La historia de la sociedad ha sido dominada hasta ahora por el problema de la escasez: no sólo la gran mayoría de los hombres estaba obligada a vivir en los límites de la supervivencia, sino que la apropiación del plusproducto por parte de elites dominantes constituía la base material de la civilización.
El gran mérito histórico del capitalismo está precisamente en su capacidad de orientar gran parte de dicho plusproducto con fines de acumulación; de acelerar, por tanto, de manera extraordinaria el desarrollo de las fuerzas productivas, de crear así las bases materiales para una más amplia y general satisfacción de las necesidades primarias, y de involucrar a una parte creciente de la sociedad en el circuito de la civilización (instrucción, movilidad, socialización del trabajo).
No por esto la historia del capitalismo es la historia de la difusión del bienestar. Es más, en ciertas etapas (la «acumulación primitiva», el colonialismo, la primera revolución industrial) precisamente la prioridad asumida por el proceso de acumulación, la necesidad de crear trabajo asalariado genérico, ha producido formas de desigualdad y sufrimiento todavía más generalizadas y brutales. Aun así, en el último siglo la convergencia de dos grandes impulsos (la necesidad del sistema de crear salidas de mercado para su propia capacidad productiva, y la lucha de grandes masas que la producción moderna ha hecho más conscientes y organizadas y que el Estado moderno ha vuelto más capaces de pensar políticamente) ha creado las condiciones para un crecimiento real del bienestar y, frecuentemente, para una mayor igualdad. El fordismo, el estado del bienestar, la revolución anticolonial han representado el punto más alto de esta relación entre desarrollo, bienestar e igualdad. Aquí el movimiento obrero ha encontrado un terreno favorable para sus luchas más eficaces; pero aquí, en ciertos momentos, ha parecido que disminuía la necesidad de una transformación del sistema. ¿Qué sucede, desde este punto de vista, con el bienestar, en la fase que ahora comienza de la «sociedad postindustrial»?
El primer elemento que impresiona es la reproducción de una tendencia a la desigualdad y también a la pobreza, desde el simple punto de vista de las necesidades primarias.
No sólo parece que de nuevo crece la distancia de las condiciones de vida entre el norte y el sur del mundo, sino que una parte relevante del sur, prisionera de la tenaza entre presión demográfica y desintegración de las formas tradicionales de autoconsumo, se precipita finalmente por debajo del nivel de supervivencia, entra en una espiral de degradación. También en las regiones más avanzadas del mundo, por lo demás, tras una fase de dismunición relativa de las desigualdades, el abanico de la distribución de la renta vuelve a agrandarse, y una franja importante de la sociedad queda marginada y desciende por debajo del mínimo histórico vital.
Parece la contradicción más tradicional entre todas las posibles. Sin embargo, no es en absoluto tradicional. No lo es, ante todo, porque esta injusticia, esta pobreza, no se presentan como «residuo», o como fenómeno transitorio, sino al contrario, como producto directo, como otra cara de la modernidad y de los mecanismos que la gobiernan (pero ya volveremos más adelante sobre este punto). No lo es, por otra parte, porque esta nueva injusticia, esta nueva pobreza, se traducen en procesos acumulativos de marginación, crean un sujeto social inmenso y sin esperanza, incitan a procesos degenerativos (el fanatismo integrista, o el embrutecimiento de nuevas masas marginales en el Tercer Mundo; los conflictos raciales; la violencia difusa; el rechazo de lo político en la metrópolis) que pueden abrir el camino de una espiral de represión y de revuelta.
Dejar todo esto al margen, considerarlo un problema secundario, pensar en afrontarlo mediante las herramientas de la asistencia o de las ayudas sin poner en tela de juicio alguna cuestión de fondo de nuestra forma de vida, producir, consumir, parece, además de ilusorio, insensato. He ahí un terreno «modernísimo» que se ofrece para un replanteamiento del pensamiento y de la lucha comunista: la soldadura orgánica entre el movimiento obrero, los nuevos sujetos que emergen de las contradicciones cualitativas de la sociedad postindustrial, y esta gran masa marginada y empobrecida.
Pero la reflexión en torno al «bienestar» no puede detenerse aquí, y si lo hace en este punto, la soldadura sería muy difícil.
