El autor ofrece las claves para entender el sentir emocional que caracteriza el ascenso de la ultraderecha. A partir de ahí, la pregunta es necesaria: ¿por qué la derecha, y no la izquierda, canaliza esas emociones hacia su proyecto político?
1. El crash de 2008: aquí empezó todo
Corría el año 2012. La crisis económica derivada de la gran recesión hacía estragos en Europa. Las movilizaciones populares en España (15M y huelga general de marzo del 2012) y las violentas protestas en Grecia habían contagiado al conjunto del mundo occidental. Llegaron hasta el corazón del imperio: en Nueva York, la ciudadanía se manifestaba en Wall Street a través de Occupy. No había rastro de la ultraderecha en ninguna parte. Ni siquiera en Francia una primeriza Le Pen lograba pasar a segunda vuelta de las presidenciales que se dirimirían entre Sarkozy y Hollande, con victoria socialista.
Se vivía una fase de descomposición ideológica y orgánica del neoliberalismo. Los consensos económicos de la globalización tras la caída de la URSS se habían resquebrajado para siempre. Se terminó la luna de miel que fue desde 1991 hasta 2008, en la que el capitalismo sin cortapisas logró incorporar a todos los países exsoviéticos a su lógica. Una subsunción formal y material del conjunto del globo que tocó a su fin.
Esto se tradujo en una gran crisis de hegemonía que se extendió a todos los estamentos de poder. De esta manera, nadie se libró de la impugnación: crisis de representación, que conllevó una crisis de los partidos tradicionales y la posibilidad de emergencia de nuevas fuerzas políticas. Crisis de los medios de comunicación, que intentaban defender lo indefendible y perdieron la credibilidad ciudadana. Esto allanó el terreno para las fake news que tanto aprovechará la ultraderecha, y también para el surgimiento de nuevos medios. Crisis también de la institución científica por asociarse a aquello público y oficial, que abriría más adelante el campo para la conspiración que tocaría su techo con la pandemia de la COVID-19.
La crisis orgánica del capital dejó abonado el terreno para la irrupción de la ultraderecha, que explotará al máximo todas las derivadas del derrumbe ideológico del edificio neoliberal. Sin embargo, primero fue la izquierda popular la que aprovechó la oportunidad.
En 2012, tras dos décadas de inanición, digiriendo la derrota histórica de la URSS, la izquierda tomó la delantera. Vio el momento y supo conectar tanto con el pulso de la calle como con la propuesta constituyente subsiguiente. Se había aprendido la lección, se habían renovado los manuales, se venía de un periodo de reflexión profunda que permitió afrontar con garantías el nuevo escenario.
Así, en 2015, Tsipras se hacía con la presidencia de Grecia en una victoria electoral inimaginable tras décadas de bipartidismo. En España, Pablo Iglesias y Podemos lograban más de cinco millones de votos (un 20,2% de los sufragios) que, sumados al millón de votos de IU, posicionaban por primera vez a la izquierda del PSOE por encima de la socialdemocracia (6 millones de votos contra 5,5). Sanders hacía temblar los cimientos del Partido Demócrata norteamericano: Hillary Clinton tuvo que tirar de todo el aparato para detenerle. En Italia y Francia, tanto el M5S como Mélenchon empezaban a despuntar en las encuestas. Existió un momento popular liderado por las izquierdas en todo el mundo occidental.
Sin embargo, dos años después, todo había cambiado. La fragilidad del momento popular de izquierdas hizo tambalear unas apuestas valientes que volvieron a las zonas de confort clásicas, puede que impresionadas o intimidadas por su propia fuerza electoral. De discursos que bebían de la hipótesis nacionalpopular latinoamericana (soberanía popular, democratización de la economía y disputa del universal de la nación) se pasó a los clásicos ejes de la izquierda ilustrada de clase media (ecologismo, derechos de minorías, europeísmo). La derrota de Tsipras ante la Unión Europea tras el referéndum contra las draconianas medidas de austeridad fue un duro golpe del que costó mucho volver a levantarse.
