Balada de la cárcel de Reading

El alma del hombre bajo el socialismo
En memoria de
CARLOS T. WOOLDRIDGE,
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería,
ejecutado en la Cárcel de Reading, en Berkshire,
el 7 de julio de 1896.

 

 

I

No tenía ya chaqueta roja

como es el vino y es la sangre;

y sangre y vino eran sus manos

cuando le hallaron el cadáver

de la pobre mujer que amaba,

y a la que dio muerte el infame.

 

Andaba él entre los presos

con traje gris y con gorrilla:

Parecía feliz su paso.

Mas nunca antes ví en la vida

un hombre tal que, intensamente,

mirara así la luz del día…

 

Jamás he visto ningún hombre

mirar así, con tal mirada,

ese toldillo de turquíes

que los reclusos cielo llaman,

y cada nube que navega

igual que un velero de plata.

 

Con las demás almas en pena

en otro patio hacía ronda

pensando si la falta suya

sería grande o poca cosa,

cuando una voz dijo a mi espalda:

“El hombre aquel irá a la horca!”

 

Dios mío! El mismo muro pétreo

tuvo temblores de ira negra;

casco de hierro enrojecido

fue el cielo sobre mi cabeza,

y aunque también estaba preso

no podía sentir mi pena.

 

Comprendí, entonces, qué congoja

apresuraba su misterio;

supe por qué miraba el día

con aquel mirar tan intenso:

Mató aquel hombre lo que amaba,

y debía morir por ello!

 

Y sin embargo, sepan todos,

cada hombre mata lo que ama.

Los unos matan con su odio,

los otros con palabras blandas;

el que es cobarde, con un beso,

y el de valor, con una espada!

 

Unos lo matan cuando jóvenes,

y cuando están viejos los otros;

unos con manos de deseo,

otros lo estrangulan con oro;

y el más hábil, con un puñal

porque así se enfría más pronto.

 

Aman mucho unos; otros, poco.

Se compra y vende el sentimiento.

Unos lo matan entre llanto,

otros sin prisas y sin miedo.

Cada uno mata lo que ama

mas no todos pagan por ello.

 

No mueren de una muerte infame

frente a un día tenebroso;

ni tienen nudos corredizos

al cuello; y paños sobre el rostro;

ni sienten caer al vacío

sus cansados pies temblorosos.

 

No viven con hombres callados

que los custodian día y noche;

que los guardan cuando ellos quieren

llorar o decir oraciones,

por miedo a que ellos por sí mismos

roben su presa a los barrotes.

 

No se despiertan con el día

ante el fatal grupo reunido:

el Capellán, trémulo y blanco,

el Alguacil, adusto y lívido,

y el Director, negro y severo,

con la torva cara del Juicio.

 

No se levantan con gran prisa

para vestir sus trajes grises

en tanto que el doctor impúdico

los mira con ojos febriles,

y anota el gesto grotesco

y cada contracción visible

manejando un reloj que suena

sordo como un martillo horrible.

 

No conocen la sed intensa

antes que, con mano enguantada

el verdugo llegue a la puerta;

y con tres correas os ata

para que no más en el mundo

tenga ya sed vuestra garganta.

 

No inclinan atento el oído

al De Profundis que les rezan,

mientras el miedo entre sus almas

les asegura que aún esperan;

y no tropiezan con su féretro

al entrar de noche a las celdas.

 

No miran el último cielo

por cristalinas claraboyas;

no ruegan con labios de barro

que se acabe su pena honda,

ni cae el beso de Caifás

a su mejilla temblorosa.

 

 

II

 

Por seis semanas, el soldado

dio su paseo por el patio

con traje gris y con gorrilla:

Parecía feliz su paso.

Mas nunca ví a ningún hombre

con tal fiebre ver al sol cálido.

 

Nunca yo ví a ningún hombre

ver con mirada tan intensa

el toldo azul al que los presos

le dicen cielo, con tristeza,

y cada nube que arrastraba

su vagabunda cabellera.

 

No retorcía ya sus manos

como esos hombres insensatos

que aún alimentan esperanzas

en momentos desesperados;

no hacía más que ver el sol

y beber aire del día cálido.

 

No retorcía ya sus manos

ni se amargaba con gemidos,

y nada ya lo entristecía;

pero bebía el aire tibio

cual se calmara sus dolores:

Y bebía sol como vino!

 

Y otros penados, como yo,

en otro patio haciendo ronda

pensábamos si nuestra culpa

sería grande o poca cosa,

mirando con gran extrañeza

al hombre que iría a la horca.

