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Sin la menor duda, Luchino Visconti es uno de los grandes creadores en la historia del cine. Que hoy no se recuperen sus obras maestras, que sea ignorado por los jóvenes, da miedo. Es una señal de hacia dónde se dirigen los tiempos. Y no es nada buena.
Andrés de Francisco (n. 1963) es doctor en Filosofía y profesor titular en la Universidad Complutense de Madrid. Autor entre otros libros de La mirada republicana (Catarata, 2012) y editor de Harrington, Stuart Mill y Marx, ha desarrollado un creciente interés por la interpretación filosófica de obras y géneros cinematográficos, interés que empezó con “El western como cine político y moral: violencia, ley y modernidad” (La Balsa de la Medusa, 2011), continuó con “Tres películas bélicas: caballeros, medallas y clases” (Folios, 2012) y ha proseguido con Visconti y la decadencia. En este ensayo, editado por El Viejo Topo en septiembre de 2019, centramos nuestra conversación.
* * *
—Para nuestros lectores más jóvenes: ¿Quién fue Luchino Visconti?
—Mi experiencia –tristemente– es que, para los lectores más jóvenes, Visconti no existe, no lo conocen. Casi diría que esto es así para los menores de cuarenta años, no solo para los millenials. En los últimos años ha habido una completa ruptura generacional con el cine de los sesenta y los setenta del siglo pasado, el italiano, el europeo y también el norteamericano. Las redes sociales y las plataformas digitales han quebrado la continuidad con nuestra cultura cinematográfica, la de los “mayores”. Una pena.
Yo empezaría por decir a estas generaciones que Visconti fue uno de los grandes cineastas italianos de la segunda mitad del siglo XX, y que fue el autor de El gatopardo y de La caída de los dioses. Que empezaran por estas dos obras maestras. Y si les engancha el virtuosismo de su puesta en escena, su sensibilidad estética y la profundidad filosófica de los guiones, entonces que sigan con Muerte en Venecia, con Ludwig, con Confidencias o con Rocco y sus hermanos. Visconti debe ser recuperado para los más jóvenes y, por qué no, revisitado por los más viejos.
—Yo estoy entre estos últimos, asumo la tarea. Esa ruptura generacional a la que aludes, esa casi desaparición del cine los sesenta y setenta, ¿ha sido diseñada? ¿Era un cine demasiado crítico y complejo para nuestros tiempos líquidos o más bien ha sido una consecuencia inevitable de las nuevas plataformas, de las nuevas tecnologías?
—Pienso que ha sido una evolución endógena, no diseñada. Eso no se puede diseñar. Hoy las nuevas generaciones tampoco van a la ópera o al teatro. Ya casi nadie lee a Thomas Mann o a Proust. Ni a Cervantes o Shakespeare. Por no leer, no leemos ni a Galdós, cuando Los episodios nacionales deberían ser lectura obligatoria. La librería de mi facultad ha cerrado: con eso está dicho casi todo. En las programaciones de televisión en abierto sobreabunda la tele-basura, y las plataformas digitales dan una de cal y otra de arena. De todas formas, creo que las redes sociales están haciendo muchísimo daño a la cultura y a la inteligencia.
—Salvo error por mi parte, tú eres profesor de filosofía política y moral y has centrado una gran parte de tu investigación y trabajo en autores que suelen incluirse en ese compartimento filosófico. ¿Por qué ahora un libro de crítica cinematográfica o, si lo prefieres, de filosofía de cine? ¿También hay aquí política y moral, o es una cuestión de gusto y placer estético?
—Yo soy doctor en filosofía pero profesor en la facultad de CC. Políticas y Sociología de la UCM. La filosofía política la reservo para el master en Teoría política en el que participo, donde diserto sobre la tradición republicana.
