Aquí se expone una síntesis de las tesis del teórico del nacionalismo Miroslav Hroch y su aplicación al movimiento nacionalista catalán, tesis que contribuyen a arrojar luz sobre las contradicciones de fondo del proceso soberanista.
Miroslav Hroch es un historiador checo y teórico del nacionalismo que goza de reconocimiento internacional. En la década de 1960 formuló unas tesis según las cuales el éxito de un movimiento nacional está estrechamente vinculado a las condiciones sociales donde se desarrolla, y que ha completado con el análisis comparativo de los movimientos nacionales europeos. Desde entonces ha refinado y ampliado su teoría en docenas de publicaciones.
Hroch ha investigado las “pequeñas naciones” europeas del siglo XIX. Las “pequeñas naciones” o “grupos étnicos subalternos” se desarrollan en el territorio de una “gran nación” dominante. Las nociones de “pequeña” y “gran” nación no se explican por el número de sus miembros, sino por la relación de subordinación entre ellas, como en el caso de la nación flamenca de lengua holandesa respecto a la nación belga francófona. Nunca el número de hablantes del holandés ha sido inferior al de francófonos, ni han sido una minoría demográfica. Sin embargo, pueden ser calificados de minoría sociológica ya que su lengua está en una situación subordinada en una sociedad donde hablar francés era más ventajoso, sobre todo en el terreno socioeconómico.
El análisis empírico de Hroch respecto a los grupos étnicos subalternos en Europa se concentra en el “siglo XIX largo” –el periodo comprendido entre la Revolución Francesa (1789) y la Primera Guerra Mundial (1914-1918)– y compara cierto número de movimientos nacionales. Su análisis sitúa a estas naciones sin Estado en el contexto de las grandes transformaciones sociales de la época en un triple ámbito: social, con el surgimiento y desarrollo de la clase obrera; económico, con la emergencia del capitalismo industrial, y político con el advenimiento de la democracia de masas.
Los movimientos nacionales de las “pequeñas naciones” tienen éxito cuando su programa se funde con los intereses de las clases sociales que estructuran la sociedad capitalista: la clase obrera y las élites capitalistas. Según Hroch, la nación pequeña se caracteriza por su estructura de clases incompleta. Cuando estas clases sociales encuentran su lugar en la pequeña nación, esta deja de serlo, pues ya no está subordinada a la gran nación en la cual se desarrolló. La construcción nacional no finaliza hasta que su composición social se corresponde con la sociedad de clases típica del capitalismo y está apoyada desde las élites financieras y los propietarios agrícolas hasta el proletariado, pasando por la clase media.
Hroch demuestra que la construcción de la nación se inscribe en el marco de las transformaciones sociales que están en la génesis de las sociedades modernas. Considera la creación de la nación como un nexo en la transición de la sociedad feudal a la capitalista. Entonces, el Tercer Estado se identifica con la nación y la clase obrera se integra en el proceso. El autor concluye que la construcción de las naciones modernas no es solo consecuencia de un conjunto de relaciones sociales objetivas, además requiere de un cambio de mentalidad al menos de una parte de la población. Así relaciona las transformaciones sociales con el cambio de mentalidad percibidos como dos facetas de un mismo proceso.
Igualmente se pregunta por las condiciones en que el patriotismo de la pequeña nación se difunde, cómo el sentimiento nacional se enraíza en la conciencia individual y cómo este desarrollo está influenciado por las relaciones sociales, económicas y políticas objetivas que vinculan al individuo y su entorno. Constata que la construcción de la nación se complica por el hecho de que su movimiento nacional se dirige no solo contra las élites del Antiguo Régimen, sino también contra las nuevas clases dirigentes de la sociedad burguesa. Esto provoca la emergencia de élites alternativas opuestas a las élites dominantes de la gran nación. En este proceso la lengua popular constituye, a menudo, aunque no siempre, un instrumento utilizado por la pequeña nación.
Fases, estadios y tipos
Hroch distingue tres fases en los procesos de transformación nacional. En la fase A, un pequeño grupo de intelectuales apasionados, que llama “patriotas”, manifiesta su interés por la cultura y tradiciones de la pequeña nación. En la fase B, los patriotas organizan una intensa agitación nacionalista en el marco de asociaciones y agrupaciones nacionales, en revistas y publicaciones. Durante la fase C, el movimiento nacional adquiere una dimensión de masas e integra a la clase obrera. Según los casos se reclama la autonomía política o la construcción de un Estado propio.El autor distingue entre el concepto de “patriotas”, las élites que están dando forma a la pequeña nación con sus acciones, del de “nacionalistas”, referido a la perspectiva ideológica según la cual la nación tiene derecho a un Estado propio.
Estas tres fases se inscriben en el proceso de transformación social comportando, a su vez, tres estadios. El estadio 1, caracterizado por la lucha contra el Antiguo Régimen, las revoluciones burguesas y el advenimiento del capitalismo industrial. El estadio 2, marcado por el avance del capitalismo industrial y la aparición de la clase obrera. El estadio 3, definido por el crecimiento económico y la importancia creciente de la comunicación de masas.
En función del momento en que las tres fases y los tres estadios se producen, Hroch distingue cuatro tipos de movimientos nacionales.
