Yo tenía que haber terminado los estudios de filosofía aquel año. Durante el verano del 65 me había puesto a redactar la tesina de licenciatura. Me interesaban entonces la historia y la crítica del gusto del marxista italiano Galvano della Volpe[1]. Ética y estética me parecían dos rostros del mismo dios; buscaba cómo volver a juntar clasicismo ilustrado y romanticismo.
Me ayudaban y me aconsejaban entonces Manuel Sacristán y José María Valverde[2]. El primero acababa de ser expulsado de la Universidad de Barcelona por comunista. En aquella época los rectores no necesitaban mentir sobre esas cosas. Así es que Francisco García Valdecasas, el rector de entonces, podía estar convencido de que Sacristán era una autoridad en el campo de la lógica formal y al mismo tiempo echarle de la Universidad, sin escrúpulos, por rojo[3]. Valverde era ya un cristiano de otra galaxia. De la galaxia William Morris[4]: sensible, social, solidario, socialista de los de verdad.
Para mí el curso 65-66 empezaba así: con Sacristán en la calle y Valverde yéndose por lo de la compañía solidaria. Sin ética ni estética el curso universitario del 66 sólo podía ser monotonía o rebelión. Fue rebelión. Y eso que todavía no habían llegado al país noticias de otras rebeliones estudiantiles en marcha o en preparación.
Nunca he vuelto a vivir una experiencia comunitaria y democrática como aquélla del año 66[5]. Y no lo digo por nostalgia de los años jóvenes. Ni tampoco por falta de experiencias sociopolíticas posteriores. Luego he visto nacer el movimiento de los profesores parias universitarios [los PNN]. He visto nacer el movimiento ecologista en Cataluña[6]. Me ha tocado de cerca el nuevo movimiento feminista. He tenido algo que ver con el movimiento pacifista de los 80[7]. Pero nada de esto se puede comparar a la experiencia del 66.
Había tantas mentiras oficiales en el país y se respiraba un ambiente de remurimiento[8] tan metido hasta el tuétano en los que mandaban por entonces que quizás tampoco tuvo tanto mérito aquella rebelión. Decir la verdad y comunicársela a otros que tienen ante los ojos el remurimiento es más fácil que contar verdades a medias. La política en situación así suele hacerse ética colectiva. Es luego, en la construcción de las democracias imperfectas y hasta demediadas, cuando todo se hace complejo, complejo, complejo y todo depende, depende, depende. Que se dice ahora.
Por suerte, ignorábamos las palabras “complejo”, “depende”. Y sabíamos que el “sí, pero” tampoco dice mucho en boca de alguien a quien le piden comprometerse.
Así que dejé de ser una joven promesa de la filosofía licenciada barcelonesa y contesté que sí a lo de arrimar el hombro a la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona[9]. Todavía recuerdo bien el cuchitril del viejo patio de la Facultad de Letras donde ocurrió eso. Alguien me dijo luego, a un paso de allí, en los mingitorios de la Facultad de Letras, a un paso del viejo bar: “La has parido”. Efectivamente, la parí: ya no iba a ser el pingo almidonado[10] que pude ser cuando tenía veintitrés años.
La experiencia comunitaria y democrática, entre enero y octubre del 66, fue buena no sólo porque teníamos la razón de nuestra parte, sino porque la gente que se metió en ella era buena, generosa y casi siempre inteligente.
Aquella experiencia comunitaria fue para mí al mismo tiempo la vivencia del amor. En ella conocí a Neus Porta[11], sin cuya sensibilidad e inteligencia yo hubiera sido otra cosa distinta de lo que soy ahora. Los del remurimiento decían que fuimos a la Capuchinada para dormir juntos las chicas con los chicos. Si no hubieran sido unos obsesos podríamos haberles dicho, sin problema, que algo de eso hubo también. Y creo que ahora, con el paso del tiempo, se puede decir ya. Por lo demás, Marsé lo había escrito antes en Últimas tardes con Teresa. Y que me perdonen los combatientes que decían no tener vida privada por aquellos tiempos.
Como toda experiencia social interesante, aquella del 66 fue cosa de muchos y de gentes diferentes. Importa poco dónde esté cada uno ahora. Las cosas sanas no se hacen escribiendo recuerdos deformados por la memoria y por lo que cada cual ha llegado a ser cuando se escribe. Luchando contra Franco y buscando una fórmula de organización autónoma de los estudiantes en Barcelona se inventó algo que hubiera encantado a uno de los nuestros héroes de entonces: el viejo Lukács[12], el que nos había enseñado con sus libros que Mann tenía razón frente a Kafka y con su vida que Kafka tenía razón frente a Mann.
