Texto publicado en el nº 263 de la revista El Viejo Topo, diciembre 2009
¿SALIR DE LA CRISIS DEL CAPITALISMO O SALIR DEL CAPITALISMO EN CRISIS?
El principio de la acumulación sin fin que define al capitalismo es sinónimo de crecimiento exponencial, y éste, como el cáncer, lleva a la muerte. Stuart Mill, que lo comprendió, imaginaba que un “estado estacionario” pondría término a este proceso irracional.
Keynes compartía este optimismo de la Razón. Pero ni uno ni otro estaban equipados para comprender cómo podía imponerse la superación necesaria del capitalismo. Marx podía en cambio imaginar el derrocamiento del poder de la clase capitalista, concentrado hoy en manos de la oligarquía.
El capitalismo, un paréntesis en la historia
La acumulación, sinónimo igualmente de pauperización, dibuja el cuadro objetivo de las luchas contra el capitalismo. Pero ésta se expresa principalmente por medio del contraste cada vez mayor entre la opulencia de las sociedades del centro, beneficiarias de la renta imperialista y la miseria de las sociedades de las periferias dominadas. Este conflicto se convierte por ello en el eje central de la alternativa “socialismo o barbarie”.
El capitalismo histórico “realmente existente” está asociado a formas sucesivas de acumulación por expropiación, no solamente en el origen (“la acumulación primitiva”), sino en todas las etapas de su despliegue. Una vez constituido, este capitalismo “atlántico” partió a la conquista del mundo y lo reconfiguró sobre la base de la permanencia de la expropiación de las regiones conquistadas, que de esta manera se convirtieron en las periferias dominadas del sistema.
Esta mundialización “victoriosa” demostró ser incapaz de imponerse de una manera duradera. Apenas medio siglo después de su triunfo, que podía ya parecer que inauguraba el “fin de la historia”, era ya puesta en entredicho por la revolución de la semiperiferia rusa y las luchas (victoriosas) de liberación de Asia y África que constituyen la historia del siglo XX –la primera ola de luchas por la emancipación de los trabajadores y los pueblos.
La acumulación por expropiación prosigue ante nuestros ojos en el capitalismo tardío de los oligopolios contemporáneos. En los centros, la renta de monopolio de que se beneficiaban las plutocracias oligopolísticas es sinónimo de expropiación del conjunto de la base productiva de la sociedad. En las periferias, esta expropiación pauperizante se manifiesta por la desposesión del campesinado y por el pillaje de los recursos naturales de las regiones en cuestión. Ambas prácticas constituyen los pilares esenciales de las estrategias de expansión del capitalismo tardío de los oligopolios.
Con este espíritu, yo sitúo la “nueva cuestión agraria” en el centro del desafío para el siglo XXI. La desposesión del campesinado (de Asia, de África y de América Latina) constituye la principal forma contemporánea de la tendencia a la pauperización (en el sentido que Marx da a esta “ley”) asociada a la acumulación. Su puesta en práctica es indisociable de las estrategias de captación de la renta imperialista por los oligopolios, con o sin agrocarburantes. Deduzco de ello que el desarrollo de las luchas sobre este terreno, las respuestas que se darán a través de ellas al porvenir de las sociedades campesinas del Sur (casi la mitad de la humanidad), dirigirán en buena medida la capacidad o no de los trabajadores y de los pueblos para producir avances en la ruta de la construcción de una civilización auténtica, liberada de la dominación del capital, para la que no veo otro nombre que el de socialismo.
El pillaje de los recursos naturales del Sur que exige la continuación del modelo de consumo despilfarrador en beneficio exclusivo de las sociedades opulentas del Norte aniquila toda perspectiva de desarrollo digna de este nombre para los pueblos afectados y constituye por ello la otra cara de la pauperización a escala mundial. En este sentido, la “crisis de la energía” no es el producto del enrarecimiento de algunos de los recursos necesarios para su producción (el petróleo, por supuesto), ni tampoco el producto de los efectos destructores de las formas energetívoras de producción y consumo en vigor. Esta descripción –correcta– no va más allá de las evidencias banales e inmediatas. Esta crisis es el producto de la voluntad de los oligopolios del imperialismo colectivo de asegurarse el monopolio del acceso a los recursos naturales del planeta, sean éstos escasos o no, para así apropiarse de la renta imperialista, tanto si la utilización de estos recursos siguiese siendo como es ahora (despilfarradora, energetívora) como si se sometiese a nuevas políticas “ecologistas” correctivas. Deduzco de ello igualmente que la prosecución de la estrategia de expansión del capitalismo tardío de los oligopolios topará necesariamente con la resistencia cada vez mayor de las naciones del Sur.
La crisis actual no es, pues, ni una crisis financiera ni la suma de crisis sistémicas múltiples, sino la crisis del capitalismo imperialista de los oligopolios, cuyo poder exclusivo y supremo corre el riesgo de ser cuestionado una vez más, tanto por las luchas del conjunto de las clases populares como por las luchas de los pueblos y naciones de las periferias dominadas, por “emergentes” que sean en apariencia. Es simultáneamente una crisis de la hegemonía de los Estados Unidos. Capitalismo de los oligopolios, poder político de las oligarquías, mundialización bárbara, financiarización, hegemonía de los Estados Unidos, militarización de la gestión de la mundialización al servicio de los oligopolios, decadencia de la democracia, pillaje de los recursos del planeta, abandono de la perspectiva del desarrollo del Sur son indisociables.
