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Luciano Vasapollo, Henrike Galarza y Hosea Jaffe.
La guerra que viene
no es la primera. Primero
hubo otras guerras.
Al final de la última
había vencedores y vencidos.
Entre los vencidos, la gente pobre
pasaba hambre. Entre los vencedores,
pasaba hambre la gente pobre igualmente1 .
“El antiimperialismo es la única vía para el socialismo. Y la primera tarea del socialismo es la de destruir todas las estructuras y relaciones imperialistas” (Hosea Jaffe en la Conferencia del Unity Movement, Ciudad del Cabo, 21 marzo 2004).
Desde el final de la Segunda Guerra mundial hasta los años 1989-91, los EEUU asumieron una posición dominante en el sistema capitalista internacional; además, el 90% de las multinacionales de aquellos años eran de capital estadounidense. En ese periodo se crearon organismos internacionales, económicos y financieros, siempre bajo el control de los EEUU. La gran potencia militar y la hegemonía tecnológica y científica de ese país han conducido hacia una especie de letargo cultural y una homogeneización de los estilos de vida. La voluntad de los EEUU era la de ampliar los mercados externos en los que vender sus propios productos, intentando subordinar a los demás países bajo una centralidad estadounidense incontestada.
Esto no ha impedido la creación de enormes contradicciones internas en los diversos organismos internacionales. Sin embargo, la internacionalización de la producción no ha supuesto el fin de los Estados nacionales, ya que los capitalistas, aun necesitando absolutamente un imperialismo globalizado, no pueden prescindir de una división de la clase trabajadora utilizando la religión, el racismo, el nacionalismo presente en los países, ni del papel económico del Estado, con sus repercusiones político-sociales y militares en los planos interno e internacional.
Aquellos que piensan que ya no hay imperialismo sino globalización están convencidos de que el imperialismo existía en función de la presencia del Estado nacional, del fordismo, del keynesianismo y del trabajo dependiente. La tesis según la cual estos cuatro elementos ya no existen implicaría el fin del imperialismo.
Estas ideas, que afirman que la transformación del modo de producción en clave posfordista y la imponente financiarización del capital casi han inutilizado completamente las funciones de los Estados nacionales, se contradicen con los hechos. La competencia entre empresas es, en definitiva, una competición entre Estados, ya que quienes están detrás de esa estrategia son los diversos agentes dentro de cada país. De hecho, las grandes empresas, pese a su internacionalización, siempre se mantienen ancladas a su propio país, ya sea por los capitales, la cultura, los principales dirigentes o por los intereses en juego.
La transnacionalización de las empresas favorece la deslocalización, el despido libre, la reducción de los costes laborales y la ausencia de redistribución de la renta.
Compartimos lo que escribe Salucci en un artículo sobre “G&P”:
“Aunque sea verdad que es difícil conocer el origen nacional de muchas mercancías, no ocurre lo mismo con los capitales, de indudable procedencia nacional en la práctica totalidad de los casos.
Aunque sea verdad que el poder ejercido por el FMI y los otros organismos internacionales no tiene precedentes en la historia, con las consecuencias catastróficas que ha tenido para la Humanidad, también es verdad que no se trata de un ‘gobierno capitalista mundial’, sino más bien del resultado de los múltiples enfrentamientos a escala internacional entre los grandes grupos oligopolistas y los Estados nacionales, y de sus alianzas. Aunque sea cierto que el poder de los Estados se ha reducido, hasta su desaparición en el mercado de capitales, también es cierto que en otros campos se ha incrementado la ‘intradependencia’ estatal con la estructuración política, a veces también militar, de las áreas de influencia a escala mundial (los tres polos centrados en EEUU, Europa occidental y Japón) y con el proceso de ‘recolonización’ del Tercer Mundo (…)
»Así pues, como hipótesis de trabajo se puede asumir que se está avanzando hacia una reestructuración del sistema de los Estados y de sus relaciones entre ellos, a partir de una situación en la que los Estados Unidos todavía son hegemónicos a escala mundial. Al mismo tiempo, se consolidan rivales económicos potenciales, todavía militarmente débiles (como Europa o Japón) pero que se aproximan a su resurgir o a su irrupción en la escena internacional, especialmente en Asia (Rusia, Irán, la ASEAN, la superpotencia china).