Aquel algo nuevo fue juntar viejos delegados estudiantiles con experiencia en la lucha contra el SEU con jóvenes delegados estudiantiles convencidos de que había que crear una organización propia y nueva. No era mucha la diferencia de edad, pero los veteranos nos enseñaron mucho a los más jóvenes. Hay que nombrarles porque casi nunca se les nombra al hablar de aquel año: Enric Argullol, Joan Clavera, Albert Corominas, Javier Paniagua, Andreu Mas Colell[13], Albert Ortega, Quim Viaplana…[14]
De ahí salieron, entre enero y octubre del 66, algunas de las cosas que tal vez quedarán para la historia de la democracia reciente en Cataluña, cuando, por imperativo legal, las Neus eran todavía Nieves y los Jordis, Jorges. Por ejemplo, el aprendizaje de la tolerancia mutua, empezando por la tolerancia entre las lenguas, en las asambleas. O, por ejemplo, el invento de la Capuchinada, donde se produjo el encuentro de los estudiantes universitarios con la generación de la República y de la autonomía (¡qué descubrimiento la personalidad de Jordi Rubió[15] durante aquellas horas!). O, por ejemplo, la posibilidad de la comparación entre la vivencia universitaria y la vivencia en los barrios obreros y en las fábricas (¡cuánta misteriosa espera y cuánta idealización recíproca en los primeros contactos barceloneses entre el SDEUB y CCOO!).
No todos aprendimos ni vivimos todas estas cosas ni todos queríamos exactamente lo mismo. Entonces ya lo sospechábamos. Luego lo hemos sabido. Y hemos sabido por qué. Pero un movimiento comunitario y democrático, como fue aquel, está siempre hecho de cosas así: de diferencias, de azares dominados en el último momento y de generosidades que rebaten intereses.
Total: que en vez de terminar la carrera de filosofía terminé el año 66 en la vieja cárcel modelo, de galería en galería. He estado a punto de escribir, “como era de esperar”. Pero no es verdad: esperábamos cosas mejores, aunque lo que vimos durante el referéndum del 66[16] nos puso pesimistas a algunos. En octubre del 66 perdí la beca con la que había estudiado toda la carrera. Me abrieron un expediente que se cerró con la prohibición de estudiar en cualquiera de las universidades españolas durante tres años. Me detuvieron cuatro veces entre abril y diciembre y me abrieron cuatro sumarios en el Tribunal de Orden Público. El Día de los Santos Inocentes de 1966 me detuvieron por última vez. En esta ocasión en Palencia, donde pasaba las Navidades con mis padres y hermanas[17]. Me condujeron en tren hasta Barcelona dos policías de allá. Uno decía ser poeta. El otro, un enamorado de los castillos contemplados desde el tren. La realidad empezaba a ser compleja. Era la primera vez que aquellos policías venían a Barcelona. Les engañó, ya en la Estación de Francia, nada más llegar, el más listo, el más simpático, el más rojo de los abogados que hemos tenido: Josep Solé Barberà[18]. (¿Para cuándo el homenaje que se merece su memoria?).
Siempre me produce mucha risa el recuerdo de aquel fin de año del 66. Estaba en la Modelo, pensaba en lo que iba a ser de Neus y de mí y venía venir que no saldría de allí si no era para hacer el servicio militar obligatorio. Sabía ya que me iban a enviar al Sáhara. Allí estuve, en efecto, muchos meses del 67 y del 68 barriendo el desierto[19]. Pero, mientras tanto, en la celda de la Modelo, o en el Virgen de África, mientras navegábamos hacia El Aiún, entre vómito y vómito, no podía dejar de reírme recordando la monumental bronca que los Creix echaron en Vía Layetana a aquellos dos policías principiantes, el poeta y el de los castillos, por haberse dejado acompañar en coche desde la Estación de Francia por un tal Josep Solé Barberà, que durante el viaje iba dando instrucciones, en catalán, al joven estudiante que yo era sobre lo que había de contestar a la Brigada Político Social.
Más tiempo tardé en cambio en aprender aquello otro de que: Lo peor es creer que se tiene razón/ por haberla tenido[20].