El verdadero desafío es, pues, el siguiente: ¿conseguirán estas luchas converger para abrir la vía –o las vías– de la larga ruta a la transición del socialismo mundial? ¿O permanecerán separadas unas de otras, e incluso entrarán en conflicto unas contra otras y por ello, ineficaces, dejarán la iniciativa al capital de los oligopolios?
De una larga crisis a otra
El desmoronamiento financiero de setiembre de 2008 ha sorprendido probablemente a los economistas convencionales de la “mundialización feliz” y ha dejado desconcertados a algunos de los fabricantes del discurso liberal triunfante después de “la caída del muro de Berlín”. Si en cambio el acontecimiento no nos ha sorprendido a nosotros –que ya lo esperábamos (sin haber predicho la fecha en que se produciría, por supuesto, porque no tenemos una bola de cristal)–, ha sido simplemente porque, para nosotros, se inscribía naturalmente en el desarrollo de la larga crisis del capitalismo envejecido que se había iniciado durante los años setenta.
Vale la pena remontarse a la primera larga crisis del capitalismo que modeló el siglo XX por lo sorprendente que es el paralelismo existente entre las etapas del desarrollo de estas dos crisis.
El capitalismo industrial triunfante del siglo XIX entra en crisis a partir de 1873. Los márgenes de beneficio se hunden, por las razones puestas en evidencia por Marx. El capital reacciona con un doble movimiento de concentración y de expansión mundializada. Los nuevos monopolios confiscan en beneficio propio una renta extraída de la masa de la plusvalía generada por la explotación del trabajo. Aceleran la conquista colonial del planeta. Estas transformaciones estructurales permiten un nuevo despegue de los beneficios. Inician la “belle époque” –de 1890 a 1914– del dominio mundializado del capital de los monopolios financiarizados. Los discursos dominantes de aquella época hacen un elogio de la colonización (la “misión civilizadora”), consideran la mundialización como sinónimo de paz, y la socialdemocracia europea se suma a este discurso.
Y sin embargo, la “belle époque”, anunciada como el “fin de la historia” por los ideólogos de la época, termina con la Primera Guerra Mundial, como sólo Lenin supo ver. Y el período subsiguiente, que se prolonga hasta el día después de la Segunda Guerra Mundial, será un período de “guerras y revoluciones”. En 1920, una vez aislada la revolución rusa (el “eslabón débil” del sistema), después de la derrota de las esperanzas de revolución en Europa central, el capital de los monopolios financiarizados restaura contra viento y marea el sistema de la “belle époque”. Una restauración que está en el origen del hundimiento financiero de 1929 y de la depresión que se arrastrará hasta la Segunda Guerra Mundial.
El “largo siglo XX” –1873/1990– es por tanto el del despliegue de la primera crisis sistémica profunda del capitalismo senil (hasta el punto de que Lenin piensa que este capitalismo de los monopolios constituye la “fase suprema del capitalismo”), y al mismo tiempo el de una primera oleada triunfante de revoluciones anticapitalistas (Rusia, China) y de movimientos anti-imperialistas de los pueblos de Asia y de África.
La segunda crisis sistémica del capitalismo se inicia en 1971 con el abandono de la convertibilidad en oro del dólar, casi exactamente un siglo después del inicio de la primera. Los tipos de beneficio, de inversión y de crecimiento se desmoronan (y ya no recuperarán jamás los niveles que habían alcanzado desde 1945 a 1975). El capital responde al desafío como en la crisis precedente por medio de un doble movimiento de concentración y de mundialización. Erige de este modo las estructuras que definirán la segunda “belle époque” (1990/2008) de mundialización financiarizada que permitirá a los grupos oligopolísticos retener su renta de monopolio. Con los mismos discursos de acompañamiento: el “mercado” garantiza la prosperidad, la democracia y la paz; es el “fin de la historia”. Y con la misma adhesión de los socialistas europeos al nuevo liberalismo. Y sin embargo, esta nueva “belle époque” ha ido acompañada desde el primer momento por la guerra, la del Norte contra el Sur, iniciada desde 1990. Y del mismo modo que la primera mundialización financiarizada tuvo como consecuencia el 1929, la segunda ha producido el 2008. Hemos llegado actualmente a ese momento crucial que anuncia la probabilidad de una nueva ola de “guerras y revoluciones”. Tanto más cuanto que los poderes vigentes no prevén sino la restauración del sistema tal como era antes del desmoronamiento financiero.
La analogía entre los desarrollos de estas dos crisis sistémicas largas del capitalismo senil es impresionante. Existen sin embargo diferencias entre ellas cuyo alcance político es importante.