¿Por qué este libro? Ni yo mismo lo sé. Yo no tenía programado escribir un libro sobre Visconti, a lo sumo un artículo. Pero me di cuenta de que había mucha tela que cortar y me dejé atrapar. En realidad, este libro es un regalo que me hice durante mi último sabático en la facultad. Un regalo porque disfruté muchísimo escribiéndolo e interpretando ese cine maravilloso. Imagínate: me llevó a Platón, a Schopenhauer, a Nietzsche, pero también a Hegel, a Marx, a Gramsci o a Franz Neuman. Y dialogar con estos autores y volcarlos selectivamente sobre las distintas películas me produjo un enorme placer intelectual. Y están las dos cosas de tu pregunta: ética y política, y también placer estético. Uno puede escribir sobre política o sobre lo que sea, pero si lo hace de la mano de un gran artista, el placer estético forma parte de la aventura y le da una nueva dimensión. Además, en Visconti la belleza es visual y también auditiva, porque no se puede olvidar la musicalidad de sus películas. A veces la música –de Wagner, Visconti o Mahler– es un personaje más de la trama, como en Muerte en Venecia o en Ludwig.
—Y eso del placer estético, ¿qué es exactamente? ¿No hay demasiada complejidad, demasiada dificultad, demasiada intelectualidad en el cine viscontiano como para sentir placer al verlo (o al degustarlo como quizás dijeras tú)?
—Todo está muy cuidado en el cine de Visconti, obsesivamente. Su obsesión por el vestuario era legendaria, ya desde su temprana colaboración con Jean Renoir en París. Pero lo cuidaba todo: los decorados, la ambientación, la música, la puesta en escena. La larguísima escena del baile en el palacio Ponteleone en El gatopardo es sencillamente deliciosa, o la escena del comedor del hotel en Muerte en Venecia, justo antes de que Aschenbach viera al joven Tadzio por primera vez. En esos momentos uno puede suspender la inteligencia y simplemente gozar de lo que ve y oye. Extasiarse. Pero a la vez, tienes razón, es un cine muy intelectual y complejo. Por eso conviene verlo despacio, sin impaciencia. Y volver de vez en cuando. Y pensarlo.
—Pensar el cine de Visconti. ¡Me lo apunto! Te pregunto por el título: Visconti y la decadencia. ¿La decadencia de qué, de quiénes?
—La decadencia mía y tuya, y la de todos, porque todos tenemos que enfrentarnos a ella. Es ineluctable. Pero también las decadencias históricas de las aristocracias en El gatopardo, la de la propia civilización burguesa en La caída de los dioses, la decadencia resultado de la intoxicación erótica en Muerte en Venecia, la del alma bella que renuncia a mancharse las manos con las miserias y limitaciones de la realidad en Ludwig. Y la decadencia también de los ideales, que a menudo son vencidos por el ser, que pesa mucho, o por el destino, que hace su trabajo.
—Sigo por el subtítulo: “Otra mirada a la modernidad”. ¿A qué modernidad quieres hacer referencia? ¿Qué es lo singulariza la mirada viscontinana a la modernidad?
—Yo creo que el desencanto y la pérdida. Mira a la modernidad con los ojos aristocráticos del príncipe de Salina, como un mundo dominado por intereses mezquinos y por la vulgaridad del materialismo burgués y capitalista. Pero también Visconti interpreta la modernidad como algo quebradizo, amenazado por el caos: fíjate en el caos vital en el que cae el profesor Aschenbach en Muerte en Venecia, cuando se relajan todos los diques de autocontención burguesa a resultas del enamoramiento por el joven Tadzio; y fíjate en el caos al que sucumbe la república de Weimar con el advenimiento del nazismo.
Yo creo que Visconti tenía muchas dudas respecto de la solidez de la modernidad. Por eso se especializa en sus fragilidades, en sus síntomas de enfermedad, en las pasiones reprimidas que acaban por salir con fuerza destructiva. No olvidemos que Visconti, pese a su lealtad al PCI y a su indudable compromiso político, era un hombre conservador, educado en el catolicismo y con un profundo sentido del pecado. Le gustaban las tradiciones, los muebles antiguos. Había criado caballos. Llevaba a su cocinero con él y sus criados lucían guante blanco. Era un aristócrata refinado, derrochador y caprichoso. Y muy culto. Había cosas del mundo moderno que, de seguro, no le gustaban. Y entre todas ella, una: el olvido de la belleza en aras de la funcionalidad, de la utilidad, del beneficio: “El mundo presente –llegó a decir– es tan feo y gris, y el mundo venidero, tan horrible e innoble…”
—Esto, ¿no es una contradicción (o algo parecido) que tira un poco (o un mucho) para atrás? Leal al PCI, muy comprometido políticamente, y lleva consigo un cocinero y hace que sus criados (¡criados!) lleven guantes blancos porque así están más elegantes, más puestos, su presencia servil, en perfecto estado de revista, genera más belleza.
