El mundo según Trump

Marta Roca

El mundo según Trump
Podríamos ironizar preguntándonos si Donald Trump es real o se ha escapado de una película de dibujos animados. Pero es mejor no tomarse a broma a quien dispone del botón nuclear y está probablemente dispuesto a utilizarlo.

Donald Trump es un personaje peculiar, nieto de un propietario de prostíbulos e hijo de un miembro del Ku-Klux-Klan; millonario neoyorkino, empresario que se ha declarado cuatro veces en quiebra para no pagar sus deudas (algo que permite el paraíso legislativo norteamericano), abiertamente xenófobo: sus diatribas durante la campaña contra la inmigración y contra los mexicanos le dieron, con probabilidad, millones de votos entre los norteamericanos blancos y pobres, temerosos ante la llegada de nuevos inmigrantes. Trump está próximo a la derecha supremacista blanca, y ha puesto a uno de sus principales defensores, Steve Bannon, en el centro de las decisiones de la Casa Blanca. Trump es, además, racista, histriónico, mentiroso, grosero y ofensivo con las mujeres: un sujeto peligroso.

Nada más llegar a la presidencia, prohibió la entrada en el país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, medida que paralizó un tribunal federal, aunque Trump ha afirmado que prepara una nueva orden ejecutiva para impedir la llegada a Estados Unidos de personas de esos siete países y John Kelly, secretario de Seguridad Nacional, ha decidido contratar a quince mil nuevos agentes para agilizar la deportación de inmigrantes indocumentados. Trump defiende el proteccionismo, como Le Pen y Farage, apoya la construcción de los oleoductos en Dakota, y niega el cambio climático; insiste en la construcción de un nuevo muro en la frontera con México, que amplíe el existente; legitima la tortura y las cárceles secretas, elimina normas financieras que protegían a los ciudadanos para favorecer a la plutocracia, mantiene una guerra abierta con medios de comunicación y con los servicios secretos. Su tramposo y demagogo lema, “América, primero”, revela su comunión con el viejo unilateralismo norteamericano, dispuesto a imponer sus intereses en el mundo.

Ha nombrado consejero a un supremacista blanco, Steve Bannon, que mantiene posturas abiertamente racistas y es partidario del enfrentamiento con el mundo islámico; al ejecutivo petrolero Rex Tillerson como secretario de Estado, y tiene cerca al joven Stephen Miller, otro racista, islamófobo y partidario de la mentira, quien le redacta los discursos. También nombró a Michael Flynn asesor de seguridad nacional, aunque se ha visto obligado a sustituirlo. Las equívocas explicaciones de Flynn sobre sus conversaciones, todavía con Obama como presidente, con el embajador ruso Sergéi Kislyak (que fueron grabadas por los servicios de contraespionaje y reveladas por el Washington Post) acerca de la actitud del nuevo gobierno Trump sobre las sanciones a Rusia, y su incompleta información al vicepresidente Mike Pence, llevaron a su dimisión, forzada por la presión de los medios de comunicación, por la investigación abierta por el FBI y por las constantes filtraciones de la CIA y otras agencias. Todo parece indicar que, en su conversación con Kislyak, Flynn pretendía moderar la respuesta de Moscú a la expulsión por Obama de treinta y cinco diplomáticos rusos, jugando con la posibilidad, sin concretarla, de abrir una nueva etapa en las relaciones entre ambos países. De hecho, esa iniciativa llevó a que Putin no respondiese a Obama con una expulsión equivalente de diplomáticos norteamericanos.

