Es obvio que mi condición actual de pétrea escultura no me permite pronunciarme sobre lo que ocurre en el mundo, que parece ocurrir y mucho. Se podría decir, por tanto, que soy “abstencionista” por naturaleza.
No era así en mi época gloriosa de “tocapelotas” oficial del panteón helénico, en que no sólo opinaba a troche y moche, sino que obligaba a opinar a todo el que se me cruzaba en el camino. Y es que mi gente, el quisquilloso pueblo heleno, hacía de la opinión, el debate y la indagación uno de los pilares de su idiosincrasia. Por eso seguramente, en las acroteras de algunos templos, como en los extremos de los frontones del Partenón, representaban en mármol mi híbrida figura, a fin de mantener viva en la gente la disposición a opinar y definirse.
Claro está que muchas veces las circunstancias hacen que incluso la renuncia a opinar sea otra manera (solapada) de decir y definirse. Eso es, según comentan algunos cariacontecidos turistas hispánicos mientras hacen trizas en mis narices un trocito de cartón rojo con el dibujo de una rosa en un puño, lo que ocurrió el sábado 29 de octubre pasado en el parlamento español. Parece que un presidente de gobierno saliente (que llevaba diez meses saliendo sin acabar de hacerlo), al que algunos llaman Don Tancredo pero que en realidad creo que se llama Don Mariano, ha conseguido seguir en su puesto gracias a los votos de un partido que presume de moderno e innovador (y que había jurado que nunca le apoyaría) y a la abstención de los que siempre se han presentado como sus firmes antagonistas y han acabado sacándole las castañas del fuego.
Lo curioso del asunto es que estos últimos podían haber facturado a Don Mariano fuera de La Moncloa (con unas cuantas cajas de puros como premio de consolación y una foto king size del petrolero “Prestige” soltando “hilillos” por la costa gallega). Bastaba para ello que hubieran pactado unas cuantas medidas sociales con el nuevo partido de izquierda UP y algún compromiso de negociación sobre el contencioso catalán con los partidos catalanistas, amén de reeditar el “abrazo de Bergara” con los nacionalistas vascos. Pero se ve que, al ex-secretario general que pensaba intentarlo, los que mandan en ese partido (desde dentro y desde fuera) le marcaron unas “líneas rojas” al respecto (que por lo visto son lo único “rojo” que el partido en cuestión parece capaz de ofrecer últimamente). Y cuando el susodicho intentó cruzarlas, lo defenestraron. No llegaron a apuñalarlo, como a Julio César, pero por lo demás todo fue muy parecido a lo de las idus de marzo (aunque esta vez ocurrió en las kalendas de octubre).
Dicen los defensores de esa “valiente” y “responsable” decisión que el tiempo les dará la razón. Me temo que someterse al tribunal del tiempo es harto arriesgado. El tiempo, en efecto, es un juez muy elástico, que tan pronto te absuelve hoy como te condena mañana. Así, por ejemplo, el tiempo que dio la razón a Hitler en Francia en 1940 se la quitó del todo en 1944 (por no hablar de los diferentes juicios emitidos sobre el mismo personaje en Rusia en 1941 y en Berlín en 1945). Peligroso juez éste, cuyos veredictos se contradicen a medida que los va emitiendo… ¿No sería más sensato someterse al juicio de la ética política?
Claro que hacerlo así, en el caso que nos ocupa, sería arriesgarse a un demoledor juicio condenatorio sin apelación posible. Porque, por desgracia para ciertas formas de entender la política con arreglo a la propia conveniencia, el relativismo moral, como bien dijo Sócrates, es falso. Puede resultar (y a menudo resulta) difícil descubrir lo que está bien y lo que está mal, lo que es accesorio y lo que es una cuestión de principios. Puede costar mucho atenerse a esos principios. Pero es mucho mayor el coste que tiene, a la larga, ignorarlos.