Detrás de la crisis financiera, la crisis sistémica del capitalismo de los oligopolios
El capitalismo contemporáneo es en primer lugar y ante todo un capitalismo de oligopolios en el sentido estricto del término (cosa que hasta ahora sólo había sido parcialmente). Entiendo por esto que los oligopolios son los que controlan la reproducción del sistema productivo en su conjunto. Son “financiarizados” en el sentido de que solamente ellos tienen acceso al mercado de capitales. Esta financiarización da al mercado monetario y financiero –su mercado, el mercado en el que compiten entre ellos– el estatus de mercado dominante, que modela y dirige a su vez los mercados del trabajo y del intercambio de productos.
Esta financiarización mundializada se expresa por medio de una transformación de la clase burguesa dirigente, convertida en plutocracia rentista. Los oligarcas ya no son solamente rusos, como se dice demasiado a menudo, sino mucho más estadounidenses, europeos y japoneses. La decadencia de la democracia es el producto inevitable de esta concentración del poder en beneficio exclusivo de los oligopolios.
Es igualmente importante precisar la nueva forma de la mundialización capitalista que corresponde a esta transformación, por oposición a la que caracterizaba a la primera “belle époque”. Yo la he expresado con una frase: el paso del imperialismo conjugado en plural (el de las potencias imperialistas en conflicto permanente entre sí) al imperialismo colectivo de la Tríada (Estados Unidos, Europa, Japón).
Los monopolios que emergieron en respuesta a la primera crisis del tipo de beneficio se constituyeron sobre unas bases que reforzaron la violencia de la competencia entre las principales potencias imperialistas de la época, y desembocaron en el gran conflicto armado iniciado en 1914 y proseguido a través de la paz de Versalles, primero, y de la Segunda Guerra Mundial después, hasta 1945. Es lo que Arrighi, Frank, Wallerstein y yo mismo hemos calificado desde los años 1970 de “guerra de los treinta años”, una expresión que otros han hecho suya después.
En cambio, la segunda oleada de concentración oligopolística, iniciada en los años 1970, se formó sobre unas bases muy distintas, en el marco de un sistema que yo he calificado de “imperialismo colectivo” de la Tríada (Estados Unidos, Europa y Japón). En esta nueva mundialización imperialista, la dominación de los centros ya no se ejerce por medio del monopolio de la producción industrial (como era el caso hasta aquí), sino por otros medios (el control de las tecnologías, de los mercados financieros, del acceso a los recursos naturales del planeta, de la información y de las comunicaciones, de las armas de destrucción masiva). Este sistema, que yo he calificado de “apartheid a escala mundial” implica la guerra permanente contra los Estados y los pueblos de las periferias recalcitrantes, una guerra iniciada en 1990 por el despliegue del control militar del planeta por Estados Unidos y sus aliados subalternos de la OTAN.
La financiarización de este sistema es indisociable, en mi análisis, de su carácter oligopolístico afirmado. Se trata de una relación orgánica fundamental. Este punto de vista no es precisamente el dominante, no ya en la voluminosa literatura de los economistas convencionales, sino tampoco en la mayoría de escritos críticos relativos a la crisis en curso.
Es este sistema en su conjunto el que está ahora en dificultades
Los hechos están ahí: el derrumbamiento financiero está ya a punto de producir no una “recesión”, sino una verdadera depresión profunda. Pero antes incluso que el derrumbamiento financiero se han formado en la conciencia pública otras dimensiones que van más allá de la crisis del sistema. Conocemos sus grandes títulos –crisis energética, crisis alimentaria, crisis ecológica, cambio climático– y cotidianamente se producen numerosos análisis de estos aspectos de los desafíos contemporáneos, algunos de ellos de una gran calidad.
Sin embargo, yo mantengo mi actitud crítica con respecto a este modo de tratamiento de la crisis sistémica del capitalismo que aísla en exceso las diferentes dimensiones del desafío. Yo redefino, pues, las diversas “crisis” como diferentes facetas de un mismo desafío, el del sistema de la mundialización capitalista contemporánea (liberal o no) basado en la punción que lleva a cabo la renta imperialista a escala mundial en beneficio de la plutocracia de los oligopolios del imperialismo colectivo de la tríada.
La verdadera batalla se libra en este terreno decisivo entre los oligopolios que buscan producir y reproducir las condiciones que les permiten apropiarse de la renta imperialista, y todas sus víctimas, trabajadores de todos los países del Norte y del Sur, pueblos de las periferias dominadas, condenados a renunciar a toda perspectiva de desarrollo digna de este nombre.
¿Salir de la crisis del capitalismo o salir del capitalismo en crisis?
Esta fórmula la propusimos André Gunder Frank y yo mismo en 1974.
El análisis que propusimos de la nueva gran crisis que consideramos que se iniciaba nos había llevado a la importante conclusión de que el capital respondería al desafío mediante una nueva ola de concentración sobre cuya base procedería a una serie de deslocalizaciones masivas. Conclusión que las evoluciones ulteriores han confirmado ampliamente. El título de nuestra intervención en un coloquio organizado por Il Manifesto en Roma aquel año (“No esperemos a que llegue el 1984”, en referencia a la obra de George Orwell, que había sido rescatada del olvido en aquella ocasión) invitaba a la izquierda radical de la época a que renunciase a socorrer al capital buscando “salidas a la crisis” y que se implicase en las estrategias para “salir del capitalismo en crisis”.