—Así es. De todas formas, sus “criados” no eran siervos. Eran personal doméstico contratado. En cualquier caso, Visconti no engañaba a nadie. Era rico y refinado, pero también era extraordinariamente generoso, autoexigente y trabajador. Y valiente. Su abierta homosexualidad, por ejemplo, tenía dimensiones políticas y tenía riesgos. Primero, en la Italia fascista, y luego también frente al PCI, que en eso no era muy abierto que digamos.
A mí me da más rabia la contradicción inversa, la del “rojo” que en el fondo es un trepa, y le encanta el dinero y el poder.
—Puestos en esa disyuntiva, de acuerdo. Insisto en un punto que has tocado. El profundo sentido del pecado al que aludía, ¿impidió o dificultó a Visconti a ser un hombre libre en su vida privada, en su orientación sexual? ¿Hay muestras de ello en su cine? Se ha dicho, se dijo en su momento, que el profesor Aschenbach podía ser un homenaje, un recuerdo de Mahler pero que también podía ser considerado como una reflexión sobre sí mismo, sobre sus dudas, sus límites.
—Yo creo que no. Él vivió su homosexualidad como liberación y como afirmación de su propia identidad. Lo que le molestaba era la vulgaridad, y muchas de las referencias ajenas a su orientación sexual eran vulgares.
Por lo demás, la homosexualidad tiene una presencia enorme en su cine, sobre todo en sus últimas películas, y no siempre sale bien parada. Es como si transitara por terrenos peligrosos, en el límite de lo prohibido o de lo caótico. Visconti era un hombre complicado, sin duda. Y hay algo de él en personajes como Aschenbach o Ludwig. Pero nada más. Hay mucho más de Visconti en el príncipe de Salina de El gatopardo, que es completamente hetero.
—La crítica a la fealdad de la modernidad a la que hacías referencia, ¿no conlleva en el caso de Visconti una idealización del pasado? ¿Qué belleza había en el mundo antiguo para los sectores desfavorecidos? Por lo demás, ¿cómo es que alguien próximo al PCI, a un partido comunista y marxista, una organización de liberación, de emancipación social, podía pensar el futuro en esos términos tan poco esperanzadores?
—Visconti intentaba vivir rodeado de belleza, de gente guapa, de cosas bonitas. Le gustaba decorar la mesa con flores, escuchar buena música y estar bien atendido. El dinero se le iba fundamentalmente en eso. Y en regalos para sus amigos.
Pero yo no creo que idealizara el pasado. El gatopardo tiene escenas neorrealistas brutales de los campesinos semi-serviles y capta el contraste salvaje entre la élite terrateniente y burguesa y las clases subalternas.
En lo que se refiere al futuro, Visconti no era muy optimista. No. Visconti pertenece a una generación que ha conocido el fascismo de primera mano y tampoco logra entusiasmarse con el desarrollismo de posguerra. Mira al mundo desde la óptica de la decadencia, sin demasiadas esperanzas, con nostalgia. De ahí seguramente su fascinación por personajes que son vencidos, que sucumben, que son superados. Las historias que cuenta en las cuatro películas que analizo en el libro no son historias de éxito sino de fracaso. Y además, pensaba que las élites que sustituían a las anteriores eran peores, hienas en lugar de leones, como en El gatopardo; canalla hedonista en lugar de hienas, como en Confidencias.
—Dedicas el libro al autor de El eclipse de la fraternidad. Con estas palabras: “A la memoria de Toni Domènech, maestro inolvidable”. ¿Qué destacarías de la obra de este maestro inolvidable (también mío)?
—Sí. Dedico el libro a la memoria de Toni, porque fue mi maestro y le debo muchísimo. Era una de las inteligencias más poderosas que yo he conocido. Yo lo admiraba mucho y no sabría calibrar lo mucho que aprendí de él. Además, mientras duró nuestra amistad –que fue de muchos años–, Toni fue un gran amigo: generoso, cariñoso, absorbente, y muy divertido. Yo le he echado mucho de menos y todavía lo tengo muy presente. ¿Qué destacaría de su obra? Ya que lo preguntas, la memoria que yo reivindico de Toni es la del Toni anterior a SinPermiso, la del autor de El eclipse de la fraternidad y De la ética a la política, la del excelente filósofo analítico de formación germánica y la del gran historiador que era, siempre atento a las aportaciones de las ciencias sociales, sin descuidar jamás el dato empírico. El Toni de SinPermiso es ya otra cosa.