Trump quiso sustituir a Flynn con el vicealmirante Robert Harward (el candidato sugerido por el propio Flynn), que no aceptó el nombramiento, y, finalmente, optó por el general Herbert Raymond McMaster. Trump ha nombrado también al teniente general Keith Kellogg, que ocupará el cargo de jefe de gabinete del Consejo de Seguridad Nacional. Flynn, el dimitido asesor de seguridad nacional de Trump, es un personaje peculiar, que ha trabajado en misiones de espionaje con los comandos de operaciones especiales SEAL, y a quien Melvin Goodman, antiguo analista de la CIA, ha calificado de fantasioso e incompetente. El asunto, agitado por la prensa, ha hecho creer tanto a los demócratas como a muchos republicanos que puede acabar en un proceso penal. Si realmente existía un plan para anular las sanciones a Rusia, la caída de Flynn lo ha hecho más difícil, no tanto porque fuera el valedor real de esa hipótesis, sino porque fortalece a los servicios secretos que quieren mantener la política exterior de Washington sin cambios significativos, y refuerza a los dirigentes del Partido Republicano siempre inclinados a la mano dura contra Moscú. Tanto Flynn como Tillerson conocen al presidente ruso Putin.

Sean Spicer, portavoz de la Casa Blanca, anunció una investigación y la adopción de medidas por su gobierno para terminar con las filtraciones. El nuevo equipo de Trump ha sido recibido con gran desconfianza por la estructura del poder en Washington, hasta el punto de que sus conversaciones con dirigentes extranjeros han sido filtradas a la prensa: desde sus palabras con Malcolm Turnbull, primer ministro australiano acerca del acuerdo sobre la acogida de refugiados firmado con Obama, hasta aspectos de su conversación con Putin. El propio Trump ha hecho pública referencia a las filtraciones, que considera un escándalo. Nunca había ocurrido algo semejante en Washington, durante las primeras semanas de un nuevo gobierno. Steve Schmidt, que trabajó con la Casa Blanca de George W. Bush, ha afirmado ante la maraña de veneno que se expande por Washington que “la incompetencia, el desorden y las filtraciones no tenían precedentes”. Las acusaciones sobre la supuesta intromisión de Moscú en las elecciones norteamericanas, repetidas hasta la saciedad pero de las que no se ha ofrecido la más mínima prueba (¡pese a que se afirmó que se harían públicas!), eran apenas el aperitivo de lo que vendría después. En enero de 2017, antes de la toma de posesión de Trump, todavía con Obama en la presidencia, los servicios de espionaje facilitaron a la prensa un truculento informe supuestamente elaborado por un antiguo miembro del espionaje británico que aludía a grotescas escenas de cama de Trump en un hotel de Moscú. La reacción de Trump fue fulminante, acusando directamente a las agencias de espionaje norteamericanas y preguntándose en público: “¿Estamos viviendo en la Alemania nazi?” Los servicios de espionaje sabían que dando difusión a un resumen de ese informe le otorgaban credibilidad, aunque después tampoco se han ofrecido pruebas de sus afirmaciones.

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Al nuevo Secretario de Defensa, James Mattis, le llaman mad dog.

Navegando en un enrarecido ambiente donde se producen constantes filtraciones y actúan grupos de intereses diversos (dentro de la Casa Blanca y fuera de ella), donde se combaten y filtran informaciones interesadas, Trump ha entrado como un elefante en una cacharrería, intentando combatir las revelaciones de los servicios secretos, de la CIA y la NSA, que están intentando minar su presidencia, y recibiendo fuego amigo del establishment norteamericano: John Brennan, ex director de la CIA, rechazó públicamente las acusaciones de Trump contra las agencias de espionaje norteamericanas. La mayor parte de esos servicios secretos y de las agencias de inteligencia eran partidarios de Clinton durante la campaña electoral, y temen que un imprevisible Trump cambie el rumbo de la política exterior que Estados Unidos ha seguido durante las presidencias de Bush y Obama. El nuevo secretario de Defensa, Mattis, perro loco, un fanático militar partidario de la mano dura en el exterior e implicado en matanzas en Oriente Medio, es uno de los viejos guerreros del Pentágono que va a guiar la mano de Trump.