He proseguido esta línea de análisis con una obstinación que no lamento. Propuse entonces una conceptualización de las nuevas formas de dominación de los centros imperialistas basada en la afirmación de nuevos modos de control sustitutivos del antiguo monopolio de la exclusiva industrial, lo que la ascensión de los países calificados después de “emergentes” ha confirmado. Calificaba yo la nueva mundialización en construcción de “apartheid a escala mundial”, refiriéndome a la gestión militarizada del planeta que perpetuaba en unas condiciones nuevas la polarización indisociable de la expansión del “capitalismo realmente existente”.
La segunda oleada de emancipación de los pueblos: ¿un “remake” del siglo XX o algo mejor?
No hay alternativa a la perspectiva socialista. El mundo contemporáneo está gobernado por unas oligarquías. Oligarquías financieras en Estados Unidos, en Europa y en el Japón, que dominan no solamente la vida económica, sino también la política y la vida cotidiana. Oligarquías rusas a su imagen y semejanza que el Estado ruso trata de controlar. Estatocracia en China. Autocracias (en ocasiones ocultas tras una fachada de democracia electoral “de baja intensidad”) inscritas en este sistema mundial en otros lugares del resto del planeta.
La gestión de la mundialización contemporánea por estas oligarquías está en crisis.
Las oligarquías del Norte dan por descontado que seguirán en el poder una vez superada la crisis. No se sienten en absoluto amenazadas. Por contra, la fragilidad de los poderes de las autocracias del Sur es, por su parte, perfectamente visible. La mundialización en curso es, por ello, frágil. ¿Será cuestionada por la revuelta del Sur, como ya sucedió durante el pasado siglo? Es probable. Pero triste. Porque la humanidad solamente avanzará por la vía del socialismo, única alternativa humana al caos, cuando los poderes de las oligarquías, de sus aliados y de sus servidores sean derrotados a la vez en los países del Norte y en los del Sur.
¡Viva el internacionalismo de los pueblos frente al cosmopolitismo de las oligarquías!
¿Podrá recuperarse el capitalismo de los oligopolios financiarizados y mundializados? El capitalismo es “liberal” por naturaleza, si entendemos por “liberalismo” no ese bonito calificativo que el término sugiere, sino el ejercicio pleno y completo de la dominación del capital no solamente sobre el trabajo y sobre la economía, sino sobre todos los aspectos de la vida social. No hay “economía de mercado” (expresión vulgar para referirse al capitalismo) sin “sociedad de mercado”. El capital prosigue obstinadamente este único objetivo: el Dinero. La acumulación por la acumulación. Marx, y después de él otros pensadores críticos como Keynes, lo comprendieron perfectamente. Pero no así nuestros economistas convencionales, los de izquierda incluidos.
Este modelo de dominación exclusiva y total del capital fue impuesto con obstinación por las clases dirigentes a lo largo de la gran crisis hasta 1945. Solamente la triple victoria de la democracia, del socialismo y de la liberación nacional de los pueblos había permitido, de 1945 a 1980, la sustitución de este modelo permanente del ideal capitalista por la coexistencia conflictiva de los tres modelos sociales regulados que han sido el “Welfare State” de la socialdemocracia en el Oeste, los socialismos realmente existentes en el Este y los nacionalismos populares en el Sur. El debilitamiento y el posterior hundimiento de estos tres modelos ha hecho posible después un retorno a la dominación exclusiva del capital, calificada de neoliberal.
He asociado este nuevo “liberalismo” a un conjunto de características nuevas que a mi modo de ver merecen la calificación de “capitalismo senil”. El libro que lleva este título, publicado el año 2001, fue probablemente uno de los pocos libros escritos en aquella época que, lejos de ver en el neoliberalismo mundializado y financiarizado el “fin de la historia”, analizaba este sistema del capitalismo senil como inestable, condenado a hundirse, precisamente a partir de su dimensión financiarizada (su “talón de Aquiles”, escribía yo).
Los economistas convencionales han permanecido obstinadamente sordos a toda puesta en cuestión de su dogmática. Hasta el punto de que fueron incapaces de prever el hundimiento financiero de 2008. Aquellos a los que los medios de comunicación dominantes han presentado como “críticos” apenas merecen este calificativo. Stiglitz sigue convencido de que el sistema tal como era –el liberalismo mundializado y financiarizado– puede recuperarse con unas cuantas correcciones. Amartya Sen predica la moral sin atreverse a pensar el capitalismo realmente existente tal como es necesariamente.
Los desastres sociales que el despliegue del liberalismo –“la utopía permanente del capital”, he escrito yo– no podía dejar de provocar han inspirado muchas nostalgias del pasado reciente o lejano. Pero estas nostalgias no permiten responder al desafío. Pues son el producto de un empobrecimiento del pensamiento crítico teórico que se había prohibido progresivamente comprender las contradicciones internas y los límites de los sistemas del período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuyas erosiones, derivas y hundimientos han aparecido como cataclismos imprevistos.