La confianza en una relación lineal entre desarrollo y bienestar, en una progresiva difusión del bienestar, se pone hoy en tela de juicio también por otros elementos no menos importantes que conciernen a la calidad además de a la cantidad del consumo, la correspondencia entre consumo y necesidades, y los mismos mecanismos a través de los cuales las necesidades se forman. Y por lo tanto se vuelve problemática también para aquellos países, o para aquellos sectores sociales, que de una u otra manera participan en un proceso de enriquecimiento o abrigan la esperanza de acceder a este último. Premisa fundamental de la racionalidad del modo de producción capitalista ha sido efectivamente la existencia de un sistema de necesidades autónomamente determinado, fundamento de la racionalidad de la demanda y, por tanto, del mercado. Tal autonomía ha sido siempre parcial y problemática, al menos porque la prioridad de las necesidades a satisfacer dependía de la distribución de la renta, es decir, de qué necesidades podían traducirse en demanda efectiva.
Y no obstante, incluso cuando la mayoría de las necesidades primarias quedaban sin satisfacer, el desarrollo productivo tenía un punto seguro de referencia con el cual medirse, y las políticas de incremento y de redistribución de la renta se traducían, de inmediato, en un incremento del bienestar individual y colectivo.
Ahora, este presupuesto comienza a declinar. En efecto, en el momento en el que la capacidad productiva, al menos en algunas zonas del mundo, sobrepasa ampliamente las necesidades primarias, y el aparato productivo y las organizaciones sociales se vuelven cada vez más capaces de orientar el consumo y crear nuevas necesidades, el bienestar real depende del hecho de que los individuos y la sociedad, disponiendo de la renta necesaria, puedan reconocer realmente sus necesidades y convertirlas en consumo, y de que los individuos y la sociedad sean capaces de hacer más rica la calidad de sus propias necesidades.
Precisamente este hecho permitiría un salto extraordinario en el camino a una mayor civilización: el enriquecimiento de las necesidades propiamente humanas, de la personalidad, de las relaciones, desde siempre características del privilegio señorial, podría, por primera vez en la historia, representar el objetivo de la sociedad entera. La circulación de la información, el crecimiento generalizado del nivel cultural, la emancipación del individuo de sistemas de relación seculares y estáticos, abriría el camino a la valorización, también en el consumo, de su libertad; podría arrebatarle al consumo su carácter repetitivo, predeterminado, pasivo; podría, sobre todo, sustraer al consumo de la simple lógica de la apropiación individual (aquello que se sustrae a los demás) para convertirlo en una mediación en la relación con los demás.
Las mismas nuevas tecnologías, si bien aún tan marcadas por la historia pasada y por el sistema actual, parecen ofrecer instrumentos importantes en este sentido: porque permiten una reducción progresiva del tiempo de trabajo y porque ofrecen la posibilidad de una enorme diferenciación de los productos. La «calidad» está dentro del orden de las cosas posibles tanto de la parte del sujeto que consume, como de la parte de las cosas a consumir.
Con todo, no es esta la línea de tendencia ya hoy visible en el «capitalismo postindustrial». Muy al contrario, la tendencia es la de convertir la diferenciación en vehículo de la ilusión, de lo efímero, de una serialización aún más exasperada; de acentuar todavía más la sujeción del consumo a imperativos exteriores y cambiantes: de perpetuar modelos de consumo elitistas y prestados en una miserable repetición masiva.
