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©JAVI / FLICKR
El 26 de Septiembre de 2008, en plena crisis económica derivada de la burbuja especulativa inmobiliaria, Nicolás Sarkozy, a la sazón Presidente de la República Francesa, dijo que era urgente refundar el capitalismo «sobre bases éticas». A continuación, y para justificar su anterior oxímoron, subrayo: «porque hemos pasado a dos dedos de la catástrofe. Doce años después, con una grave pandemia, una situación económica abocada a una recesión de magnitudes no conocidas y un cambio climático como telón de fondo, deberíamos preguntarnos a cuánto estamos hoy de la catástrofe a la que se refería Sarkozy.
La respuesta que el neoliberalismo gobernante dio a la crisis del 2008 se fundamentaba en un enunciado teóricamente inobjetable: contención del despilfarro, asunción colectiva de la responsabilidad para salir de la situación, ajustar al máximo los criterios de la UE sobre el déficit público y asumir las consecuencias de todo ello en las prioridades y pautas del consumo, etc. Pero ello se concretó en recortes salariales, privatizaciones y externalizaciones de los servicios públicos, congelación de pensiones, recortes en el gasto público, asunción por parte del erario público de los desmanes de las cajas de ahorros y la banca. Y en España, además, un cambio constitucional con el fin de priorizar el pago de la deuda a cualquier otro tipo de gasto, por social y necesario que fuera este.
A aquellas políticas orientadas a que la salida de la crisis recayese sobre los asalariados y los otros trabajadores mal llamados autónomos, se las llamó políticas de austeridad. Efectivamente, si buscamos en el diccionario de la RAE el significado de austeridad y sus sinónimos veremos que la palabra puede equipararse a mortificación, penitencia, ascetismo, rigurosidad, severidad, dureza o aspereza. Con la información que da la experiencia vivida no cabe duda de que la palabra austeridad provoque rechazo.
Sin embargo, y a la luz del presente que nos ha tocado en suerte vivir, se hace necesario asumir algo también inobjetable: no podemos seguir como hasta ahora. Y ello implica retomar lo que se dijo en 2008, pero invirtiendo totalmente su aplicación práctica. Se impone una responsabilidad colectiva pero que esté supeditada a tres condicionantes: que no afecte a los que nada tienen, que sea directamente proporcional a ingresos, rentas y propiedades, y que priorice alimentación, salud, educación, vivienda e investigación. A ello debe supeditarse la política económico financiera y los contenidos de una nueva manera de entender el vivir bien.
Se trata de asumir y aplicar, tanto en la política global como en la de la cotidianeidad, los otros sinónimos de la palabra austeridad, a saber: sobriedad, serenidad, parquedad, frugalidad, moderación, templanza, temperancia, prudencia, mesura, economía, ahorro y continencia. Y simultaneando todo ello con el despliegue de un proyecto de transición energética y reconversión del sistema productivo.
No hay duda de que semejante reto exigirá, además de políticas económicas y culturales distintas, el consenso activo y mayoritario de la ciudadanía. Puede que se consideren imposibles ambas premisas: acción política y protagonismo colectivo. Si ello es así, no está de más recordar una y otra vez lo que nos viene advirtiendo la ciencia y que Jeremy Riftin expresa con rotundidad lapidaria: Estamos ante la amenaza de un a extinción y la gente ni siquiera lo sabe.
La ciencia y la capacidad tecnológica de las que hoy disponemos los seres humanos, conjuntadas con la voluntad colectiva y con poderes públicos a la altura del reto, pueden hacer posible lo que hasta ahora nos era imposible a los humanos: ser dueños de nuestro destino.
Artículo publicado en El Economista.es