Sin embargo, en el vacío creado por estos retrocesos del pensamiento teórico crítico, una toma de conciencia de nuevas dimensiones de la crisis sistémica de civilización ha encontrado una forma de abrirse camino. Me refiero a los ecologistas. Pero los Verdes, que han pretendido distinguirse radicalmente tanto de los Azules (conservadores y liberales) como de los Rojos (socialistas), se han quedado atrapados en un callejón sin salida porque no han sabido integrar la dimensión ideológica del desafío en una crítica radical del capitalismo.
Todo estaba, pues, en su lugar para asegurar el triunfo –pasajero, de hecho, pero que se vivió como “definitivo”– de la alternativa calificada de “democracia liberal”. Un pensamiento miserable –un auténtico no pensamiento– que ignora lo que sin embargo había dicho Marx respecto a esta democracia burguesa que ignora que los que toman las decisiones no son los afectados por ellas. Quienes deciden gozan de la libertad reforzada por el control de la propiedad; son hoy los plutócratas del capitalismo de los oligopolios, y los Estados que son sus deudores. Por la fuerza de las cosas los trabajadores y los pueblos afectados son poco más que sus víctimas. Pero tales pamplinas pudieron parecer creíbles, por un momento, debido a las derivas de los sistemas de la postguerra, cuyos orígenes era incapaz de comprender la miseria de los dogmáticos. La democracia liberal pudo entonces parecer el “mejor de los sistemas posibles”.
Actualmente, los poderes vigentes, que no habían previsto nada, se esfuerzan por restaurar ese mismo sistema. Su éxito eventual, como el de los conservadores de los años 1920 –a los que Keynes denunció sin encontrar eco en su época– no hará más que agravar la amplitud de las contradicciones que están en el origen del hundimiento financiero del 2008.
No menos grave es el hecho de que los economistas “de izquierda” han incorporado desde hace tiempo lo esencial de las tesis de la economía vulgar y han aceptado la idea –errónea– de la racionalidad de los mercados. Estos economistas han concentrado sus esfuerzos en la definición de las condiciones de esta racionalidad, abandonando a Marx –que fue quien descubrió la irracionalidad de los mercados desde el punto de vista de la emancipación de los trabajadores y los pueblos–, considerándolo “obsoleto”. En su perspectiva, el capitalismo es flexible, se ajusta a las exigencias del progreso (tecnológico e incluso social) si se le obliga a ello. Estos economistas de “izquierda” no estaban preparados para comprender que la crisis que ha estallado era inevitable. Y están todavía menos preparados para hacer frente a los desafíos a los que se ven confrontados los pueblos por este mismo hecho. Al igual que los demás economistas vulgares tratarán de reparar los daños sin comprender que es necesario, para hacerlo con éxito, iniciar otro camino, el de la superación de las lógicas fundamentales del capitalismo. En vez de tratar de salir del capitalismo en crisis, piensan poder salir de la crisis del capitalismo.
Crisis de la hegemonía de los Estados Unidos
La reunión del G20 (Londres, abril de 2009) no inició en absoluto una “reconstrucción del mundo”. Y no es casual que fuese seguida después por la de la OTAN, el brazo armado del imperialismo contemporáneo, y por el refuerzo de su implicación militar en Afganistán. La guerra permanente del “Norte” contra el “Sur” ha de continuar.
Se sabía ya que los gobiernos de la Tríada –Estados Unidos, Europa, Japón– perseguían el objetivo exclusivo de una restauración del sistema tal como era antes de setiembre de 2008, y no hay que tomar en serio las intervenciones en Londres del presidente Obama y de Gordon Brown, por una parte, ni las de Sarkozy y Angela Merkel, por otra, destinadas a la galería. Las supuestas “diferencias” destacadas por los medios de comunicación, sin consistencia real, responden exclusivamente a las necesidades que tienen los dirigentes de hacerse valer ante sus ingenuas opiniones públicas. “Refundar el capitalismo”, “moralizar las operaciones financieras”: palabras altisonantes para evitar abordar las verdaderas cuestiones. Por ello, la restauración del sistema, que no es imposible, no resolverá ningún problema sino que más bien acentuará su gravedad. La “comisión Stiglitz”, convocada por las Naciones Unidas, se inscribe en esta estrategia de construcción de un trampantojo. Evidentemente no se puede esperar otra cosa de los oligarcas que controlan a los poderes reales y a sus deudores políticos. El punto de vista que he desarrollado en mi libro La crisis [de inminente aparición en El Viejo Topo], que pone el acento en las relaciones entre la dominación de los oligopolios y la financiarización necesaria de su gestión de la economía mundial –indisociables una de otra– ha sido confirmado por los resultados del G20.