 

Y era raro ver su paso

con planta alegre y desenvuelta;

y era raro ver su mirada

fija en el día y tan intensa;

y era más raro aún saber

que tenía tan grande deuda…

 

Olmo y roble tienen hojas

que embellece la primavera,

más horrible es ver el cadalso

que una áspid muerde siniestra:

Y –verde o seco- pende un hombre

antes de que el árbol florezca.

 

Es la alta morada el cielo

al que endereza el fuego humano.

Mas quién quiere desde un patíbulo,

con una corbata de cáñamo,

la última vez mirar al cielo

a través del criminal lazo?

 

Bello es bailar con los violines

mientras amor y vida arden;

danzar con flautas y laúdes

es cosa delicada y suave:

Pero no es cosa nada dulce

bailar con los pies en el aire…

 

Con suposiciones curiosas

lo mirábamos día por día

preguntándonos si nuestra suerte

acaso sería la misma,

pues nadie sabe hasta qué infierno

se puede hundir su alma sombría.

 

Por fin un día, entre los presos

el muerto ya no más paseó;

supe que, en pie, el hombre esperaba

en la celda de la prisión,

y que ya no más le veríamos

en el suave mundo de Dios.

 

Como a dos buques en mal tiempo

nos enfrentó nuestro destino;

no nos dijimos nunca nada

-nada teníamos qué decirnos- pues

no eran entonces Nochebuena

sino un gris día maldito.

 

Un muro grueso nos cercaba

y éramos dos desheredados;

lejos de sí nos lanzó el mundo,

y nos quitó el Señor su amparo,

y el cepo que aguarda al delito

nos logró coger en su lazo…

 

 

III

 

En este patio de los reos,

de piedra burda y muros altos,

aquí tomaba él el aire

bajo un cielo siempre nublado;

y por temor de que muriese

iban dos guardas a su lado.

 

Él también solía sentarse

con esos que espiaban su pena,

los que vigilaban su llanto

y aún su oración más pequeña;

siempre lo miraban temiendo

robase al cadalso su presa.

 

El Director conocía todos

los artículos del Reglamento;

el Doctor decía que la muerte

no era más que un simple hecho;

y en la celda, dos veces diarias

el Capellán le daba consejos.

 

Y dos veces fumaba él pipa

con grandes sorbos de cerveza;

no dejaba esconderse el miedo

porque su alma estaba resuelta,

y aún decía estar alegre

viendo al verdugo ya tan cerca.

 

Pero jamás un centinela

le preguntó con gran audacia

por la razón de su blasfemia;

porque quien debe hacer de guarda

ha de poner llave a su boca

y sobre su rostro una máscara.

 

Si nó, podría conmoverse;

y qué haría la piedad

en una cueva de asesinos?

Y qué palabra de bondad

podría socorrer a un hombre

hundido en tan atroz lugar?

 

Con paso torpe, como tontos,

danzábamos en todos el patio.

Qué más nos daba ser ahora

la alegre comparsa del diablo:

Cráneos rapados, pies de plomo,

son un espectáculo raro!

 

Deshilábamos cuerda embreada

con las romas uñas sangrientas;

fregábamos suelo y barrotes

y frotábamos pared y puertas,

y enjabonábamos las tablas

chocando los cubos en ellas.

 

Coser sacos y partir piedras,

voltear taladros polvorientos,

chocar vasijas, gritas himnos,

y en el molino el sudor nuestro…

Pero en el corazón de todos

se escondía tranquilo el miedo.

 

Tan tranquilo que cada día

reptaba como ola de algas.

Nos olvidamos del destino

que a inocente y culpable aguarda,

hasta que al volver del trabajo

vimos una tumba cavada…

 

Y un alimento viviente

pedía por su ancha boca;

hasta el barro pedía sangre

al asfalto de sed ansiosa:

Supimos que antes del alba

alguien colgaría en la horca.

 

El alma pensando en la Muerte,

en el Terror y en el Destino;

y arrastrándose en la niebla

pasó el verdugo su saquito.

Y cada recluso temblaba

entrando a su infierno distinto.

 

Aquella noche, los pasillos

formas pavorosas llenaron;

se sentían pasos furtivos

en la cárcel, de arriba abajo,

y tras de los barrotes crueles

había curiosos rostros blancos.

 

Descansaba como quien sueña

en la hierba de una pradera;

los vigilantes lo miraban

sin poderse explicar siquiera

cómo duerme un hombre tranquilo

con el verdugo allí tan cerca.