Debemos, pues, someter a una revisión crítica a la teoría del ‘fin’ de los Estados y a la categoría de la ‘globalización’, retomando en su lugar las del imperialismo y las de las contradicciones interimperialistas, aunque ello nos lleve a redefinirlos como si debiéramos hacer y preparar pronósticos sobre el desarrollo de tales contradicciones.”2
Así pues, se puede afirmar que la función del Estado no ha dejado de ser importante aunque sí haya cambiado, en parte, su definición: quienes necesitan ahora la tutela del Estado ya no son las empresas ni las clases acomodadas, sino las personas trabajadoras, paradas y las marginadas. Éstas tienen mayor necesidad de un Estado que las defienda y proteja. Por ello, no sólo se precisa recuperar claramente la función redistributiva del Estado nacional sino también fortalecer un
Estado intervencionista, generador de empleo y regulador, hacia un modelo de Bienestar para la nueva ciudadanía.
El fordismo fue fácilmente reemplazado parcialmente por el postfordismo.
También el keynesianismo cambió, acentuando sus características militares y de guerra.
Anunciar el fin del trabajo (como hace Rifkin, y también los mencionados postmodernos y postmarxistas) es absurdo. Se puede constatar la brutal rebaja de los derechos políticos y sindicales del trabajo; la exagerada proliferación de los nuevos tipos de trabajo, precarios, mal pagados y sin estabilidad; pero esto no ha supuesto el fin del trabajo.
Más bien, lo que está sucediendo es un cambio, sustancial y muy negativo para la clase trabajadora, en el interior del propio modo de producción capitalista, sistema basado sobre el trabajo asalariado y la apropiación del plusvalor absoluto y relativo.
Es importante recordar que, además de la interpretación marxista, hay otras perspectivas sobre la actual globalización que también la entienden como algo próximo a una reestructuración del imperialismo: una de ellas, característica de los llamados “católicos de izquierda”, parte de la necesidad ineludible de igualdad, paz y justicia. Más que una teoría, es una esperanza de lograr un mundo más próximo a esos valores, a la que se añade una fuerte crítica de los excesos del capitalismo salvaje y de la opresión internacional dominante.
Una segunda perspectiva, la de la escuela realista, mucho más potente, es la que se basa sobre la preeminencia de los Estados más fuertes, que necesitan ampliar su poder para obtener mayores riquezas e influencias en un entorno de conflicto geopolítico y geoeconómico.
En este libro queremos presentar una perspectiva de análisis marxista y feminista y dejar claro que la fase neoliberal actual no significa ni el fin del imperialismo ni la llegada de la globalización como extensión mundial del libre mercado. Por el contrario, pensamos que asistimos al nacimiento de la llamada globalización capitalista como factor determinante de la competición global. La crítica de clase al imperialismo se debe centrar en ese aspecto y no en los análisis de los enfoques cómodos y engañosos de un reformismo-revisionismo ya desenmascarado, al que muchos partidos de izquierda tachan de reformismo radical.