Más interesante es el hecho de que los líderes de los “países emergentes” invitados han guardado silencio. Una sola frase inteligente fue pronunciada en el transcurso de esta jornada circense, por parte del presidente chino Hu Jintao, que comentó “de pasada”, sin insistir y con una sonrisa (¿socarrona?) que será preciso abordar finalmente la instauración de un sistema financiero mundial que no esté basado en el dólar. Unos cuantos comentarios posteriores establecieron inmediatamente la relación –correcta– con las propuestas de Keynes en 1945.
Esta “observación” nos remite de nuevo a la realidad: la crisis del sistema del capitalismo de los oligopolios es indisociable de la crisis de la hegemonía de los Estados Unidos, ya sin aliento. Pero ¿quién tomará el relevo? Ciertamente no lo hará “Europa”, que no existe al margen del atlantismo y que no tiene ninguna ambición de independencia, como la asamblea de la OTAN lo demostró una vez más. ¿China? Esta “amenaza”, que los medios de comunicación invocan hasta la saciedad (un nuevo “peligro amarillo”) sin duda para legitimar el alineamiento atlantista, carece de fundamento. Los dirigentes chinos saben que su país no dispone de los medios para tomar el relevo, y ellos no tienen la voluntad de tomarlo. La estrategia de China se limita a trabajar en pro de una nueva mundialización sin hegemonía. Algo que ni Estados Unidos ni Europa consideran aceptable.
Por consiguiente, las probabilidades de un desarrollo posible que vaya en este sentido se basan todavía íntegramente en los países del Sur. Y no es ninguna casualidad que la CNUCED (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo) sea la única institución de la familia de las Naciones Unidas que ha tomado iniciativas muy diferentes de las de la comisión Stiglitz. Tampoco es casualidad que su director, el tailandés Supachai Panitchpakdi, considerado hasta hoy como un perfecto liberal, ose proponer en el informe de la organización titulado The Global Economic Crisis, con fecha de marzo de 2009, unos avances realistas que se inscriben en la perspectiva de un segundo momento del “despertar del Sur”.
China, por su parte, ha iniciado la construcción –progresiva y controlada– de sistemas financieros regionales alternativos liberados del dólar. Iniciativas que completan, en el plano económico, la promoción de las alianzas políticas del “grupo de Shangai”, el obstáculo principal al belicismo de la OTAN.
La asamblea de la OTAN, reunida en abril de 2009, ratificó la decisión de Washington, no de iniciar su desentendimiento militar, sino al contrario la de acentuar su amplitud, siempre con el pretexto falaz de la lucha contra el “terrorismo”. El presidente Obama emplea pues todo su talento para tratar de salvar el programa de Clinton y de Bush de control militar del planeta, única forma de prolongar los días de la hegemonía americana amenazada. Obama ha marcado unos puntos y ha obtenido la capitulación sin condiciones de la Francia de Sarkozy –el fin del gaullismo– que se ha reintegrado en el mando militar de la OTAN, lo que parecía difícil mientras Washington hablaba con la voz de Bush, carente de inteligencia aunque no de arrogancia. Además, Obama se puso, como Bush, a dar lecciones, sin preocuparse demasiado de respetar la “independencia” de Europa, ¡invitándola a aceptar la integración de Turquía en la Unión Europea!
Hacia una segunda ola de luchas victoriosas por la emancipación de los trabajadores y de los pueblos
¿Son posibles nuevos avances en las luchas de emancipación de los pueblos? La gestión política de la dominación mundial del capital de los oligopolios es necesariamente de una violencia extrema. Pues para conservar su posición de sociedades opulentas, los países de la Tríada imperialista se ven obligados a reservarse para su beneficio exclusivo el acceso a los recursos naturales del planeta. Esta nueva exigencia está en el origen de la militarización de la mundialización que yo he calificado de “imperio del caos” (título de una de mis obras, publicada en el 2001), expresión que después han utilizado otros.
En la estela del despliegue del proyecto de Washington de controlar militarmente el planeta, de llevar a cabo a este efecto “guerras preventivas” con la excusa de luchar “contra el terrorismo”, la OTAN se ha autocalificado de “representante de la comunidad internacional”, y de este modo ha marginado a la ONU, la única institución cualificada para hablar en nombre de ésta.
Por supuesto, estos objetivos reales no pueden ser reconocidos. ¡Para disfrazarlos, las potencias implicadas han optado por instrumentalizar el discurso de la democracia y se han otorgado un “derecho de intervención” para imponer el “respeto a los derechos humanos”!
Paralelamente, el poder absoluto de las nuevas plutocracias oligárquicas ha vaciado de contenido la práctica de la democracia burguesa. Mientras que antiguamente la gestión de la misma exigía la negociación política entre los diferentes componentes sociales del bloque hegemónico necesario para la reproducción del poder del capital, la nueva gestión política de la sociedad del capitalismo de los oligopolios puesta en marcha por medio de una despolitización sistemática, funda una nueva cultura política del “consenso” (siguiendo el modelo de Estados Unidos) que sustituye al ciudadano activo, condición de una democracia auténtica, por el consumidor y el espectador político. Este “virus liberal” (para utilizar el título de otra de mis obras, ésta publicada en el año 2005) ha abolido la abertura a opciones alternativas posibles y la ha sustituido exclusivamente por el consenso en torno al mero respeto formal a la democracia electoral procedimental.