—¿Y qué otra cosa era el Toni Domènech de SinPermiso? No nos dejes a medias.
—Sería muy largo de explicar. Tan solo diré tres cosas. La izquierda sobre la que Toni intentó influir desde SinPermiso ya no era la suya. Los chicos y las chicas de Podemos, para entendernos, tienen una pata en la posmodernidad y otra en el neopopulismo latinoamericano de raíz peronista. Toni era hijo de la ilustración y un pensador de izquierdas –marxista– profundamente europeo. No me extraña que sus prédicas cayeran en saco roto. Por otro lado, el análisis político del presente –que une análisis genético, diagnóstico y pronóstico– y que asume un formato casi periodístico no es un arte que Toni dominara particularmente bien, y no llegó a dar con la tecla. Marx fue un artista consumado de ese formato y legó obras maestras. Toni, no. Y no por falta de información o de conocimientos, que los tenía en abundancia. Finalmente, creo que Toni sufrió cierto transformismo ideológico, en el sentido de Gramsci, y se dejó arrastrar por la crecida secesionista. Pero no abierta y explícitamente, sino de manera ambigua y barroca. Él, que admiraba tanto a Azaña… De todas formas, deberíamos volver a Visconti, ¿no crees?
—Volvamos, tienes razón. Centras tu análisis en cuatro películas dirigidas por este gran director italiano: “El gatopardo”, “Muerte en Venecia”, “Ludwig” y “La caída de los dioses”. ¿Por qué estas cuatro? ¿Las más filosóficas acaso? ¿Las que más te gustan? ¿No tienen tanto interés otras obras de la abultada filmografía del que fuera conde de Lonate Pozzolo?
—No. No. Interés tienen otras muchas, y casi todas las cito en el libro. Pero tal vez podría haber alzaprimado Confidencias, que es otra maravilla, muy centrada también en la decadencia, esta vez del sueño del sesenta y ocho. Pero con las cuatro que analizo cerraba un ciclo histórico y geográfico de dos países, Italia y Alemania, que comparten tantos rasgos, su tardía unificación, su tardía industrialización, su frágil liberalismo, su potente movimiento obrero, y el fascismo. Me pareció mejor cerrar la reflexión con este último.
—Salgo otra vez un poco de nuestro tema: ¿sigue siendo el cine actual un arte, el séptimo arte? ¿No es, fundamentalmente, industria y una industria muy afectada por las nuevas plataformas como HBO o Netflix por ejemplo?
—Sí. Lo digo en la presentación del libro: la industria del cine y el arte, que fueron de la mano durante décadas, se han separado. Ahora hay mucha basura para consumo de masas. Antes las masas veíamos buen cine.
—¿También aquí, en España? ¿También aquí se ha hecho buen cine? ¿Puedes decirme un director español que le guste, que te siga gustando?
—Hay muchos y muy buenos. Por encima de todos, Buñuel. Luego, me gusta el humor de Berlanga o de José Luis Cuerda o de Trueba. Mario Camus me parece un director enorme. Pero, por contraste, yo no soy fan de Almodóvar (a excepción de Qué he hecho yo para merecer esto), ni de Alex de la Iglesia (a excepción tal vez de El día de la bestia). Tampoco me mata Amenábar, la verdad. Esto por referirme a tres de nuestros directores más universales y talentosos.
A mí me gusta mucho el cine negro español, ese que de alguna forma arranca de El crack de Garci. Me refiero a películas como Días contados, de Uribe (1996), Celda 211 de Monzón (2009), No habrá paz para los malvados de Urbizu (2011), Grupo 7 de Alberto Rodríguez (2012). Y, por encima de todas, una: Tarde para la ira, de Raúl Arévalo (2016). Me parece un cine muy sincero y con mucha fuerza. De todas formas, me falta mucho cine español por ver.
