El juicio a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau por su presunta implicación en la consulta del 9N inicia la serie de procedimientos judiciales que continuarán con el enjuiciamiento por la misma causa contra el portavoz en el Congreso de los Diputados de la extinta Convergència, Francesc Homs, en el Tribunal Supremo, y contra Carme Forcadell, presidenta del Parlament de Catalunya, por su negativa a acatar la orden del Tribunal Constitucional de evitar la votación parlamentaria de la hoja de ruta soberanista.
Este proceso es el preludio del anunciado choque de trenes entre los gobiernos central y autonómico y marcará un punto de inflexión en el proceso soberanista que, en su actual formato, encara su recta final. El movimiento secesionista estaba atravesando uno de sus momentos más bajos derivado de las dificultades para aprobar los Presupuestos, la polémica por los farolillos de Vic, donde se intentó movilizar a la infancia en la mejor tradición de los regímenes autoritarios o el fracaso de Puigdemont en Bruselas. Una serie de reveses que tocaron fondo con las declaraciones del exjuez Santiago Vidal y por la reactivación del caso del tres por ciento en la víspera del juicio del 9N. Todo ello entre la creciente confusión y escepticismo respecto a las dificultades de celebrar el prometido referéndum de autodeterminación ante el imposible acuerdo con el Estado y la previsible falta de reconocimiento internacional a la consulta.
En este contexto, el juicio contra el expresident de la Generalitat, la exvicepresidenta Ortega y la exconsellera de Educación Rigau ha sido aprovechado para relanzar el proceso soberanista acudiendo al consabido recurso del victimismo y con una movilización impresionante de los medios afines a la secesión como, sólo por poner un ejemplo, pudo verse en el reportaje de 8TV, del grupo Godó, donde Josep Cuní, su periodista estrella, pasó la víspera del juicio con la familia de Artur Mas.
El eje de la campaña ha consistido en acusar al gobierno del PP de despreciar la democracia para, a través de un manipulado Tribunal Constitucional, sentar en el banquillo a unos dirigentes políticos por el mero hecho de “poner las urnas” con el propósito de conocer la opinión de la población. Una campaña que ignora el acuerdo político “secreto” entre los gobiernos español y catalán mediante el cual el ejecutivo central haría la vista gorda ante el 9N siempre que la Generalitat no capitalizase el eventual éxito de la consulta. Un pacto inconfesable que fue roto por Artur Mas cuando en la noche electoral se atribuyó el éxito del proceso participativo, lo cual puso en marcha la respuesta punitiva del ejecutivo central.
El comportamiento de Mas ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya se caracterizó por la contradicción entre su condición de héroe y mártir de la causa soberanista, amplificado por los medios afines y los miles de manifestantes que lo arroparon, y el intento de evitar la inhabilitación descargando su responsabilidad sobre los voluntarios. Las respuestas del expresident de la Generalitat oscilaron entre el papel de víctima de un juicio político, que asume las consecuencias de sus actos por sus convicciones políticas, al estilo de Fidel Castro y su famoso discurso “la historia me absolverá” –un registro donde reconoció ser el último responsable del 9N– y sus afirmaciones sobre que, una vez emitida la resolución del Tribunal Constitucional, la Generalitat se inhibió del tema, dejándolo todo en manos de los voluntarios.
En esta contradicción, típica del catalanismo conservador, se dejó entrever su temor a ser inhabilitado, lo cual frustraría sus expectativas de encabezar la candidatura de la antigua Convergència, ahora PDeCat, cuando Puigdemont se ha descartado para optar a la reelección. De hecho, Mas es prácticamente el único activo electoral de esta formación ante el más que probable sorpasso de ERC en el bloque soberanista. De este modo Mas podría correr la misma suerte que Arnaldo Otegi, cuya inhabilitación le impidió encabezar la candidatura de la izquierda abertzale en las pasadas elecciones vascas.
Legalidad, democracia y justicia
Este juicio ha vuelto a poner sobre el tapete uno de los debates recurrentes a lo largo del proceso independentista: la relación entre legalidad y justicia en un sistema democrático y la desobediencia a las leyes consideradas injustas.
Para el gobierno del PP, apoyado por PSOE y Ciudadanos, la democracia se basa en el respeto a las leyes y sólo cuando éstas se modifiquen por los cauces establecidos podrá plantearse una consulta de autodeterminación que no está contemplada en el ordenamiento constitucional español. Unas tesis que coinciden con las resoluciones de los altos tribunales alemán e italiano respecto a las pretensiones semejantes planteadas en Baviera y Véneto. Una argumentación impecable desde el punto de vista jurídico-institucional, pero que elude el fondo político de asunto. A saber, que casi la mitad de la ciudadanía apoya la secesión y que muchos más contemplan el referéndum como la salida democrática del conflicto.
Para el bloque secesionista, la voluntad del pueblo está por encima de las leyes consideradas injustas. Además, consideran que les asiste el mandato popular, fundamentado en la mayoría parlamentaria, para consultar a la ciudadanía frente a un ordenamiento político-jurídico, en su opinión escasamente democrático, que lo impide. Ahora bien, esta posición elide el hecho de que la celebración de un referéndum exige un acuerdo con el Estado y que ello resulta imposible por la vía exprés y unilateral emprendida por el movimiento secesionista catalán. Tanto es así que han desoído los consejos del escocés Alex Salmond, nada sospechoso de unitarismo, en el sentido de que conseguir este objetivo exige un proceso largo, sustentado en el tiempo por una amplia mayoría en votos y escaños, circunstancia que se dio y se da en Escocia, pero no en Catalunya.
En Canadá, las recurrentes mayorías independentistas en Quebec, que actualmente han desaparecido, plantearon un grave problema político e institucional que se resolvió mediante la Ley de la Claridad, que establece las condiciones para convocar un referéndum de autodeterminación con las imprescindibles garantías democráticas y que tampoco concurren ahora en Catalunya.
Lamentablemente, ni las formaciones constitucionalistas, ni las independentistas han planteado una adaptación al Estado español de una posibilidad semejante. Para los partidos constitucionalistas significaría abrir una especie de caja de Pandora que no parecen dispuestos a asumir. Tampoco los secesionistas se muestran entusiasmados por acordar con el Estado unas reglas de juego que harían sumamente difícil lograr la independencia, dado que se requería un quórum de participación y una mayoría cualificada de las que actualmente no dispone el movimiento secesionista.
En este panorama el choque de trenes parece inevitable. Cuando dos posiciones irreconciliables se enfrentan y no se atisban mediaciones, los conflictos se resuelven por la fuerza. Una fuerza que no implica necesariamente la represión policial o militar, que en las condiciones actuales se inclina a favor del gobierno central.
Esta tesitura parece abocar a que el gobierno de la Generalitat convoque el referéndum, pero que, a la vista de las insalvables dificultades para realizarlo, disuelva el Parlament y convoque elecciones anticipadas. Ello esperando que la campaña victimista en torno al “no nos han dejado votar” les procure reeditar una improbable mayoría soberanista en la Cámara catalana. En caso contrario, ERC podría jugar la carta de un gobierno de coalición de izquierdas, en el que podrían participar los Comunes, que, sin duda, volvería a reivindicar el referéndum, pero donde la centralidad de la política catalana se trasladaría del eje nacional al social.
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