En 2017, Trump fue nombrado presidente de Estados Unidos tras ganar a Hillary Clinton. Marine Le Pen lograba pasar a segunda vuelta de las presidenciales francesas, en un primer round contra Macron que se repetiría en 2022. En Italia, la Lega lograba su mejor resultado histórico (un 16%, base de lo que luego será Fratelli d’Italia) y, en España, se empezaba a fraguar el fenómeno VOX, que despertaría con una fuerza poderosa en 2018 (en las elecciones andaluzas). Quedaba el experimento italiano, con el Movimiento 5 Estrellas liderando el ejecutivo con el populismo de la Lega tras una importante victoria electoral, construida bajo la impugnación a las viejas elites económicas y políticas.
El mapa ya había cambiado. Ahora, recién estrenado 2023, la extrema derecha gobierna en Italia tras una aplastante victoria electoral, revalidó la presidencia de Hungría con Orban, así como la de Polonia con Ley y Justicia, VOX se mantiene alrededor del 15% del voto en España, Le Pen consiguió superar el 41% en Francia y se prepara para el asalto al Elíseo en 2027, al igual que Trump a la Casa Blanca en 2024. Una vez más, como en la década 2000-2010, solo América Latina se erige como nuevo faro de las izquierdas en el mundo. Al igual que en aquel momento, sendos liderazgos populares se han hecho con la presidencia de sus respectivos países bajo una apuesta nítida de izquierdas, no alineada con ninguna gran potencia occidental, aunque estén un poco más a la defensiva y con un rearme potente de sus respectivas derechas nacionales.
¿Qué es lo que ha sucedido para que la extrema derecha asuma el mando de las derechas en Occidente?
2. El miedo es la emoción dominante en el declive
Lacrisis del 2008 lo cambió todo. El derrumbe del sistema financiero americano arrastró al conjunto de potencias alineadas con Estados Unidos, mientras la periferia del mundo (China, Rusia, Brasil, India) daba un paso al frente, aprovechando la fragilidad occidental para seguir creciendo y ocupando mercados. Se empezó a dibujar un realineamiento global debido a la debilidad de Estados Unidos y la fortaleza de los países emergentes. Una nueva arquitectura en ciernes en el que nuevas potencias asumirían un rol protagonista, capaz de diseñar su modelo con una gran capacidad de negociación.
Los declives civilizatorios nunca se dan de un día para otro. Tardan décadas en materializarse. El fin de los consensos neoliberales supuso, en realidad, el fin de la propia creencia en la superioridad del sistema occidental en relación con otros sistemas económicos del globo. La izquierda occidental supo leerlo correctamente en su momento y, por eso, la apuesta radical por un sistema más justo que repartiera la riqueza y cambiara las reglas del juego conectó en aquel contexto destituyente. Todavía había esperanza en poder tomar el poder para transformar las relaciones de dominación.
Sin embargo, los viejos fantasmas suelen emerger cuando todo parece encaminado. Fue el politólogo Dominique Moïsi el que propuso una nueva forma de entender la geopolítica más allá de las relaciones económicas entre países. Según esta forma, aparte de los valores colectivos, hay unas narrativas que configuran los grandes estados de ánimo de las naciones. Así, Moïsi propone hablar de una “geopolítica de las emociones” en la que diversas potencias actúan bajo la influencia de diversos sentimientos: el miedo sería la emoción dominante en Occidente, la humillación en el mundo islámico y la esperanza en Asia.
Esta forma de enfocar los grandes estados anímicos que motivan a los diferentes gobiernos es bastante explicativa de la forma en la que nos enfrentamos a las problemáticas globales. El miedo en Occidente presiona en la dirección de ejecutar políticas más enfocadas a la seguridad y le empuja a estar constantemente a la defensiva en el plano ideológico. Si lo comparamos con la actitud del gobierno chino, por ejemplo, vemos que allí están movidos por la confianza en un futuro prometedor. Están a la ofensiva, movidos por la esperanza en sus propios valores, su sistema y su capacidad de liderazgo.
