Estas últimas semanas nos han traído al menos dos malas noticias para el rock: las muertes de Lemmy y David Bowie, dos veteranos de prácticamente la misma quinta, setenta años acababa de cumplir el primero y sesenta y nueve soportaba el segundo, que poco tenían que ver entre sí pero que rubrican el inexorable paso del tiempo: los viejos rockeros también mueren. Y nos estamos quedando sin ellos.
Poco que ver, como decía, el camaleónico, cool, y cultureta Duque con el brutal, borrachuzo y reiterativo Lemmy Kilmister, el bajista y líder de los Mötorhead, y yo, sin dudarlo, me quedo con la voz rota, las verrugas desmesuradas y la implacable contundencia de ese músico abonado al hard más directo y visceral que, ay, nos ha dejado con las entradas en la mano en su irremediablemente cancelada gira con Saxon y Girlschool. Lemmy representaba como ya muy pocos, quizá como ninguno hoy, un mundo, el del viejo rock, que por inevitables razones cronológicas, está llegando a su fin. Ian Fraser Kilmister, por mal nombre Lemmy, nació un 24 de diciembre de 1945 en Burslem, en Inglaterra. Fan de los Beatles, por su culpa se interesó por la música. Trabajó para Hendrix, del que decía que era un abuelo estupendo que se levantaba de la silla cada vez que entraba una mujer en la habitación, tuviera el aspecto que tuviera, y que, cuando le mandaba a pillar ácidos siempre le regalaba unos cuantos.
En el 71 entró en los Hawkwind, una banda de space rock que si no me equivoco aún sigue coleando. De allí le echaron por sus excesos con las drogas, algo por lo que siempre estuvo dolido pero que, en realidad, le vino muy bien, pues fundó el grupo por el que le recordaremos, una banda que tomaba el nombre de la última canción firmada con sus antiguos socios: Mötorhead, un auténtico puñetazo en el estómago que reunía lo mejor del heavy, con entrañas punk, a una velocidad endiablada y de difícil clasificación. No formaban parte, como algunos pensaban, de la nueva ola de heavy británico, integrada por Iron Maiden, Diamond Head o Saxon; eran otra cosa. Y duró, con altos y bajos, hasta el día 28 de diciembre en que la cabeza del motor dejó de funcionar abatida por un cáncer fulminante. No fueron sus problemas cardiacos ni la diabetes los que demostraron a Lemmy que no era invulnerable, aunque lo pareciera. Un cáncer se encargó de darle el recado. Una vida de excesos, de drogas, de alcohol, de giras continuas: sexo, drogas y rock & roll, el viejo adagio había tomado vida en ese tipo de melena lacia, bigote y patillas en W y cinturón cargado de balas que subía el micrófono para formar una estampa claramente reconocible en el escenario, mientras su voz cavernosa ascendía hasta rebotar en el cielo. Han quedado infinidad de anécdotas y de frases originales de ese músico ácrata aficionado al estudio de la Segunda Guerra Mundial y devoto de la estética nazi que obligan a mirar con cierta simpatía sus excesos. No es que fuera un buen ejemplo, desde luego, pero era, en apariencia, jodidamente divertido. Tras el penúltimo susto que le dio la salud grabaron un discazo: Aftershock, para mí una de sus mejores entregas, y unos meses antes de morir otro cedé de antología, Bad magic, con una de las escasas baladas de la banda que, tras su desaparición, pone los pelos de punta: Untill the end. Y un cierre impagable, una pantanosa versión del Simpatía por el diablo de los Stones. ¿Alguien da más? Yo esperaba al día 6 de febrero para verle en Madrid. Recuerdos de los Saxon, vistos cuando eran capaces de llenar, ellos solos, el antiguo Pabellón de deportes del Real Madrid, y de las Girlschool, teloneando a Black Sabbath en su gira con Ian Gillan, y a Rainbow. Pero a Mötorhead no los había visto. Sabíamos de la mala salud de Lemmy y queríamos aprovechar la ocasión antes de que fuera tarde. Lo que no sabíamos es que ya era demasiado tarde. Se ha ido uno de los personajes más característicos del circo del rock, de ese viejo rock con el que tanto disfrutamos. Bowie, Lemmy, descansen en paz donde quiera que estén…