La asfixia primero y el hundimiento después de los tres modelos de gestión social evocados más arriba está en el origen del drama. La página de la primera oleada de luchas por la emancipación ya ha sido girada, la de la segunda ola todavía no se ha abierto. En la penumbra que las separa se “perfilan los monstruos”, como escribe Gramsci.
En el Norte, estas evoluciones están en el origen de la pérdida de sentido de la práctica democrática. Este retroceso se disfraza con las pretensiones del discurso llamado “post-modernista”, según el cual naciones y clases habrían ya evacuado la escena para dejar su lugar al “individuo”, convertido en el sujeto activo de la transformación social.
En el Sur, otras ilusiones ocupan hoy el primer plano de la escena. Bien sea la de un desarrollo capitalista nacional autónomo que se inscriba en la mundialización, ilusión muy poderosa entre las clases dominantes y medias de los países “emergentes”, reforzada por los éxitos inmediatos de los últimos decenios. O las ilusiones pasadistas (para-étnicas y para-religiosas) en los países marginados.
Más grave es el hecho de que estas evoluciones confirman la adhesión general a la “ideología del consumo”, a la idea de que el progreso se mide por el crecimiento cuantitativo de éste. Marx había demostrado que es el modo de producción el que determina el del consumo y no al revés, como pretende la economía vulgar. La perspectiva de una racionalidad humanista superior, fundamento del proyecto socialista, se pierde entonces de vista. El potencial gigantesco que la aplicación de la ciencia y de la tecnología ofrece a la humanidad entera, y que tendría que permitir el desarrollo real de los individuos y de las sociedades, tanto en el Norte como en el Sur, es despilfarrado por las exigencias de su sumisión a las lógicas de la prosecución indefinida de la acumulación del capital. Más grave aún, los progresos continuos de la productividad social del trabajo están asociados a un despliegue vertiginoso de los mecanismos de la pauperización (visibles a escala mundial, entre otras cosas, por la ofensiva generalizada contra las sociedades campesinas), como ya había visto Marx.
La adhesión a la alienación ideológica producida por el capitalismo no afecta solamente a las sociedades opulentas de los centros imperialistas. Los pueblos de las periferias, en su mayor parte mayoritariamente privados del acceso a unos niveles de consumo aceptables, ofuscados por las aspiraciones a un consumo análogo al del Norte opulento, pierden la conciencia de que la lógica del despliegue del capitalismo histórico hace imposible la generalización del modelo en cuestión al planeta entero.
Se comprenden entonces las razones por las cuales el hundimiento financiero del 2008 ha sido el resultado exclusivo de la agudización de las contradicciones internas propias de la acumulación del capital. Ahora bien, solamente la intervención de las fuerzas portadoras de una alternativa positiva permite imaginar una salida del simple caos producido por la agudización de las contradicciones internas del sistema (yo he contrapuesto con este espíritu al modelo de superación de un sistema históricamente obsoleto la “vía revolucionaria” por la “decadencia”). Y, en el estado actual de las cosas, los movimientos de protesta social, a pesar de su visible aumento, siguen siendo en conjunto incapaces de poner en cuestión el orden social asociado al capitalismo de los oligopolios, a falta de un proyecto político coherente a la altura de los desafíos.
Desde este punto de vista, la situación actual es muy diferente de la que prevalecía en los años 1930, cuando se enfrentaban las fuerzas portadoras de opciones socialistas, por una parte, y los partidos fascistas, por otra, produciendo en un caso la respuesta nazi y en otro el New Deal y los Frentes populares.
La profundización de la crisis no podrá evitarse, ni siquiera en la hipótesis del éxito eventual –no imposible– de una recuperación temporal del sistema de dominación del capital de los oligopolios. En estas condiciones la radicalización de las luchas no es una hipótesis imposible, aunque los obstáculos a vencer siguen siendo considerables.
En los países de la Tríada, esta radicalización implicaría que se introdujese en el orden del día la expropiación de los oligopolios, lo que parece estar excluido del futuro visible. En consecuencia, la hipótesis de que, pese a las turbulencias provocadas por la crisis, la estabilidad de las sociedades de la Tríada no vaya a ser puesta en cuestión, ya no se puede descartar. El riesgo de un “remake” de la oleada de luchas de emancipación del siglo pasado, es decir, de una nueva puesta en cuestión del sistema exclusivamente a partir de algunas de sus periferias, es serio.
Una segunda etapa del “despertar del Sur” (para retomar el título de mi libro, publicado en el año 2007, que ofrece una lectura del período de Bandung como el primer tiempo de este despertar) está al orden del día. En la mejor de las hipótesis, los avances producidos en estas condiciones podrían obligar al imperialismo a retroceder, a renunciar a su proyecto demencial y criminal de control militar del planeta. Y en esta hipótesis el movimiento democrático en los países del centro podría contribuir positivamente al éxito de esta neutralización. Por añadidura, el retroceso de la renta imperialista de la que se benefician las sociedades afectadas, producido por la reorganización de los equilibrios internacionales en favor del Sur (en particular de China) podría perfectamente contribuir al despertar de una conciencia socialista. Pero, por otro lado, las sociedades del Sur seguirían teniendo que enfrentarse a los mismos desafíos que en el pasado, que producirían los mismos límites a sus avances.
