Bacon sigue siendo a menudo considerado como un profeta de la revolución científica, aunque con frecuencia no sabía de qué estaba hablando y tenía una notable habilidad para mirar hacia otro lado cuando estaba pasando algo interesante. Según parece, no habría sido capaz de darse cuenta de que se había producido un gran descubrimiento científico aunque le hubiera caído literalmente en la cabeza, como la proverbial manzana de Newton.
Pasó por alto el trabajo de su propio médico, el doctor William Harvey, que descubrió la circulación de la sangre; condenó la teoría del magnetismo propuesta por un conocido suyo, William Gilbert, calificándola de tontería ocultista; ignoró a Galileo y a Kepler porque no pudo entender sus matemáticas, y tampoco vio la importancia de Copérnico. Sin embargo, como propagandista desempeñó un papel honorable colaborando a que cambiase la marea dominante de la vieja visión del mundo de Aristóteles y la escolástica.
Bacon le criticaba principalmente dos cosas a Aristóteles. En primer lugar, afirmaba que la física de Aristóteles estaba terminalmente enferma por culpa de unos conceptos cancerosos y de unas teorías lisiadas. En eso tenía parte de razón Bacon (aunque de hecho tampoco él se zafó completamente de dichos conceptos y teorías). Y en segundo lugar, decía que Aristóteles habitualmente ignoraba los hechos y desdeñaba las observaciones debido a su ciega adhesión a las teorías que había pergeñado. Esta fue la más influyente de las críticas de Bacon y es completamente errónea, aunque a menudo la comparten y refrendan personas que no se molestan en leer a Aristóteles antes de repetirla.
Esto es lo que dice el propio Aristóteles, justo después de sacar una errónea conclusión acerca de las abejas obreras:
“Esta parece ser la verdad respecto a la generación de las abejas, a juzgar por la teoría y por lo que se cree que son los hechos respecto a ellas; los hechos, sin embargo, no han sido todavía suficientemente comprobados; si alguna vez lo son, habrá que dar más crédito a la observación que a las teorías, y a las teorías habrá que darles crédito solamente si lo que dicen concuerda con los hechos observados.”
En general, escribió en otra parte, ‘tenemos que inspeccionar lo que ya hemos dicho, sometiéndolo a la prueba de los hechos, y si armoniza con los hechos, tendremos que aceptarlo, pero si está en conflicto con ellos, entonces habremos de considerar que lo que hemos dicho es una mera teoría’. Y esto no es una piadosa declaración de intenciones; es exactamente lo que Aristóteles trató de hacer en toda la obra científica suya que ha llegado hasta nosotros. La verdad es que Aristóteles tenía la misma curiosidad y apertura mental que los miembros de la Royal Society, pero debido a que éstos se consideraban a sí mismos unos revolucionarios, tenían que convencerse de que pensaban lo contrario. Lo que necesitaba ponerse al día no eran tanto los métodos de Aristóteles cuanto sus conclusiones, lo que, dado que llevaba más de 2.000 años muerto, no podía hacer por sí mismo. Él no tenía la culpa de que algunos pensadores posteriores hubieran convertido sus conjeturas en dogmas.
Galileo entendió esto mejor que Bacon. Reconoció que Aristóteles ‘no sólo admitía la importancia de la experiencia entre los diversos modos que permiten sacar conclusiones acerca de los problemas físicos, sino que incluso le concedía un lugar preeminente’.
Consideremos el caso de las manchas solares, cuyo descubrimiento fue una cruel salpicadura de ácido sobre el cuadro de la visión aristotélica del mundo (en tiempos de Galileo hacía más de mil años que se veneraba aquel cuadro). Aristóteles había dejado dicho que ‘durante todo el tiempo pasado, hasta allí donde llegan los registros que hemos heredado, no parece haberse producido ningún cambio en los lugares más remotos del cielo’. Es decir, al parecer no pasaba nunca nada en las estrellas. A partir de esto Aristóteles llegó provisionalmente a la conclusión de que la única forma de cambio que podía encontrarse fuera de la atmósfera de la Tierra era el movimiento circular uniforme, y que por tanto había una diferencia radical entre el turbulento reino terrestre y el sereno e inmaculado firmamento. Esta idea resultó ser muy conveniente para los propósitos religiosos de la Edad Media, pues dicha división entre el cielo y la tierra parecía ser un eco de lo que afirmaban las Sagradas Escrituras.
Pero cuando Galileo miró por su telescopio y vio unas manchas irregulares que ensuciaban la superficie del Sol, se dio cuenta de que, al fin y al cabo, los cielos no eran tan perfectos e inmutables como todo el mundo creía. También se dio cuenta de que Aristóteles hubiera cambiado de opinión acerca de la tierra y del cielo si ‘su conocimiento hubiera incluido la evidencia sensorial que poseemos actualmente’. Los filósofos-sacerdotes medievales hubieran tenido entonces que buscar otra cosa en que basar sus fantasías religiosas.
Naturalmente, nadie puede demostrar que Aristóteles hubiera cambiado definitivamente de opinión si hubiera visto lo que vio Galileo. Pero tampoco tenemos ningún motivo para pensar que se hubiera negado a hacerlo. Había, sin embargo, una diferencia genuinamente revolucionaria entre el enfoque de Aristóteles al conocimiento científico, y el que fue defendido con tanto éxito por Bacon. Esta diferencia está en la respectiva actitud de los dos pensadores frente a la tecnología.
Aristóteles no tenía ninguna concepción al respecto: para él, el conocimiento de la naturaleza era un fin deseable por sí mismo y no tenía nada que ver con la invención de artilugios que nos permitan no tener que trabajar tanto. Bacon, en cambio, fue el profeta de la sociedad tecnológica. Es posible que no entendiese mucho de ciencia, pero sabía muy bien lo que quería y percibía vagamente que la ciencia era la forma de conseguirlo. La Madre Naturaleza tenía que ser dominada y puesta a trabajar al servicio del hombre.
En el transcurso de su campaña a favor de este nuevo proyecto, Bacon defendió con insistencia la necesidad de más experimentos, de observaciones más sistemáticas y de más cooperación científica. Ninguna de estas cosas era exactamente nueva en sí misma, pero sus esfuerzos en defensa de ellas fueron un útil correctivo a la tradición medieval.
Bacon dedicó mucho tiempo a pensar en los métodos para obtener y evaluar los datos de la investigación empírica. Desafortunadamente, él mismo no era muy bueno en este campo, pero por lo menos sus principios eran muy sensatos. Creía que al proponerlos estaba ofreciendo una nueva técnica que sustituiría a los cánones del método científico propugnado por Aristóteles.
Bacon creía, como varias generaciones habían creído antes que él, que Aristóteles había proclamado que la ciencia consistía simplemente en improvisar unos cuantos principios generales lo más verosímiles posible sin tener que molestarse en contrastar los hechos. Este rumor arraigó en un tiempo en que las únicas obras disponibles de Aristóteles eran partes de algunos de sus tratados de lógica, y se basa en una mala lectura de los mismos. Lo que se dice que dijo Aristóteles no es lo que realmente dijo.