi todos sus actores por los nombres de sus personajes, con la significativa excepción de la legendaria actriz Gunn Wållgren, por respeto a su impresionante carrera. Aunque Bergman era consciente de que estaba logrando algunas de las mejores (y más emocionantes) interpretaciones en la historia del cine, nunca olvidó el conjunto de su película y la historia que estaba contando, en parte gracias a la extraordinaria labor de director de fotografía Sven Nykvist, en quien confió plenamente hasta el punto de ejercer casi de codirector en muchas secuencias.

Esta libertad en el plató, que casi nunca se permitió el autor de Gritos y susurros (1974), dio a Bergman el absoluto placer de trabajar con Bertil Guve y Pernilla Allwin, quienes interpretan a Alexander y Fanny. Y aquí es donde la película parece ofrece su versión más auténtica, un retrato del placer de estar en el set y alimentarse de la energía colaborativa que surge entre todos los actores. Parece que Bergman dio libertad a los dos jóvenes, permitiéndoles encontrar su camino a través del intercambio de los diálogos; facilitando que, a nosotros, como espectadores, nos alcance la fascinación que él mismo pudo sentir en el rodaje. Bergman fue testigo, y nosotros como público, de cómo un proyecto cinematográfico se transforma en realidad, en pasión, en vida, en emoción, en verdad.

Fanny y Alexander es un monumento, una catedral difícil de superar. Si su extensión puede resultar demasiado larga, la fluidez de la narración produce un placer indescriptible. Bergman también logra la hazaña de filmar la película, quizá, más accesible de su exigente filmografía. Por último, no debemos olvidar que Fanny y Alexander sigue siendo una película sobre la infancia realizada por un cineasta anciano. La mirada tierna y pacífica de Bergman parece preciosa, llena de luz y de esperanza, no la voz atormentada en otros largometrajes como Fresas salvajes (1957). Para ello, la producción contó con un presupuesto de más de 6 millones de dólares, el más elevado (hasta entonces) en la historia del cine sueco, con un rodaje que se alargó durante casi siete meses con más de 1.000 actores, contando con los extras. Su éxito comercial fue inmenso (incluso en Estados Unidos), ganando cuatro premios Oscar en las categorías de Mejor película extranjera, Mejor fotografía, Mejor diseño de vestuario y Mejor dirección de arte.

Fanny y Alexander es quizás la película más personal (y biográfica) de Bergman, inspirada en una infancia dominada por su temible padre ministro luterano, Erik. Bergman tenía un hermano mayor y una hermana menor, la novelista Margareta Bergman, y mucho de su relación con ella está en esta formidable película considerada por buena parte de la crítica y el público como una de las páginas más hermosas, clarividentes y emotivas de la historia del cine.

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