Para intentar comprender hacia dónde se dirige la China del presidente Xi Jinping, lo primero es echar una mirada hacia atrás, en concreto, a 1921. Una de las campañas ideológicas más intensas de su mandato es la que lleva por título “permanecer fieles a la misión fundacional”. El relevo que debe acompañarle en la dirección del PCCh a partir de 2022, la sexta generación, tendrá en su bagaje haber vivido la China de la reforma de Deng Xiaoping pero la experiencia de Mao, la más dura y agria, constituirá para muchos un relato remoto.
El énfasis de Xi en sintetizar y nunca contraponer las Chinas de Mao y Deng pretende resaltar el hilo de continuidad de un mismo ideario. En buena medida, lo que algunos califican de manifestaciones de retorno a la época maoísta responden a esa lógica. Xi vivió esa etapa. Tenía 23 años cuando Mao falleció. La insistencia en rescatar términos o exaltar conmemoraciones de circunstancias de aquella etapa a modo de coqueteo con cierto neomaoísmo, tanto que pareciera sugerir la consideración del denguismo como un “desvío”, apunta a no perder de vista la motivación inicial del proyecto, donde radica el “espíritu” del PCCh. Es verdad que líderes anteriores también secundaban esta práctica pero con un sentido más ritual y plagado de advertencias.
De ese empeño surge el “nacionalismo rojo” como marca distintiva del xiísmo. De una parte, el propósito de revitalización nacional; de otro, la prosperidad común. El modelo político inaugurado en 1949 permanece prácticamente intacto; por el contrario, la realidad económica y social ha cambiado drásticamente, como también la significación de China en el concierto mundial. El hecho más notorio en esta trayectoria es la reconciliación operada con la propia cultura, también el más reciente de su metamorfosis ideológica.
Pesan por tanto en este desarrollo una ingente infinidad de claves locales, las singularidades chinas que el PCCh reivindica como justificación de una originalidad diferenciadora. Y aunque podemos contraponerlas a la experiencia occidental, ya sea en su formulación liberal o marxista, lo más que podemos inferir es el orgullo del PCCh por tener al alcance de la mano lo que la URSS no pudo alcanzar. Y lo manifiesta, sobre todo, desde la exhibición de la eficiencia, no desde la santificación de un dogma alternativo con vocación irradiadora de alcance global.
La argamasa que moldea la China de Xi viene conformada por dichas tres corrientes: la fundacional, la histórica y la cultural. A la postre, el PCCh no ha podido evitar dejarse influir por la fuerza de la cultura de su propio país. Ahí está el Instituto Confucio como mascarón de proa de su poder blando tras desatar, una tras otra, campañas ideológicas en su contra. No sorprende incluso que se llegue a defender la planificación económica atendiendo a la inspiración confuciana y huyendo de la lógica soviética.
La conjugación de estos factores define tanto el ritmo y orientación de su transformación interna como su papel en el mundo. Cuando Joseph Needham trataba de explicar la imposibilidad del nacimiento de la ciencia moderna en la China imperial centró su atención en la eficaz actuación de una burocracia confuciana que organizó el país creando un marco general de estabilidad e impidiendo la emergencia de una clase mercantil que compitiese con su hegemonía. Es lo mismo que hoy practica el PCCh a respecto de ese entorno que pulula alrededor de los sectores emergentes, impidiéndoles el asalto a un Estado que defiende a capa y espada como última garantía de un rumbo alternativo. El estricto control de la economía por parte del aparato del Partido tiene fuertes reminiscencias en la ideología imperial.
Por otra parte, lo queramos o no, el gigantismo chino hace inevitable la reestructuración del orden mundial. Hay quien ve en ello un propósito de revancha o quizá esa interpretación es mero producto de nuestra mala conciencia. En cualquier caso, acabamos de ser testigos de una importante inflexión. Del discurso de China campeona de la mundialización frente al unilateralismo y el proteccionismo de EEUU hemos pasado en un santiamén a las loas a la autosuficiencia económica y tecnológica para resistir las presiones occidentales. China se enroca para defender su soberanía y el derecho a transitar por una senda propia.
Este nuevo rumbo deja más en claro si cabe que no aspira a expandir su modelo, por lo demás difícilmente comprensible para terceros, ambiguo en muchas cuestiones y fuertemente impregnado de una cultura de escasa proyección global. Trasplantar mecánicamente valores del sistema político chino a Occidente no funcionaría como tampoco está claro que puedan funcionar sin más los valores políticos occidentales en China. En las experiencias históricas recientes en estos empeños predominan más los fracasos que los aciertos y, sobre todo, las tragedias.
Ahora, como consecuencia de la pandemia y las tensiones globales liderada por unos Estados Unidos temerosos de verse ultrapasados, el nuevo patrón de desarrollo que presidirá el impulso económico chino en los próximos años sugiere tomar distancias de un exterior en el que crece la hostilidad. Y no es probable que eso cambie con la nueva presidencia de Joe Biden.
Publicado originalmente en el Observatorio de la Política China.