 

Pero no hay sueño cuando lloran

los que no conocen las lágrimas;

por eso, inocente y malos

velamos en la noche larga:

y a través de cada cerebro

la pena de otro se arrastraba.

 

Es cosa horrible padecer

cada uno el ajeno delito!

La espada del mal hiere el pecho

hasta su gran pomo maligno,

y como plomo eran las lágrimas

por la sangre que no vertimos.

 

Iban guardianes silenciosos

hasta las puertas con candado,

y miraban las sombras grises

dobladas, pensando asombrados

cómo podían arrodillarse

los que jamás habían rezado.

 

Toda la noche, de rodillas

como locos en un entierro.

Y como penachos fúnebres

eran las plumas ante el viento.

Y a vino agrio en una esponja

nos sabía el remordimiento.

 

El gallo gris cantó, y el rojo,

pero aún no amanecía;

había formas de terror

en los rincones, escondidas,

y los mil duendes de la niebla

danzaban ante nuestra vista.

 

Se deslizaban y pasaban

como viajeros en la niebla;

imitaban pasos de luna

con mil contorsiones grotescas;

y con ceremonias y gracias

los fantasmas hacían fiesta.

 

Como sombras entrelazadas

pasaron con mimos y muecas,

y en fantasmal tropel danzaron

una zarabanda siniestra,

… y los condenados bailaban

igual que el viento en las arenas!

 

Danzaban y hacían piruetas

con agilidad de muñecos;

era una horrible mascarada

al son de las flautas del miedo,

y cantaban con insistencia

queriendo despertar al muerto.

 

Ooh! –gritaban- El mundo es ancho

pero el pie atado se tropieza;

y una o dos veces tirar dados

es gran distinción y nobleza,

mas no rinde apostar pecados

a ocultas casas de vergüenza.

 

No eran espectros los payasos

que con gran contento saltaban;

tenían los pies con grilletes

y las vidas encadenadas:

Bien vivos, Oh Dios!, los veía,

y era terrible tal mirada.

 

Todos giraban en el corro;

unos en yunta zalamera,

otros, -cual mujeres equívocasiban

rozando la escalera;

mas todos, con leve sarcasmo

acompañaban al que reza.

 

Susurró el viento matutino

pero aún la noche seguía;

en su gran telar la tiniebla

tejió hasta el final cada fibra;

y, aún rezando, nos ahogaba

el miedo a la solar justicia.

 

El viento errante sollozaba

sobre los muros de la cárcel

hasta que, cual rueda de acero,

se nos clavaron los instantes:

Oh viento! Cómo merecimos

tan cruel espía insobornable?

 

Al fin dio sombra cada reja

-plúmbea cortina tenebrosa

sobre la pared encalada

frente a mi lecho de congojas:

Supe que en algún lugar era

el alba horrible de Dios, roja!

 

A las seis barrimos las celdas,

a las siete, todo sereno;

pareció llenar la prisión

un trémulo y terrible vuelo:

El Caballero de la Muerte

había entrado por un féretro!

 

No vino con suntuosa pompa

en un blanco corcel de fiesta.

Una horca sólo precisa

tablón y tres metros de cuerda;

así, con un lazo de oprobio

hizo el pregón su obra secreta.

 

Como entre pantanos oscuros

perdidos que a tientas avanzan;

no osábamos aún rezar

ni exhalar las penas amargas;

algo había muerto en cada uno:

había muerto la Esperanza!

 

La feroz justicia del hombre

va recta sin jamás desviarse;

y hiere al fuerte como al débil

en su dura marcha implacable:

Con pies de hierro aplasta al fuerte

la parricida abominable.

 

Esperamos oír las ocho.

Bocas hinchadas y salobres.

Las ocho: La hora en que el Destino

hace maldito al ser más noble.

Usa el Destino el mismo nudo

para el mejor y el peor hombre.

 

Sólo esperábamos un signo

mudos e inmóviles, tal como

piedras en un valle perdido;

ay! pero el corazón de todos

latía fuerte y con premura

como sobre un tambor un loco.

 

A un golpe duro del reloj

tremuló la cárcel tremenda,

y de toda ella se alzó

como un gemido de impotencia

igual al grito estremecido

de los leprosos en sus cuevas.

 

Y cual se ven cosas horribles

entre los sueños cristalinos,

la aceitosa cuerda de cáñamo

colgada de la viga vimos,

y oímos la oración que el lazo

estranguló en un alarido.