“Entendemos la crítica del imperialismo en sentido amplio, es decir, como la reacción de las diversas clases sociales frente a la política del imperialismo, en conexión con la ideología general. Por un lado, las gigantescas dimensiones alcanzadas por el capital financiero, concentrado en pocas manos, que establece una tupida red de relaciones y de comunicaciones, y que somete a su dominio no sólo a los pequeños y medianos propietarios y capitalistas, sino también a los muy pequeños. Por otro lado, la escalada en la lucha con los otros grupos financieros nacionales por el reparto del mundo y el dominio sobre los otros países. Todo ello determina que el conjunto de las clases propietarias, sin excepción, se sitúe del lado del imperialismo. Entusiasmo ‘universal’ por las perspectivas ofrecidas por el imperialismo; furibunda defensa y descripciones adornadas de tales perspectivas: estos son los signos de nuestro tiempo. La ideología imperialista también se extiende entre la clase trabajadora, que no está separada de las demás clases por ninguna muralla china. Con razón se califica a los dirigentes de la llamada ‘socialdemocracia’ en Alemania de ‘social-imperialistas’, es decir, socialistas de palabra, imperialistas de hecho. No hay que olvidar que, tal y como comenta Hobson en 1902, había ‘imperialistas fabianos’, miembros de la oportunista Fabian Society .”3
El imperialismo actual ha cambiado, pero continúa existiendo y siendo la nueva fase de la mundialización capitalista en forma de competencia entre imperialismos:
“(…) una nueva etapa del desarrollo del capitalismo. Esta etapa se caracteriza, hoy más intensamente que ayer, por la concentración del capital, el asfixiante dominio de los monopolios, el incremento del capital financiero, la exportación de capitales y la división del mundo en diferentes ‘esferas de influencia’ (…) Mientras un puñado de naciones del capitalismo desarrollado ha incrementado su capacidad de control, al menos parcial, de los procesos productivos a escala mundial, la financiación de la economía internacional y la creciente circulación de bienes y servicios, la inmensa mayoría de los países ha visto aumentar su dependencia externa y ampliarse, hasta niveles escandalosos, la distancia que la separa de las metrópolis. En la práctica, la globalización ha consolidado la dominación imperialista y ha agravado el sometimiento de los capitalismos periféricos, cada vez más incapaces de ejercer el mínimo control sobre sus procesos económicos internos.”4
“Si comparamos la situación de 2000 y de 1900 podemos constatar, por un lado, el inmenso éxito de la lucha antiimperialista y, al mismo tiempo, el hecho de que este éxito ha cambiado la realidad del sistema-mundo mucho menos que lo que cualquiera que ha tomado parte en ella esperaba, deseaba o había creído. Formalmente, en el año 2000 ya no existe ninguna colonia importante; un africano es Secretario General de las Naciones Unidas, y el racismo expreso, declarado, se ha convertido en un discurso y práctica prohibidos. Pero, por otro lado, sabemos en qué medida se extiende (…) el neocolonialismo. Efectivamente, un africano puede ser Secretario general de las Naciones Unidas, pero es un estadounidense el que dirige el mucho más importante Banco Mundial, y un europeo occidental el Fondo Monetario Internacional.”5
La contradicción encerrada en la evolución de los diversos factores del sistema imperialista es tal que, actualmente, los Estados Unidos temen cada vez más el desarrollo económico de Europa, dado que intuyen que podría debilitar la supremacía militar, económica, monetaria e ideológica estadounidense en todo Occidente. De hecho, hoy, Europa ya no es una zona dependiente. La nueva situación económica del Este europeo, por un lado, y la crisis asiática, por otro, han reforzado el polo económico europeo. Desde la misma construcción de la Europa de Maastricht se dio inicio a un intento de creación de una nueva hegemonía europea en sectores estratégicos como las nuevas tecnologías, telecomunicaciones, la banca y los seguros.
La nueva posición europea ante la iniciativa bélica imperialista (basta con analizar la posición de Francia y Alemania en la invasión de Iraq) debe considerarse como una tentativa del polo europeo por compensar el superpoder militar estadounidense mediante su ascenso económico, y por limitarle su predominio en todos los diferentes escenarios expansionistas y de hegemonía unilateral. Y en este contexto resurge el imperialismo británico, que se sitúa en el medio de los dos polos aprovechando sus contradicciones para consolidar su propia posición. Precisamente en este sentido hablamos de competencia global y de conflictos interimperialistas y, de ahí, de imperialismos dentro del sistema imperialista. Pero el polo imperialista europeo tiene todavía muchas limitaciones, sobre todo debidas al hecho de que, hasta ahora, se ha avanzado en la centralización política, y sobre todo en la mi litar, más lentamente que en la centralización económica.