Que en Washington existan serias diferencias sobre la política exterior no significa que Trump no participe de la visión de Estados Unidos como un país providencial, excepcional y único. Su gobierno ha declarado que todos los países deben aceptar que Estados Unidos sea el sheriff del mundo, aunque es probable que sobreestime la fuerza que posee para imponer su visión. Ha amenazado a Irán, y ha tenido intercambios complicados con Peña Nieto, con el primer ministro australiano, e incluso con Merkel y Hollande, siempre complacientes con los presidentes norteamericanos, y ha señalado al vicepresidente de Venezuela, Tareck el-Aissami, como un narcotraficante. Apoya a Israel, y ello significa que el problema palestino va a continuar enquistado, con el abandono de la idea de dos estados, israelí y palestino, conviviendo. Trump, además, había afirmado durante la campaña electoral que Siria no debía estar en el centro de las preocupaciones de Estados Unidos, al contrario de lo que hizo Obama y los servicios de inteligencia, y al revés de lo que preconizaba su rival Clinton. Por el momento, la presión posterior sobre Trump ha hecho que continúe el apoyo norteamericano a los grupos armados yihadistas que combaten al gobierno de Damasco, a la espera de un nuevo examen de la política estadounidense. Se ha jactado de tener un “plan secreto” para Siria e Iraq, aunque no se conoce ningún detalle al respecto.

En el escenario internacional, Trump se ha interesado sobre todo por la contención de China, los vínculos y vecindad con México, la situación en Siria y Oriente Medio, y la relación con Rusia. La escasa capacidad de análisis estratégico del nuevo presidente norteamericano le ha llevado a especular con guerras comerciales con China, incluso con la Unión Europea, mientras postulaba un severo proteccionismo interno, y sugería un acercamiento a Moscú. La supuesta inclinación hacia Rusia del nuevo secretario de Estado, Rex Tillerson, no resiste la prueba de los hechos: el antiguo ejecutivo de Exxon, sin experiencia diplomática, está más preocupado por los negocios petroleros que por las cuestiones internacionales, y, en ese terreno, quiere derribar al gobierno venezolano, acariciando el objetivo de su petróleo.

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Que el abuelo de Trump fuese miembro del Ku-Klux-Klan no es mera anécdota.

La primera conversación telefónica con el presidente ruso, el 28 de enero, sirvió para que Trump se declarase dispuesto a estabilizar las relaciones entre los dos países, a coordinar su acción en Siria para acabar con Daesh, y a colaborar en la lucha contra el terrorismo, y en la búsqueda de soluciones para el conflicto palestino-israelí, para el conjunto de Oriente Medio y para el programa nuclear iraní. Hablaron también de la “cuestión coreana” y de la no proliferación nuclear en el mundo. Desmintiendo los augurios de un acercamiento, Trump anunció a Putin que Estados Unidos no iba a renovar el tratado nuclear START de 2010, alegando que había sido “un mal negocio” para su país, y que favorecía a Rusia. En un alarmante rasgo de su escasa preparación sobre los problemas internacionales, Trump tuvo que preguntar a sus asesores, durante su conversación con Putin, qué era el Tratado START.

Rusia permanece todavía a la expectativa sobre el nuevo rumbo que Trump imprimirá a las relaciones entre ambos países, aunque las señales no son tranquilizadoras para Moscú: Mike Pence hizo responsable a Rusia de la situación de guerra en Ucrania, del incumplimiento de los acuerdos de Minsk, y exigió que Crimea volviera a ser territorio ucraniano. Como es lógico, Pence no hizo ninguna mención al apoyo norteamericano al golpe de Estado en Kiev en 2014, que llevó al poder a la extrema derecha y a simpatizantes del fascismo, ni a la dramática situación a la que Poroshenko ha llevado al país, inmerso en una dura crisis mientras las bandas paramilitares fascistas aterrorizan a quienes se muestran contrarios al gobierno. Moscú quiere pacificar el Donbás, y es obvio que no quiere mantener una guerra en sus fronteras. Pence no está solo: Lindsey Graham, un senador republicano de posiciones extremistas, ha anunciado públicamente que el Congreso norteamericano le va a “patear el culo a Rusia”, aprobando nuevas sanciones económicas. Por si no fuera suficiente, ha denunciado también que Moscú va a intentar influir en las elecciones alemanas y francesas, alimentando las obsesiones sobre el espionaje ruso.