 

Todo el dolor que lo azotó

hasta el terrible grito hiriente,

su pena y su sudor de sangre

ninguno como yo los siente:

El que vive más de una vida

debe morir más de una muerte!

 

 

IV

 

Mas no se celebran oficios

cuando en el patíbulo hay alguien;

el Capellán está muy triste

o está su rostro muy exangüe:

Quizá en sus ojos está escrito

algo que no debe ver nadie…

 

Nos cerraron hasta la tarde,

y sólo entonces sonó el hierro;

con sus llaves tintineantes

los guardas cada celda abrieron,

y bajamos las escaleras

libre cada uno de su infierno.

 

Andábamos al aire libre

mas no como antes se solía;

en unos rostros había miedo,

y eran los otros de agonía:

 

Nunca antes ví a hombres tan tristes

ver con tal sed la luz del día!

Nunca antes ví a hombres tan tristes

mirar con tal mirar de anhelo

ese toldo azul que nosotros

los presos llamábamos cielo,

y cada nube que pasaba

en un feliz y libre vuelo.

 

Entre nosotros, unos iban

solos, y baja la cabeza…

Si todos hubieran pagado

habríalos cogido la cuerda:

No mató él más que cosa viva,

ellos mataron cosa muerta.

 

El que por segunda vez peca

despierta un dolor enterrado,

y lo hace sangrar de nuevo

cuando lo arranca del sudario:

Lo hace sangrar a grandes gotas

y lo hace sangrar en vano!

 

Y como payasos o monos,

con una pompa estrafalaria

andábamos con gran silencio

por sobre la tierra asfaltada;

caminábamos con gran silencio

sin decir ninguna palabra.

 

Andábamos con gran silencio

siguiendo el hilo a la muralla;

y en cada cerebro vacío

un terrible recuerdo entraba,

y conmovía a cada uno

el terror sobre nuestra espalda.

 

Los guardas iban y venían

haciendo a sus bestias la ronda;

sus atuendos eran flamantes;

pero supimos de la obra

que ellos antes ejecutaron

por la cal que había en sus botas.

 

Allí donde hicieron la fosa

no se veía ningún rastro;

sólo un poco de arena y tierra

cerca del muro carcelario,

y un montoncito de cal viva

por dar al hombre buen sudario.

 

Ese infeliz tiene un sudario

como pocos pueden quererlo:

Al fondo de un patio de cárcel,

por afrenta, desnudo el cuerpo:

Él yace allí, encadenado,

y entre unas sábanas de fuego.

 

La cal ardiente lo devora

sin interrumpir el escarnio,

roe los huesos en la noche

y la carne en el día claro;

roe –alternando- carne y huesos,

pero el corazón sin descanso.

 

Y pasarán tres largos años

en que no habrá allí una planta;

ese lugar, por los tres años,

es tierra maldita y árida,

y mira al cielo con asombro

sin un reproche en la mirada.

 

Creen que el corazón de un reo

mata la semilla sembrada.

Pero nó! La tierra de Dios

no es como los hombres avara:

La rosa roja allí es más roja

y la blanca será más blanca!

 

En su boca una rosa roja.

Sobre el corazón, una blanca!

Porque quién sabe el raro signo

que imprime Cristo a su palabra

desde que el bordón del viajero

floreció delante el gran Papa?

 

Pero ni flor roja ni blanca

florecería en tal recinto;

sólo piedras, cascos y sílex

dan en el patio de un presidio.

Porque ellos temen que las flores

consuelen al hombre sencillo.

 

Por eso no caerán pétalos

nunca, ni blancos ni aún rojos,

en la tumba –polvo y arena cerca

de ese muro oprobioso

para decir a los reclusos

que el Hombre-Dios murió por todos.

 

Sin embargo, aunque el muro horrible

lo esté rodeando todavía;

aunque un espíritu con grillos

no ambula entre la noche fría,

y sólo puede verter lágrimas

por yacer en tal tierra impía,

 

está ya en paz, o estará pronto;

ya no le acosa la locura,

y el miedo ya no lo acobarda

en la monotonía diurna,

porque es la tierra en que reposa

tierra sin sol, tierra sin luna.

 

Lo ahorcaron como a una bestia,

sin una sola campanada

que hubiera llevado consuelo

al terror mudo de su alma;

lo llevaron con gran premura

a la fosa recién cavada.

 

Lo desnudaron de sus ropas,

luégo abandonaron su cuerpo,

se rieron de sus ojos fijos

y de su amoratado cuello,

y alegremente amontonaron

el cruel sudario para el reo.