En definitiva, como afirma Samir Amin:
“El proyecto de dominio de los Estados Unidos —la extensión de la doctrina Monroe a todo el planeta— es desmesurado. Tal proyecto, que he descrito como el Imperio del caos desde la caída de la Unión Soviética en 1991, está inexorablemente abocado a enfrentarse con los movimientos de resistencia cada vez más numerosos entre las naciones del Viejo Mundo que no aceptan someterse a él.
Entonces, los Estados Unidos se verán destinados a comportarse como ‘estado canalla’ (rogue state) por excelencia, sustituyendo el derecho internacional por el recurso a la guerra permanente (iniciada en el Medio Oriente, dirigida luego a, entre otros, Rusia y Asia) y a derivar hacia el fascismo (la ‘ley patriótica’, ya ha dado a su policía, en lo referente a ciudadanos extranjeros —los aliens—, poderes análogos a los que se atribuía, en su tiempo, la Gestapo).
»¿Aceptarán los Estados europeos, socios del sistema imperialista colectivo de la tríada esta evolución que les coloca en situación subalterna? La tesis que he desarrollado sobre esta cuestión se centra no en el conflicto de intereses del capital dominante sino en la disparidad de las culturas políticas europeas, y en su distancia respecto a la que caracteriza la formación histórica de los Estados Unidos. Igualmente, a la luz de dicha tesis, esta nueva contradicción es una de las principales razones del fracaso probable del proyecto estadounidense.”6
¿A qué se parecerá este siglo? ¿De qué forma se distribuirán los roles los doscientos Estados del planeta? De hecho la competencia de los otros polos imperialistas es fuerte: la Unión Europea ni puede ni quiere aceptar el rol preeminente de los Estados Unidos en los Balcanes, en Eurasia y en Asia Central. Igualmente Japón, China, Rusia, India e Irán aspiran de un modo u otro a constituir un polo propio autónomo en Asia, y más allá.
Para los Estados Unidos, el principal medio de mantener la hegemonía es el instrumento militar.
“Los capitalistas se reparten el mundo no debido a su perversidad, sino porque el grado alcanzado de la concentración les obliga a internarse por esta senda, si desean obtener beneficios. Y el reparto se efectúa ‘proporcionalmente a los capitales’, ‘en proporción a la fuerza’, puesto que bajo el régimen de producción mercantil y del capitalismo no es posible ningún otro sistema de reparto. Pero la fuerza cambia con el desarrollo económico y político. Para comprender los acontecimientos, es preciso saber qué cuestiones han cambiado por un cambio de potencia. Que tal cambio sea de naturaleza ‘puramente’ económica o bien extra-económica (militar, por ejemplo) es una cuestión secundaria que no puede cambiar en nada ninguna de las concepciones del periodo más reciente del capitalismo. Sustituir la cuestión del contenido de la lucha y de las negociaciones entre las asociaciones de capitalistas por la referente a la forma de tal lucha o de tales negociaciones (que hoy pueden ser pacíficas, mañana bélicas y, pasado mañana, pacíficas de nuevo) es caer al nivel de sofista.” 7
Pero, ¿pueden la guerra y la hipótesis forzada del keynesianismo militar resolver la grave crisis económica de los Estados Unidos, asociada a una crisis de hegemonía política, cultural y de civilización?
La lucha entre los polos imperialistas, entre el dólar y el euro, y las crecientes economías asiáticas (China, por ejemplo) nos plantean un escenario repleto de incertidumbres. Parece una vuelta a la “Era de los imperios”, escribe Hobsbawn:
“Así pues, ¿cómo se pueden resumir los rasgos de la economía mundial?
»Ante todo, como hemos visto, tiene una base geográfica mucho más amplia que antes. Se están ampliando su sector industrial y el de en vías de industrialización: en Europa, gracias a la revolución industrial en Rusia y en países como Holanda y Suecia que, hasta ahora habían permanecido al margen; fuera de Europa, gracias al desarrollo de Norteamérica y, en cierta medida, de Japón. El mercado internacional de productos primarios creció de forma notable.