Moscú pretende desde hace años normalizar sus relaciones con Washington, pero se siente engañada por la diplomacia norteamericana: Obama llegó al poder en 2009, y una de sus primeras decisiones fue enviar a Hillary Clinton a Moscú con un simbólico “botón de reinicio” de las relaciones entre ambos países para “empezar de cero”, inaugurando una etapa de colaboración para afrontar los principales problemas del mundo, tras el convulso período de Bush. El reinicio nunca se concretó, y, por el contrario, dos años después, en 2011, Moscú vio con impotencia cómo su abstención en el Consejo de Seguridad de la ONU para la creación de una zona de exclusión aérea en Libia, fue utilizada por Estados Unidos para iniciar una guerra de agresión y derribar a Gadafi. Hillary Clinton había dado garantías a Rusia de que su abstención no implicaría que la OTAN interviniese en el país. Después, Clinton celebró entre risas el linchamiento y asesinato de Gadafi, y si Siria no corrió la misma suerte cuando Washington empezó a armar a grupos yihadistas para derribar el gobierno de Bachar al-Asad, fue porque Putin decidió ayudar a Damasco. Con esos antecedentes, en Moscú no esperaban nada de Clinton si ganaba las elecciones norteamericanas, conociendo su agresividad hacia Rusia, que le llevó incluso a sugerir a Obama un endurecimiento de su relación con el gobierno ruso y preparar un plan de ataque militar a Siria. Dando una vuelta de tuerca más, Obama y Clinton llegaron a calificar a Putin como un dirigente en quien no se podía confiar, y, en esas enrarecidas relaciones, era lógico que Moscú permaneciese a la expectativa sobre las intenciones de Trump, que había declarado públicamente la conveniencia de que Estados Unidos y Rusia colaborasen en Oriente Medio. Pero todo indica que las relaciones no van a mejorar.

Otro aspecto relevante de los vínculos entre ambos países es la actuación de la OTAN. Trump había declarado obsoleta a la organización, alegando el elevado coste económico que supone para Washington, pero esas palabras eran apenas una ocurrencia de candidato. Mattis, el responsable del Pentágono, ha dejado clara la identificación norteamericana con la OTAN, y Jens Stoltenberg, secretario general de la alianza, afirmó a mediados de febrero de 2017 que “el diálogo de la fuerza [con Rusia] funcionó antes y funcionará ahora”. Era una amenaza en toda regla y un duro lenguaje de guerra fría, más grave si cabe porque la pronunció tras un llamamiento del ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, a reanudar la cooperación entre Moscú y Washington. Stoltenberg apuesta por el estacionamiento de nuevas fuerzas cerca de las fronteras rusas mientras se muestra públicamente partidario de “dialogar” con Moscú. La OTAN tiene previsto aumentar su despliegue en el Mar Negro y disponer de cuatro nuevos grupos militares en Polonia, Estonia, Letonia y Lituania “listos para el combate” en junio de 2017, algo que sólo puede ser visto con preocupación por Moscú. Siguiendo el interesado guión de la alianza militar, Stoltenberg alega que todas las medidas de la OTAN “tienen carácter defensivo”. Putin ha recordado que la OTAN calificó a Rusia, en julio de 2016, como “la principal amenaza para la seguridad de los aliados”, y los inicios de la presidencia Trump no han sido esperanzadores: las sanciones norteamericanas a Rusia no han sido retiradas.

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China es la gran obsesión del nuevo gobierno norteamericano. El superávit comercial chino con Estados Unidos fue utilizado por Trump en sus demagógicos ataques a Pekín. Trump ha señalado a China como una pieza a abatir, especulando durante la campaña electoral con la posibilidad de imponer altos aranceles a los productos chinos que llegan a Estados Unidos, obviando que las relaciones están sujetas a las normas de la Organización Mundial de Comercio, OMC, y dejando también de lado la generosa contribución china a la estabilidad monetaria norteamericana gracias a la compra de bonos del Tesoro: se calcula que China es el principal acreedor extranjero con, aproximadamente, 1,15 billones de dólares en bonos de su propiedad, aunque la mayor parte de esa deuda del Tesoro está en manos de ciudadanos norteamericanos, de fondos de inversión y de pensiones y de la propia Reserva Federal.