—¿Y “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” de Agustín Díaz Yanes?
—¡Por supuesto! Con una Victoria Abril enorme, extraordinaria.
—Vuelvo al libro. Cito un pasaje de la introducción: “Visconti cierra un complejísimo universo en el que lo estético se entremezcla con lo político, en que el mal y el bien conviven y hasta se entrelazan formando una unidad inseparable, donde la sofisticación no logra enterrar a lo grotesco, donde la muerte se convierte en anhelo y donde la risa puede cumplir funciones disolventes y casi revolucionarias”. ¡Mucho en pocas líneas! Una duda: ese entremezcla de lo estético con lo político, ¿no puede significar en el caso de Visconti (y en el de otros autores) una subordinación de lo primero a lo segundo, una aceptación o incluso vindicación de la política en el puesto de mando de la obra de arte?
—En el caso de Visconti, yo creo que no. Era un esteta incluso más que un intelectual engagé. Su compromiso primero era con la belleza, no con la política. Lo que no quiere decir que su cine no fuera muy político, que lo era, aunque no siempre. La caída de los dioses, sin ir más lejos es su gran aportación –una de las más grandes– a la filmografía antifascista. Pero Muerte en Venecia es una película apolítica, y no es la única: Noches blancas o Sandra también lo son. Visconti era un hombre que provenía del mundo de la música y, sobre todo, de la ópera. Dirigió muchas más óperas que películas. Y el melodrama operístico está en la base de su lenguaje narrativo. La tragedia clásica y el drama de la existencia le interesaban tanto como la modernidad fallida en el sur de Italia o la caída de las democracias.
—Visconti fue militante, afiliado o compañero de viaje del PCI. ¿Hizo cine partidista o militante en algún momento? ¿Algunas de las películas que has analizado pueden considerarse en esa clave, cine pensado para beneficiar cultural y políticamente al partido de los comunistas italianos, ahora desaparecido?
—Italia produjo dos grandes cosas en la posguerra mundial: el PCI y el cine italiano. El PCI fue el principal partido comunista de Europa y el cine italiano, tras el americano, el cine más importante del mundo. Ambas realidades se interpenetraron. En su mayoría, los grandes directores italianos eran del PCI, o estaban en su órbita, al tiempo que el PCI era el principal artífice de la hegemonía cultural de la izquierda italiana, también en los sesenta y setenta, en pleno desarrollismo. Visconti se politizó en la Francia del Frente Popular y, vuelto a Italia, ya nunca dejó su afiliación al partido comunista. Ahora bien, ¿hizo Visconti cine militante? En su fase neorrealista, tal vez. Ahí está La terra trema, por ejemplo, que es lo más cercano a cine militante (de partido) en la filmografía de Visconti. Pero luego pienso que no. Al menos no en el sentido de un Pontecorvo, un Petri, un Bellochio o el mismo Bertolucci. De sus últimas obras importantes, la más política es La caída de los dioses, pero es tan sui generis y personal que resulta difícil considerarla partidista. Y El gatopardo fue tildada de decadentista. Tanto que Togliatti tuvo que salir a defenderla.
—¡Bien por Togliatti! Visconti empezó su trayectoria cinematográfica trabajando con Jean Renoir (antes has hablado de él). ¿Qué influencia ejerció el gran director francés en él?
—Con Renoir empezó de hecho su carrera cinematográfica. Colaboró con él en Toni (1935), en Una partida de campo (1936), y en Tosca (1941). Con Renoir aprendió el oficio desde dentro, y su influencia estética es indudable. Es el trampolín hacia el neorrealismo. De hecho, nada más volver de Francia, Visconti filma Obsesión (1942), un hito del neorrealismo italiano, basada en la novela de James Cain, El cartero siempre llama dos veces. Y fue el propio Renoir el que puso en manos de Visconti la traducción mecanografiada de esa obra. Pero la influencia de Renoir más importante es seguramente política. Antes de Renoir, Visconti simpatizaba con el fascismo; después, se hizo comunista, todo lo comunista que podía ser un Visconti, apellido cuyo rancio abolengo lombardo se remontaba a la alta nobleza medieval. Renoir le introdujo en el París antifascista del frente popular, y Visconti se convirtió en un sincero intelectual de izquierdas al tiempo que descubría su vocación como cineasta.