Un nuevo internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos es necesario y posible. El capitalismo histórico será pues lo que se quiera, menos duradero. No es más que un paréntesis breve en la historia. Su cuestionamiento fundamental –que nuestros pensadores contemporáneos, en su gran mayoría no creen “posible” ni siquiera “deseable”– es sin embargo la condición ineludible de la emancipación de los trabajadores y de los pueblos dominados (los de las periferias, el 80% de la humanidad). Y las dos dimensiones del desafío son indisociables. No será posible salir del capitalismo solamente mediante la lucha de los pueblos del Norte ni solamente por la lucha de los pueblos dominados del Sur. Sólo será posible salir del capitalismo cuando –y en la medida en que– estas dos dimensiones del mismo desafío se articulen una con otra. No es “seguro” que esto vaya a pasar, en cuyo caso el capitalismo será “superado” por la destrucción de la civilización (más allá del malestar en la civilización, para decirlo con las palabras de Freud), y tal vez por la destrucción de la vida en el planeta. El escenario de un “remake” posible del siglo XX permanecerá pues de este lado de las exigencias de un compromiso de la humanidad en la larga ruta de la transición al socialismo mundial. El desastre liberal impone una renovación de la crítica radical del capitalismo. El desafío es aquel al que ha de hacer frente la construcción/reconstrucción permanente del internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos, frente al cosmopolitismo del capital oligárquico.
La construcción de este internacionalismo solamente puede abordarse por el éxito de nuevos avances revolucionarios (como los iniciados en América Latina y en el Nepal) que abran la vía a la perspectiva de una superación del capitalismo.
En los países del Sur, el combate de los Estados y de las naciones por una mundialización negociada sin hegemonías –forma contemporánea de la desconexión– sostenido por la organización de las reivindicaciones de las clases popùlares puede circunscribir y limitar los poderes de los oligopolios de la Tríada imperialista. Las fuerzas democráticas en los países del Norte han de apoyar este combate. El discurso “democrático” propuesto y aceptado por la mayoría de las izquierdas tal como son, las intervenciones “humanitarias” conducidas en su nombre como las prácticas miserables de la “ayuda” apartan de sus consideraciones la confrontación real con este desafío.
En los países del Norte los oligopolios son ya visiblemente “bienes comunes” cuya gestión no puede confiarse únicamente a los intereses particulares (cuyos resultados catastróficos la crisis ha demostrado). Una izquierda auténtica tiene que tener la audacia de contemplar la nacionalización de los mismos, etapa primera ineludible en la perspectiva de su socialización por la profundización de la práctica democrática. La crisis en curso permite concebir la cristalización posible de un frente de las fuerzas sociales y políticas que concentre a todas las víctimas del poder exclusivo de las oligarquías instauradas.
La primera ola de luchas por el socialismo, la del siglo XX, puso de manifiesto los límites de las socialdemocracias europeas, de los comunismos de la Tercera Internacional y de los nacionalismos populares de la era de Bandung, la asfixia primero y el hundimiento después de sus ambiciones socialistas. La segunda ola, la del siglo XXI, ha de extraer las lecciones de ello. En particular, asociar la socialización de la gestión económica y la profundización de la democratización de la sociedad. No habrá socialismo sin democracia, pero tampoco se producirá ningún avance democrático al margen de la perspectiva socialista.
Estos objetivos estratégicos invitan a pensar la construcción de “convergencias en la diversidad” (para retomar la expresión utilizada por el Foro Mundial de las Alternativas) de las formas de organización y de las luchas de las clases dominadas y explotadas. Y no es mi intención condenar de antemano a aquellas de estas formas que, a su manera, entronquen con las tradiciones de las socialdemocracias, de los comunismos y de los nacionalismos populares, o se aparten de ellas.
Desde esta perspectiva me parece necesario pensar en la renovación de un marxismo creador. Marx no ha sido nunca tan útil y necesario para comprender y transformar el mundo, hoy tanto o más que ayer. Ser marxista con este espíritu es partir de Marx y no detenerse en él, o en Lenin, o en Mao, como han hecho los marxismos históricos del pasado siglo. Es dar a Marx lo que le corresponde: la inteligencia de haber iniciado un pensamiento crítico moderno, crítico de la realidad capitalista y crítico de sus representaciones políticas, ideológicas y culturales. El marxismo creador tiene que perseguir el objetivo de enriquecer sin vacilaciones este pensamiento crítico por excelencia. No tiene que temer integrar en él todas las aportaciones de la reflexión, en todos los dominios, incluidos aquellos que han sido considerados, equivocadamente, como “extraños” por los dogmáticos de los marxismos históricos del pasado.
Texto publicado en el nº 263 de la revista El Viejo Topo, diciembre 2009. En el próximo nº de septiembre de la revista aparecerá su último artículo.
Traducción de Josep Sarret
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