Durante la presidencia Obama, Washington procuró intervenir en la disputa regional sobre las islas e islotes en el Mar de la China del sur, asunto que enfrenta a China, Malasia, Vietnam, Brunei y Filipinas. Pekín trabaja en el marco de la ASEAN para llegar a un acuerdo satisfactorio para las partes, al tiempo que la diplomacia norteamericana envenena las diferencias para estimular la desconfianza de los países del sudeste asiático hacia Pekín. Las diferencias se centran en las islas Spratly, controladas por China, que reclaman también Taiwán, Malasia, Filipinas, Vietnam y Brunéi. A su vez, las islas Huangyan son fuente de disputas entre China, Taiwán y Filipinas; y las islas Paracelso, en poder de China, donde también Taiwán y Vietnam reclaman derechos.

El mundo según Trump

El poderoso portaaviones USS Carl Vinson ha sido enviado al Mar de China.

Estados Unidos utiliza el pretexto de su “defensa de la libertad de navegación” en la zona para intervenir políticamente: en febrero, el nuevo gobierno Trump envió al Mar de la China del sur el portaaviones USS Carl Vinson, equipado con más de sesenta aviones de combate, así como el destructor Wayne E. Meyer, y algunos de sus buques de guerra anclados en Singapur patrullan regularmente las aguas de ese mar. Por su parte, el secretario de Estado Tillerson aseguró ante el Congreso norteamericano que su país debe bloquear el acceso chino a las islas en disputa, así como a las islas artificiales que Pekín ha construido. No debe olvidarse que la mayor parte de las exportaciones chinas y de la llegada de materias primas e hidrocarburos transitan por ese mar, un espacio estratégico vital para China. Envenenando las relaciones, Trump ha llegado a mostrar su apoyo a que Japón y Corea del sur dispongan de armamento nuclear, supuestamente para no depender de la defensa norteamericana. Además, Washington ha dejado claro con el viaje de James Mattis a Japón que su pacto de defensa con Tokio cubre a las islas Diaoyu (Senkaku según la denominación japonesa) que tanto Pekín como Tokio consideran propias.

Para acabar de irritar a Pekín, Trump puso en duda la “política de un solo país”, suscrita por Estados Unidos desde hace treinta años, y que supone el reconocimiento de que la República Popular China y Taiwán forman una sola entidad política, aunque nadie por el momento ponga en cuestión el actual statu quo de la isla. La convivencia con China va a ser uno de los principales asuntos de interés para Trump, y aunque Rusia apuesta por mejorar sus relaciones con Estados Unidos, tiene sólidos acuerdos con China y es muy dudoso que abandone a su aliado.

En una paradoja de los nuevos tiempos que llegan, ese Trump racista, mendaz, bufón, grosero y machista, un sujeto peligroso para cualquiera, está siendo atacado por los oscuros poderes de Washington que han ensangrentado Oriente Medio, agredido por la falaz prensa norteamericana, al tiempo que las cloacas de los servicios secretos arremeten contra él. Mientras Trump sigue definiendo su visión del mundo, y empieza a entrever la complejidad de las relaciones internacionales, lejos de sus chanzas de ignorante y de sus ocurrencias de aficionado durante la campaña electoral, el Pentágono, los servicios secretos, la CIA y la NSA, y la gran prensa norteamericana, se aprestan a seguir combatiendo el entrevisto peligro de un cambio de la política exterior que hasta ahora ha seguido Estados Unidos, utilizando para ello todos los recursos de que disponen, y jugando incluso con la amenaza de que Trump pueda perder la presidencia.