—Pensando en los más jóvenes y en las cuatro películas que analiza: ¿no hay la posibilidad de que consideren el cine de Visconti como cine superado, como cine demodé, del Paleolítico inferior?
—Demodé, sí. Superado, no. En gran medida es un cine universal. El gatopardo da muchas claves para entender el presente. Muerte en Venecia trata del erotismo, del arte y la belleza y la vida en un sentido profundo. Su visión del nazismo en La caída de los dioses es imperecedera. Ludwig aborda el eterno dilema entre la realidad y el deseo. Y podría seguir con otras películas suyas.
—En las cuatro películas a las que hemos hecho referencia los papeles centrales están protagonizados por aristócratas o miembros de la alta burguesía, cultos, sofisticados. Pero, ¿dónde están los anónimos en estas películas? ¿No existen, no tienen protagonismo?
—Lo que dices es completamente cierto: reyes, príncipes, aristocracias, altas burguesías, artistas burgueses. Estos son los protagonistas, en efecto, en estas películas. Pero los de abajo están. Están en su invisibilidad, latentes, y están cuando Visconti los saca fugazmente pero con verismo neorrealista. Los bajos fondos de Palermo o los campesinos en El gatopardo, el gondolero sin licencia o los músicos grotescos en Muerte en Venecia, la niña judía en La caída de los dioses. Además, Visconti tiene su propia filmografía en el ámbito del cine social, desde La terra trema hasta Rocco y sus hermanos.
—El actor protagonista de “El gatopardo” es Burt Lancaster. ¡Nada menos! Será también el protagonista de “Confidencias”. ¿Cómo consiguió Visconti que uno de los grandes actores del cine usamericano, uno de los más cotizados, protagonizara sus películas? ¿Excelentes remuneraciones tan solo? ¿La importancia de su nombre, de su cine?
—En realidad, fue de rebote. Luchino quería a Lawrence Olivier o al gran actor ruso, Nikolai Cherkasov, o también a Marlon Brando. Pero no pudo ser. Y la 20th Century Fox le ofreció a Burt Lancaster, y tres millones de dólares si lo contrataba. La carambola fue un acierto absoluto. Burt Lancaster está soberbio. Yo no podría imaginarme ya otro príncipe de Salina. Y sí, luego volvieron a trabajar juntos en Confidencias, donde el actor americano vuelve a bordar su papel.
—Hablabas antes de obras maestras. ¿Qué es una obra maestra? ¿Cuándo una película puede ser considerada como tal? ¿Es algo subjetivo?
—Difícil pregunta. Yo diría que una obra maestra debe reunir varias cosas. La primera, sin duda, es que lleve el sello inconfundible de su autor, y en esa medida, sea original, irrepetible, única. Pero junto a ese sello debe además ser una obra redonda, profunda, consumada –no digo perfecta–, donde el autor refleje su oficio, pero también su talento, cuando no su genio. Tienes razón en que hay un elemento subjetivo en el juicio sobre una obra, pero creo que las obras maestras, tarde o temprano, terminan convenciendo a la crítica en general y se ganan el acuerdo intersubjetivo sobre su grandeza y calidad.
—Una pregunta por película. Sobre El gatopardo (que explicas maravillosamente): ¿un fresco de la historia italiana (siciliana) del siglo XIX? ¿Gramsci hubiera disfrutado si la hubiera podido ver?
—Yo creo que sí. Igual que Togliatti. La mejor manera de meterse en Gramsci es leyendo sus amplias reflexiones sobre el Risorgimento en los Cuadernos de la cárcel. Nadie como Gramsci vio los límites de la revolución en Italia en el proceso de unificación: el transformismo del partido de la acción, la subordinación a la burguesía moderada del norte, el papel de los intelectuales, la ausencia del elemento jacobino con la consiguiente exclusión del campesinado. De una u otra forma eso está en la película. Además, Gramsci era sardo, provenía de una parte muy pobre de Italia. Estoy convencido de que le habría encantado la perspectiva siciliana de El gatopardo. Y el fatalismo de Fabrizio le habría dado qué pensar, estoy seguro.
—¿Hay alguna referencia a Gramsci en el cine de Visconti?