El primer fenómeno a considerar es, en efecto, el de la «inducción al consumo»: una producción que puede orientar el consumo según las prioridades que le son más fáciles y más convenientes. No es un fenómeno nuevo: ya lo tenían presente los clásicos de la economía y se discute profusamente desde hace tres décadas. Pero lo novedoso es el salto dado por los medios de información de masa, de su fuerza manipuladora, de su interconexión con los grandes centros del poder económico, que hace posible cada vez más transformar el consumo en una función de la producción, y de imponer modelos de consumo a escala mundial dotados de una capacidad impresionante de homologación y profundamente enraizados en la conciencia de masa. Lo novedoso es el hecho de que la multiplicación del consumo individual respecto a la satisfacción de necesidades elementales (la movilidad, la alimentación), una vez superado cierto umbral, produce un complejo declive cualitativo en la satisfacción de esas mismas necesidades. Lo novedoso es el hecho de que otros consumos, ya en parte liberados de las necesidades elementales, son fácilmente manipulables. Lo novedoso es el hecho de que algunas necesidades, cuya prioridad es indiscutible y creciente (salud, instrucción, calidad de la organización urbana) por el hecho mismo de que pueden satisfacerse sólo bajo la forma de una producción y de un consumo colectivo quedan marginadas y restringidas por el mecanismo de inducción. Lo novedoso, por último, es el hecho de que el cruce entre individualismo y mistificación impele y obliga a la busca de consumos «de estatus». Símbolos cada vez más vacíos en una búsqueda de diferenciación que inmediatamente se frustra a sí misma.
Sin embargo, no menos importante, y menos discutido, es aquello que sucede en el proceso más profundo de la formación de las necesidades. La idea de una naturaleza, de una necesidad humana fuera de la historia, que exige los medios necesarios para expresar su riqueza, no tiene ninguna base real. La necesidad humana, más allá del umbral de las exigencias primarias, es producto y espejo de las relaciones sociales. El privilegio del consumo señorial no estaba sólo en el hecho de poder satisfacer las propias necesidades, sino en el hecho de encontrarse, frecuentemente, en condiciones de formarlas de manera relativamente más creativa y significante, precisamente en relación a la función social desempeñada y al sistema de valores que la gobernaban.
Pues bien, una sociedad en la que el trabajo asalariado, incluso cuando es menos pesado, se convierte en trabajo fragmentado y ejecutivo, y en la que el mismo trabajo directivo y creativo tiene como referencia absolutamente dominante la renta y la ganancia; una sociedad en la que la escuela está cada vez más categóricamente subordinada a la formación profesional y especializada, y como instrumento formativo no está integrada en, sino suplantada por los veloces medios de información y por su mensaje, que provoca pasividad; una sociedad en la que los intelectuales pierden autonomía y son absorbidos por el circuito productivo; una sociedad en la que los viejos esquemas de relación interpersonal se disgregan para dejar lugar a la atomización individual, y en la que también a las esferas más privadas de la vida íntima las invade la lógica del mercado, produce por su propia naturaleza un sujeto incapaz de expresar necesidades cualitativamente ricas, más allá de la simple multiplicación del consumo material. En lugar de generalizar el aspecto positivo del consumo señorial, liberándolo de su límite parasitario y de privilegio, generaliza una sustancial pobreza del consumo de masa e incluso le sustrae al privilegio su calidad.
Si todo esto es cierto, su consecuencia es que: 1) aparecen nuevas y más sustanciales razones para la crítica de la sociedad en la que vivimos, y bases más sólidas sobre las cuales construir una sociedad diferente tomando como punto de apoyo las grandes necesidades que el consumo opulento olvida, la infelicidad que el bloqueo o el empobrecimiento de las necesidades alimenta, y las posibilidades reales que el nivel histórico de producción permite; 2) que esta crítica arremete más directa y radicalmente que nunca contra un cierto modo de producción y una cierta estructura del poder; «la alienación del consumo» no es sólo consecuencia de mecanismos culturales o del predominio del universo tecnológico, una y otro están vinculados a una contradicción de clase, aunque en ella no se agoten; 3) que, sin embargo, todo cuanto sucede en el terreno del consumo obstaculiza la formación de un sujeto social alternativo y, por lo tanto, hoy más que nunca, no se puede salir del círculo vicioso de la integración y de la revuelta sin la intervención de una mediación política fuerte, sin un sujeto capaz de incidir en los grandes aparatos que forman la conciencia individual y colectiva, capaz de promover una reforma moral y cultural, una crítica de la vida cotidiana, un nuevo «tipo humano».
¿No es ésta una base sólida para un proyecto y una identidad comunistas radicalmente renovados pero no menos antagonistas?
Fuente: Segundo apartado del Apéndice «Una nueva identidad comunista» del libro de Lucio Magri El sastre de Ulm. El comunismo del siglo XX.