Entre 1880 y 1913 el comercio internacional de tales productos casi se triplicó y, consecuentemente, crecieron los territorios dedicados a su producción. La integración de dichas zonas en el mercado mundial (…) propició, como ya hemos observado, la formación de una economía mundial considerablemente más plural que antes. Inglaterra dejó de ser la única economía completamente industrializada, la única economía industrial más bien. Si sumamos las producciones industriales y mineras (incluida la construcción) de las cuatro principales economías nacionales, en 1913, los Estados Unidos suponían el 46 por ciento del total, Alemania el 23,5; Gran Bretaña el 19,5 y Francia el 11. La era imperial, como veremos, fue esencialmente una época de rivalidades estatales. Además, las relaciones entre el mundo desarrollado y el no desarrollado también eran más diversas y complejas que en 1860, cuando la mitad de las exportaciones de Asia, África y América Latina se dirigían a un solo país: Gran Bretaña. En 1900, la parte británica se redujo a un cuarto, y las exportaciones del ‘Tercer Mundo’ hacia otros países de Europa Occidental superaban las dirigidas a Gran Bretaña (31 por ciento).
La era imperial no era ya monocéntrica.”8
Continúa Hobsbawn:
“No obstante es indiscutible que la idea de la superioridad sobre un mundo remoto de pieles oscuras, y la del dominio sobre ellas, era tremendamente popular y, por ello, favorecía la política del imperialismo. En las grandes Exposiciones Internacionales, la civilización burguesa se vanagloriaba siempre del triple triunfo de la ciencia, la tecnología y de la industria. En la era imperial también se vanagloriaba de sus colonias.”9
La opinión de Lenin nos ayuda a comprender esto:
“Todo esto, en lenguaje llano, significa más o menos lo siguiente: la evolución del capitalismo ha llegado a tal punto que, pese a que la producción de mercancías continúe siendo ‘dominante’ y siendo considerada como la base de toda la economía, ya se encuentra debilitada y los mayores beneficios corresponden a los ‘magos’ de las finanzas. En la base de tales operaciones y trucos se encuentra la socialización de la producción, pero el inmenso avance conseguido por la Humanidad, afanada en la vía de tal socialización, beneficia sobre todo (…) a los especuladores. Veremos después cómo, ‘sobre esta base’, la crítica pequeñoburguesa y reaccionaria del imperialismo capitalista sueña con una vuelta atrás hacia la competencia ‘libre’, ‘pacífica’ y ‘honesta’.”10
Los trabajadores deberán estar preparados para afrontar periodos de restricciones no sólo económicas sino también de las libertades individuales y sindicales, de los derechos en general.
La realidad económica cambia rápidamente y exige nuevas lógicas interpretativas, nuevos instrumentos. Especialmente debe encontrarse un análisis científico serio y coherente que sea capaz de interpretar la historia y la lógica del imperialismo, para contribuir directamente al estudio y a la lucha para la organización de un nuevo movimiento obrero, en una nueva fase del conflicto de clase hacia el progreso y la transformación social radical.
Notas:
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Cfr. B. Brecht, Poesie , Einaudi Tascabili, 1992, p. 145
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Cfr. http://www.intermarx.com/temi/peruz.html; Walter Peruzzi y Andrea Ferrario.
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Cfr. Lenin V.I., L’imperialismo , p. 150.
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Cfr. Boron Atilio A., Impero e imperialismo, Edizioni Punto Rosso, junio 2003, pp. 18-19. Edición española en El Viejo Topo, Barcelona, 2003
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Cfr. Wallerstein I., Il declino dell’America , Feltrinelli, Milano 2004, p. 39.
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Cfr. Samir Amin, La Ideología americana , publicado en inglés, en Ahram Weekly, mayo 2003, El Cairo. Samir Amin Il Cairo, 12 novembre 2003, “Punto Rosso” – Milano
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Cfr. V. I. Lenin, L’imperialismo…, op. cit.,1974, pág. 113.
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Cfr. Hobsbawm E.J, L’età degli imperi 1875-1914 , editori Laterza, Bari, 1987,
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59-60.
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Ibidem, p. 83.
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Cfr. Lenin V. I., L’imperialismo, op. cit., pág. 59.
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