—Referencias directas, no sabría decirte. Pero sí sé que Visconti tenía muy presente a Gramsci. De hecho, dice explícitamente que el relato histórico de El gatopardo está en consonancia con el análisis gramsciano. Es muy recomendable la entrevista que le hizo Antonello Trombadori a Visconti sobre El gatopardo. Allí dice Visconti de la aportación de Lampedusa que “en el terreno del arte no me ha parecido en absoluto contradictoria con la de la historiografía democrática y marxista de Gobetti, Salvemini o Gramsci”.1
—Sobre “Muerte en Venecia”. Hablas del eterno retorno de lo reprimido: ¿qué eterno retorno es ese? ¿Qué es lo reprimido?
—Más de lo que nos pensamos. Todos nos reprimimos muchas cosas, porque no podemos liberar todos nuestros deseos ni todas nuestras pasiones. La vida es autocontrol, y la buena vida tiene que ver mucho con el equilibrio funcional entre libertad y auto-represión que seamos capaces de alcanzar. Y la buena sociedad, también. No hay buenos ciudadanos si no saben renunciar a determinados intereses particulares, ni hay buenos Estados que no sepan modular y ajustar sus capacidades coercitivas.
En Muerte en Venecia, lo reprimido es lo erótico con todas sus pulsiones tanáticas, con su tentadora amenaza de caos (y libertad). Pero también es lo que se manifiesta como grotesco y tiene una dimensión de clase, de clase subalterna, eso que la Belle époque ocultaba bajo su gusto elitista y refinado, y su cosmopolitismo alto-burgués. Es lo reprimido en el orden burgués que estalla en la Gran Guerra.
—¿No hay demasiado Mahler en “Muerte en Venecia”? ¿No hay momentos en que la fuerza del adagietto de la Quinta y la belleza de muchas imágenes nos hace olvidarnos de todo lo demás? Nos envuelve la música, no el cine propiamente. Por lo demás, ¿por qué el adagietto?
—Muerte en Venecia debe tanto al adagietto de Mahler como éste a Muerte en Venecia, porque la película lo popularizó. Y su elección no es en absoluto casual. Lo explico en el libro. El adagietto es un pieza maravillosa llena de nostalgia, como la película. Y Visconti sabía lo que Mahler pretendió con ella: expresar ese deseo profundo de desconexión del mundo, de autodisolución en esa infinitud donde se funde la nada y el todo, en la unidad primigenia de la existencia, que también es la muerte. Y todo ello como consecuencia de la experiencia erótica, como autonegación en el amor.
—Hablas de que Platón entra en escena. ¿Qué Platón entra en escena?
—Uno de mis preferidos, el del Fedro y El Banquete, dos diálogos complementarios, pero muy distintos. Entra en escena el Platón que ve en eros una fuerza creativa, engendradora, inspirada por la belleza. Y no solo la belleza del cuerpo sino –yo diría que más aún– la del alma. Hay dos concepciones de eros en Platón, la dos apasionantes. Una te saca del mundo y te hace parecer loco, si bien esa locura es para Platón una locura divina. La otra te carga de deseo, te vuelve hacia el mundo, hacia el cuerpo amado. Pero ambos son caminos creativos, engendradores: uno te empuja a buscar la belleza y recrearla artísticamente; el otro, te pide que engendres vida.
—Entro en Ludwig. Titulas el apartado: “La insoportable gravedad del ser”. ¿Qué insoportable gravedad del Ser es esa?
—La de todo ser. Porque, Salvador, el ser pesa.
—De acuerdo, pesa, mucho a veces.
—Pesan las obligaciones, los compromisos, los deberes. Y por eso a menudo querríamos aligerar esa carga y huir, escapándonos a una realidad más ligera: la de nuestras ilusiones, nuestros sueños, nuestra intimidad, allí donde habitan nuestros deseos y nuestras fantasías. ¡¿Quién no ha sentido esa necesidad?! La de apartarse, la de alejarse del mundanal ruido de la cotidianeidad. Lo interesante de Ludwig –su derrota, su inmunda soledad final– es que mantiene esa huida con una coherencia absoluta, como una opción consciente. Pero, claro, tampoco crece, porque crecer implica soportar el ser, desenvolverse en el duro trabajo de la negación, como enseña Hegel, superar la frustración que te garantiza el mundo… para al final, con suerte, encontrar un equilibrio, ser reconocido por otros miembros de la comunidad, que también saben lo que es sufrir, y reconciliarte con tu mundo social. Ludwig –alma bella y desventurada hasta el final– no soporta la pesada realidad, no acepta su mediación, y por ello mismo tampoco puede reconocerse en la mirada del otro. Sucumbe a una inmunda soledad, degradado y enfermo pero pertinazmente coherente.