 

El Capellán no se arrodilla

junto a la tumba de un maldito,

ni lo bendice con la Cruz

que dio el Señor a los perdidos;

pero este hombre era uno

de los que vino a salvar Cristo!

 

Todo está bien; no ha hecho más

que franquear normales límites.

Lágrimas raras para él

llenarán la urna imposible.

Sus plañideras son los parias,

y los parias siempre están tristes…

 

 

V

 

Yo ignoro si la ley es justa

o si la ley tiene sus yerros;

sólo sabemos que hay un muro

alto alrededor de los presos,

donde cada día es un año:

Un año de días eternos.

 

Pero sí sé que toda ley

que traza el hombre a sus hermanos

desde que empezó la aflicción

con el primer asesinato,

toda ley cuela el grano bueno

con el peor de los cedazos.

 

Y también sé –si lo supieran…-

que cada prisión se edifica

con bloques de ira e infamia

y con barreras de sevicia,

por temor de que Cristo vea

cómo los hombres se mutilan.

 

Enceguecen el sol con rejas

y con barras afean la luna;

y es bueno que escondan su infierno

para que jamás se descubran

las cosas que ni Dios ni el hombre

deberían contemplar nunca.

 

La maldad, como mala hierba

crece en la tierra carcelaria;

y lo que hay de bueno en el hombre

allí se marchita, se acaba;

la angustia vigila las puertas,

y es guardián la desesperanza.

 

Matan de hambre al pobre niño

que día y noche tiene miedo,

azotan al tonto y al débil

y se burlan de los más viejos,

y aquellos que no se enloquecen

se vuelven malos en silencio.

 

Y son las celdas que ocupamos

como letrinas putrefactas;

entra la hediondez de la Muerte

por las ventanas enrejadas,

y todo, menos el deseo,

lo muele la máquina humana.

 

El agua horrible que nos dan

resbala como inmundo cieno;

y el pan, que pesan con cuidado,

está lleno de cal y yeso;

y el sueño no se duerme nunca

implorando insomne al tiempo.

 

Mas aunque el hambre y la sed luchan

como dos víboras en celo,

la comida allí poco importa;

lo que nos mata por completo

es que son las piedras del día

por la noche el corazón nuestro.

 

Con la noche en el corazón

y el atardecer en las celdas,

hacíamos girar el torno

y deshacíamos la cuerda;

y el silencio era más terrible

que unas campanas de voz llena.

 

Jamás se acerca una voz

con unas amables palabras,

y los ojos que nos examinan

tienen las más crueles miradas;

y olvidados de todos, vamos

pudriéndonos en cuerpo y alma.

 

Así acabamos esta vida

en soledad, traición o pena;

unos maldicen en silencio,

llora otro sobre su cadena,

pero la eterna Ley de Dios

parte el corazón de la piedra.

 

Y cada corazón que estalla

en celda o patio de presidio

semeja la cajita aquella

que guardó el tesoro divino

cuando en la casa del leproso

derramó el perfume exquisito.

 

Dichosos esos cuyos pechos

pueden tornarse aún pacíficos!

Cómo, si nó, sería posible

al hombre trazar su camino ?

Que sólo en un corazón roto

puede albergarse Jesucristo.

 

Este hombre de cuello hinchado

y de amoratada garganta

y con los puros ojos fijos,

espera aún las manos santas

como el ladrón del Paraíso.

Dios no rehusará su alma!

 

El hombre que lee la Ley

le dio seis semanas de vida

para purificar su alma,

para curar su alma herida,

y limpiar de sangre la mano

que empuñó el arma homicida.

 

Con lágrimas lavó su mano,

la mano que hundió el cuchillo;

sólo la sangre borra sangre,

sólo el llanto limpia el espíritu:

La mancha roja de Caín

fue el sello níveo de Cristo!

 

 

VI

 

En la cárcel de Reading hay

una cruel e infame fosa.

Yace allí un miserable

que dientes de llama destrozan.

Está en un sudario de fuego

y yace en una tumba anónima.

 

Descanse allí siempre en silencio

mientras Cristo llama a los muertos.

No hay qué regar lágrimas loca

ni fingir suspiros sinceros:

El mató todo lo que amaba

y tuvo qué morir por ello.

 

Y esta verdad sépanla todos:

Que todos matan lo que aman.

Los unos matan con su odio,

los otros con dulces palabras:

El que es cobarde, con un beso.

Y el valiente, con una espada!

 

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