En Occidente hay miedo: miedo a los refugiados y a un mundo exterior que asoma cada día de forma trágica en las aguas del Mediterráneo. Miedo a Rusia y a las nuevas potencias emergentes. Miedo al cambio climático, miedo a las protestas sociales que ya no se saben gestionar de forma eficiente, miedo a las fake news y los populismos. Miedo, en definitiva, al futuro. Este miedo es el ingrediente principal del que se alimenta la extrema derecha, que ofrece discursos más tranquilizadores estructurados en torno al regreso de los valores fuertes y los Estados dispuestos a guerrear ante las turbulencias de nuestro siglo.
La extrema derecha ya no es futurista como el viejo fascismo italiano o el nazismo alemán, que prometía la gloria de un Tercer Reich. La extrema derecha es reactiva y busca, sobre todo, apaciguar los miedos derivados de las angustias existenciales que atraviesan el conjunto de Occidente. Sin una izquierda capaz de hacerse cargo de esas angustias existenciales, el terreno estará abonado para sus sucesivos triunfos electorales.
La ultraderecha no ha surgido contra la democracia “burguesa” o liberal. No están abandonando ningún barco sino asumiendo el mando. La compatibilidad de Meloni con la UE y la OTAN demuestra que la ultraderecha no está opuesta a las elites europeas, sino que son su expresión más recalentada. Aspiran a hacerse cargo de los miedos que las viejas derechas liberales ya no pueden afrontar. Aspiran a refundar en clave cristiana y civilizatoria Europa, para protegerla de las amenazas que la acecharían.
Es en este punto donde encuentran un gran tirón entre los electorados y una gran fortaleza en su hipótesis. A diferencia de muchas izquierdas populistas, las expresiones de ultraderecha apenas retroceden electoralmente desde que irrumpieron en la arena política porque se inscriben en un zeitgeist: son la expresión más nítida del colapso civilizatorio derivado de la crisis de 2008 y la pérdida de posiciones de Occidente en el mundo.
El primer gran nudo para desentrañar la fuerza política y discursiva de la ultraderecha radica en estos elementos geopolíticos, emocionales y políticos. Pero no es el único nudo. Hay otro que es prioritario abordar: la expresión de las clases trabajadoras excluidas del discurso público.
3. La distancia sentimental de las izquierdas con el pueblo
Cuando en Francia surgieron los chalecos amarillos, una protesta social con una envergadura enorme, mucha gente en la izquierda tuvo una desconfianza intuitiva contra aquellos “hombres” de las “provincias” que se movilizaban contra el impuesto al diésel. Esa misma desconfianza se percibió cuando los camioneros españoles hicieron un parón contra el gobierno de coalición en marzo de 2022 por las subidas del precio de la gasolina. Se les acusaba de estar instrumentalizados por la extrema derecha, en lugar de conectar emocionalmente con sus demandas (una justa reivindicación contra una escalada imposible de los precios).
Durante la última década, se ha ido inoculando un odio creciente contra las clases populares tanto en España como en el resto de Occidente. Esta estigmatización, perfectamente descrita en el fenomenal Chavs de Owen Jones, ha ido derivando en una demonización completa. Los obreros son representados como una panda de machistas y racistas. Lejos de combatir estos arquetipos, gran parte de la izquierda ha asumido como propios esos clichés. Muchas expresiones populares son sospechosas. De hecho, los ataques contra lo que se ha denominado “rojipardismo” están estructurados bajo esos prejuicios. El “rojipardismo” sería toda aquella “izquierda rancia” que no asume como propios los avances del feminismo o de la lucha contra el racismo (multiculturalismo).