—¿Y qué atrajo a Visconti de la figura de Ludwig de Wittelsbach?
—Pienso que eso que te acabo de contar, y por supuesto, Wagner. Wagner no sería Wagner sin Luis II de Baviera. El lo rescató de la ruina y posiblemente del olvido. Bayreuth no existiría sin Ludwig y el wagnerianismo seguramente tampoco. Por cierto, me encanta la dureza con la que Visconti construye la figura de Wagner, no como músico –se sabía su música de memoria–, sino como burgués: interesado, mezquino pero, al final, triunfador. Wagner es rescatado por Ludwig, y termina reconciliado con la sociedad burguesa y reconocido por ella. Por el contrario, simultáneamente, Ludwig se hunde. Ese contraste entre estas dos biografías cruzadas está muy marcado en la película. Y muy logrado.
—¿Qué te parece la interpretación de Helmut Berger? Se ha comentado alguna vez que Visconti lo eligió por razones personales, de proximidad afectiva, no por razones artísticas.
—Es que Berger no era actor. No era más que un chico guapo de los que tanto gustaban a Visconti. Pero Visconti lo convirtió en actor, ya lo creo. En Ludwig va ganando a medida que avanza la película. Y en conjunto, creo que hace una interpretación extraordinaria. Y en La caída de los dioses o en Confidencias, está impresionante desde el principio. Aunque a mí me desagrada su expresión, el rictus de su rostro. Parece nacido para interpretar al Martin de La caída de los dioses.
—En “La caída de los dioses” Visconti vuelve a repetir con Dick Bogarde. ¿Qué valoración te merecen sus interpretaciones, tanto en “La caída” como en “Muerte en Venecia”?
—Dick Bogarde era un genio de la interpretación. En Muerte en Venecia rompe el molde. Si uno lee la novela y compara ciertas escenas, se asombra de cómo este actor era capaz de representar lo que solo la mejor literatura es capaz de expresar, y hasta superarlo. En algunos momentos Dick Bogarde supera a Thomas Mann.
—¿Simplifico mucho si apunto que “La caída” es una crítica cinematográfica del nazismo y de la maldad a ese sistema asociada?
—No, no simplificas. Para mí capta su perversidad intrínseca, su carácter diabólico, su aterradora economía del odio, su bárbaro irracionalismo. Bueno, y muchas otras cosas. Por ejemplo, su relación con el gran capital; o sus conflictos internos. Además, es muy eficaz porque se centra en los años de estabilización del régimen (entre el año 33 y el 35), antes de la guerra y del genocidio. Es una película inolvidable, imperecedera, necesaria.
—¿Por qué Visconti no hizo alguna película dedicada al fascismo italiano? ¿Le parecía un asunto menor?
—Visconti se sentía muy alemán, y La caída de los dioses es una visión wagneriana de Los Buddenbrook de Thomas Mann. Los Essenbeck de la película son como los dioses del drama de Wagner, que caen en la tercera generación, igual que en la novela de Mann. La película de Visconti une a las tres generaciones en un espacio claustrofóbico y cuenta esa decadencia brutal como el proceso de nazificación de la familia. Es magistral.
La verdad, no sé por qué hizo esta película en lugar de una sobre el fascismo italiano, pero estoy seguro de que no consideraba el fascismo como un asunto menor, ni siquiera en comparación con el nazismo. Visconti sufrió el fascismo en carne propia, y durante una época lo combatió con serio riesgo personal.
—No abuso más de tu tiempo. ¿Quieres añadir algo más?
—Solo que, como siempre, ha sido un enorme placer conversar contigo. Muchas gracias, Salvador.
—Gracias a ti querido viscontiano.
Nota
1. http://www.circulobellasartes.com/fich_minerva_articulos/Dialogo__con__Visconti_(5160).pdf (pág. 48)