El secretario general de la OTAN, el noruego Jens Stoltenberg, es uno de esos altos funcionarios que cobran su magnífico sueldo y deben justificar las mentiras de su organización, adornar las palabras que justifican la guerra, que encuentran razonables las peores matanzas y los bombardeos. En una rueda de prensa celebrada en Bruselas el pasado día 8 de febrero, el secretario general se permitió afirmar: “Espero que los ministros se pongan de acuerdo para reforzar nuestra futura presencia en la parte oriental de nuestra Alianza. Esto reforzará nuestra defensa colectiva y al mismo tiempo enviará una señal poderosa para detener cualquier agresión o intimidación”.
Según afirmó en esa rueda de prensa, Stoltenberg es un hombre preocupado por los “ataques híbridos”, y manifestó que trabaja ahora para “mejorar la resistencia de los aliados”, y hacer más eficaz la “toma de decisiones”, para lo que cree imprescindible el reforzamiento de la fuerza de la OTAN, el aumento de los presupuestos militares y la expansión de la alianza hasta las puertas mismas de Rusia. Porque, desde 2014, las relaciones entre la OTAN y Moscú se han deteriorado hasta el punto de que el cuartel general atlántico decidió interrumpir la cooperación militar con Rusia, e iniciar un nuevo período caracterizado por las declaraciones agresivas hacia Moscú y el traslado paulatino de su estructura militar hacia el Este de Europa.
De las palabras de Stoltenberg en Bruselas, cualquier observador podría creer que Rusia ha lanzado una peligrosa ofensiva militar en Europa y que está llevando sus fuerzas hacia las fronteras de los países que forman la OTAN. Nada más lejos de la verdad: en los últimos veinte años, el empeño de Washington, el poder real que está tras las decisiones del cuartel general aliado de Bruselas, ha sido incorporar a nuevos países a la Alianza atlántica, siempre adornando esa política como si surgiese de las “decisiones soberanas” de cada nuevo país, aunque los gobiernos siempre se han abstenido de pedir la opinión a la población y, mucho menos, de organizar un referéndum para que los ciudadanos pudieran elegir.
Desde que en 1991 se disolvió el Pacto de Varsovia, la alianza militar que unía a la Unión Soviética con sus aliados, la OTAN no sólo no hizo el más mínimo gesto para iniciar su propia disolución, como parecía razonable tras el fin de la guerra fría, y contribuir así a la paz en Europa y en el mundo, sino que, incumpliendo todos los compromisos que había contraído con Moscú, en 1999 integró a Hungría, Polonia y la República Checa, y, cinco años después, a siete países más del Este de Europa, entre los que se encontraban las tres antiguas repúblicas soviéticas del Báltico, en una clara y agresiva señal hacia Moscú. Todavía en 2009, unos años después de la voladura de Yugoslavia, instigada en los estados mayores occidentales, y de los feroces bombardeos de la OTAN que causaron una destrucción apocalíptica en Serbia y una matanza ignominiosa, Washington forzó el ingreso de Croacia y Albania. Junto a esta última, Estados Unidos, impulsó la proclamación de un pequeño país, Kosovo, desgajado de Serbia, dirigido por criminales de guerra y traficantes de órganos humanos como Hashim Thaçi, donde aprovechó para crear su mayor base militar en el mundo fuera de territorio norteamericano: Camp Bondsteel.
Tras impulsar un golpe de Estado en Ucrania en 2014 (cuya punta de lanza fueron Estados Unidos y Polonia, llegando al extremo de entrenar mercenarios en territorio polaco y organizar provocaciones y matanzas en el Maidán de Kiev, con increíbles llamamientos de ministros de países de la OTAN y de militares de Bruselas a la rebelión contra el gobierno de Yanukóvich) el poder cambió en Ucrania, y Estados Unidos y la OTAN apoyaron la formación de un gobierno golpista, que fue adornado después con unas elecciones bajo el terror y bajo la actuación de bandas fascistas por toda Ucrania, que permitieron el acceso de Poroshenko, un peón de Washington, a la presidencia del país. Los opositores al golpe de estado organizaron un referéndum en Crimea donde la población optó por integrarse en Rusia. La OTAN, que no había manifestado la más mínima crítica al golpe de Estado en Ucrania, y que no dijo ni una palabra de censura sobre la espeluznante matanza en los sindicatos de Odessa, donde los fascistas partidarios de Kiev quemaron vivos a más de cien personas, consideró que la integración de Crimea era la prueba de la agresiva política exterior de Moscú. Como si fuera Rusia quien llevase veinte años aproximándose a las fronteras de la OTAN y no al revés.
Como si fuera una señal amistosa, la última ofensiva política de la OTAN (acompañada de ejercicios militares que, en el Báltico, han llegado a realizarse a unos centenares de metros de la frontera rusa) ha llevado a crear nuevos cuarteles en el Este de Europa: en septiembre pasado, Stoltenberg anunciaba el establecimiento de cuarteles generales en Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumanía y Bulgaria, y el reforzamiento de la “fuerza de acción rápida”, junto a nuevas maniobras militares a lo largo de todas las fronteras europeas de Rusia.
¿Qué pretende la OTAN? Con Oriente Medio incendiado, con cuatro guerras abiertas por Estados Unidos y sus aliados en Afganistán, Iraq, Siria y Yemen; con el norte de África ahogado entre la dictadura militar egipcia y el caos y las matanzas en Libia, parece que los generales de la OTAN, del Pentágono y de los cuarteles aliados todavía no están satisfechos. Por eso, el alto funcionario Stoltenberg ha anunciado hace unos días que la alianza occidental debe reforzar su presencia en el Este de Europa “para contener la agresión”.
La OTAN no sólo lanza bombas, también bombardea con mentiras. La OTAN, la oscura y siniestra armadura de occidente, el cuartel de los matarifes de Yugoslavia, la oficina del desorden y de los traficantes de armas, enseña el rostro de la guerra.