En el intento de alinear la izquierda con las elites realmente existentes, el disciplinamiento discursivo ha venido del lado de la supuesta sofisticación de los postulados verdes, liberales y de tolerancia con lo diferente. Estas ideas políticas, presentadas como el sumun de la cultura, se postulan como un estadio más avanzado de lo humano. No hay análisis sobre los sesgos de clase de estas ideas urbanitas, pero operan con fuerza en los discursos mainstream.
La globalización creó ganadores y perdedores. Hoy, estamos en una fase que Esteban Hernández describe como de desglobalización, acentuada por la guerra de Ucrania, pero hay una parte de las elites y de las clases medias que siguen apostando por disolver las soberanías nacionales, convencidas de que la UE es el mejor horizonte posible. Así, una facción ilustrada de la clase media (periodistas, académicos, personas pertenecientes a las profesiones liberales y una parte del funcionariado) cree en una alianza con las elites globalistas. Mira hacia arriba por el vértigo que le produce mirar hacia abajo, hacia ese abismo de precariedad y pobreza del que forman parte más del 35% de nuestro país. Esa facción de la clase media en desaparición confía en ser incluida en las mieles del progreso de las elites y le tiene un pánico terrible a quedarse excluida, en la periferia del progreso.
¿Quién se hace cargo de los malestares, anhelos y voces de los de abajo si las clases medias ilustradas renuncian a aliarse con ellos? Pues es la ultraderecha la que aprovecha el flanco. La ultraderecha logra unificar a los excluidos por arriba (esas elites nacionales que fueron excluidas del globalismo) y a los excluidos por abajo (los perdedores de la globalización) bajo un único eje.
Tal como explica el geógrafo y ensayista francés Christophe Guilluy, las clases dominantes se postulan como la fuerza positiva del progreso, las únicas herederas de la mejor tradición de la cultura occidental (pureza) y las clases populares dejan de ser una referencia cultural positiva como ocurría antes de los años 80, pasando a ser las perdedores y fracasadas del sistema, culpables de su propia miseria y atraso político-moral. La desaparición de la clase media, para el francés, inaugura una nueva era en la que los de arriba se desentenderán de los de abajo, a los que condenarán a un ostracismo cultural y moral. De esta manera, las clases populares quedan excluidas como sujeto activo con voz propia.
Este quiebre entre el mundo de arriba y el mundo de abajo provoca, al mismo tiempo, que los expulsados de la sociedad (las clases populares) construyan sus propios relatos impermeables a los relatos de las clases dominantes. De aquí surge el populismo, como un regreso al pueblo, un intento de reconstruir la sociedad rota por la escisión de las elites. Sin embargo, este populismo puede bascular de un cierre autoritario (ultraderecha) o una apertura democrática (republicana).
Para que la expresión popular no sea monopolizada por la ultraderecha ni se reconduzca hacia lugares tenebrosos, es necesario volver a situar el bien común y la idea de pueblo en el centro de las políticas y los discursos. Recuperando el lenguaje popular y situando en positivo los valores de la comunidad. Una tarea importante es salirse de los juegos moralistas que las elites instrumentalizan para estigmatizar a las clases populares, para volver a situar la referencia cultural en las expresiones que vienen de abajo. Afirmando un proyecto propio que no se subordine ni a las viejas elites nacionales, ni a las nuevas elites globales, sino que asuma el mando de las alianzas interclasistas.
La ultraderecha es una expresión del colapso de Occidente. Hoy, es necesario hacerse cargo de este colapso si se quiere una solución democrática y popular a las sucesivas crisis. De la misma manera, hacerse cargo de las angustias existenciales que este colapso está provocando entre las mayorías sociales (miedos y malestares profundos), recogiendo en positivo una nueva expresividad que aspira a refundar la idea de pueblo ante la fragmentación y disolución de lo social propuestas por las elites. De otra manera, la ultraderecha seguirá conquistando espacios políticos, sociales y culturales, acumulando más victorias electorales. En nuestras manos está no permitirlo.