En el Tipo 1 o “integrado” el pasaje de la fase A a la B precede a la revolución industrial y la transición de la fase B a la fase C se efectúa simultáneamente a la revolución industrial y burguesa. La agitación del movimiento de la pequeña nación coincide con la lucha contra el Antiguo Régimen y desarrolla un programa democrático. La fase C puede verificarse antes del advenimiento de un movimiento obrero organizado que se integra rápidamente en el proceso de construcción nacional que finaliza rápidamente. Un ejemplo de ello son los movimientos nacionales checo, noruego, húngaro, finés y estonio. En el caso checo la industrialización se verificó cuando el movimiento nacional estaba en la fase de transición hacia la fase C. En los otros casos, no empezó hasta el periodo de movimiento nacional de masas. Cuando el movimiento nacional define su identidad en las condiciones del Antiguo Régimen, desarrolla los principios de igualdad y democracia como parte integral de su programa como en el caso checo, noruego y estonio.
En aquellos países donde el proletariado moderno empezaba a existir cuando el movimiento nacional había entrado en la fase de masas, se dan las condiciones para que los trabajadores acepten la identidad nacional y el movimiento obrero organizado perciba que los trabajadores pertenecen a una comunidad nacional. El internacionalismo mantiene posiciones más fuertes cuando el proletariado se había formado antes que la agitación nacional hubiese conseguido imponerse, aunque esto se halla condicionado por la fuerza del sentimiento de identidad étnica de los obreros.
En el Tipo 2, “diferido” o “retardado”, la evolución es similar, pero la transición de la fase B a la fase C se retrasa a causa de la represión del Estado dominante o por un desarrollo socioeconómico desigual en el territorio. La transición de la fase B a la C tiene lugar paralela o posteriormente al conflicto de clases de la sociedad capitalista. El proceso de formación de la nación se produce pues tardíamente. Así, la transición hacia el movimiento de masas se realiza en el marco de un sistema político constitucional y cuando la industrialización se había desarrollado en el grupo étnico no dominante. Para Hroch no todos los movimientos de esta tipología se dan en la misma forma. En el caso eslovaco, el movimiento nacional fue retardado por la ola de magiarización de la década de 1870. En el caso lituano, no solo por la represión, sino porque las identidades polaca y lituana no estaban claramente diferenciadas. Algo semejante ocurre con los croatas y eslovenos, pues en la fase B juguetearon con la idea del ilirismo. El atraso económico fue determinante en el caso letón. De modo que la consciencia de clase entre los trabajadores se formó antes que el movimiento nacional lograse integrarlos y eso explica la fuerza del internacionalismo entre la clase obrera de este país.
En el Tipo 3, “insurgente” o “balcánico”, el movimiento nacional adquiere rápidamente una dimensión de masas. La fase B se implanta antes de que se impongan los principios constitucionales y las libertades civiles. La lucha por la liberación nacional contiene elementos de transformación del sistema político y adquiere la forma de revolución cívica, a menudo a través de la lucha armada o una insurrección. Este es el caso de los movimientos nacionales griego, serbio, búlgaro y macedonio en su lucha contra el imperio otomano. La agitación nacional o incluso el movimiento de masas puede producirse cuando la fase A o cultural está insuficientemente desarrollada.
En el Tipo 4, “desintegrado” o “fragmentado”, el pasaje de la fase A la B, es decir la agitación nacional, comienza bajo las condiciones de una sociedad civil y un Estado constitucional y a menudo cuando ha empezado la industrialización. De manera que experimentan serias dificultades para ganarse la adhesión del movimiento obrero que desde hacía tiempo se había organizado sindical y políticamente en el marco de la nación dominante. Este es el caso de los movimientos nacionales en Gran Bretaña, Flandes, Catalunya, País Vasco, Galicia y Bretaña; es decir, en los Estados multiétnicos occidentales. Los pioneros de estos movimientos nacionales tienen muchos problemas para difundir la identidad nacional, incluso definirla como regional o territorial. Otra cuestión fundamental radica en encontrar su lugar en el espectro político cuando los conflictos ideológicos y de intereses de clase ya estaban formulados en partidos políticos institucionalizados. Para Hroch, el movimiento nacional se enfrentaba a estos problemas tanto si había planteado en primer lugar objetivos lingüísticos y culturales como en el caso de Gales, Catalunya o Flandes, como políticos como en Escocia. De manera que la pequeña nación no puede acabar su proceso de construcción.
El movimiento nacional catalán
Un análisis integrado de la historia del nacionalismo catalán desde la relación triangular clase/nación/ideología nos permite conocer mejor su ideología y su estrategia política. Un análisis de la construcción nacional que ha de tener en cuenta tanto las relaciones sociales objetivas como la percepción subjetiva de estas relaciones, así como los efectos sociales estructurales que, a su vez, genera la construcción nación.
En el caso catalán la fase A arranca con un cierto retraso respecto a otros movimientos nacionales como el magiar, checo, eslovaco o griego que exaltan sus respectivas lenguas en la segunda mitad del siglo XVIII. Aquí la primera reivindicación del idioma se produce con la Oda a la Pàtria de Carles Aribau (1833) donde, según la historiografía nacionalista, por primera vez se identifica lengua y patria, que con el tiempo se convertiría en la principal idea-fuerza del movimiento. Ahora bien, un análisis más profundo del poema, como ha mostrado Joan-Luís Marfany, indica que el término “patria” carece del significado nacionalista atribuido, más bien responde al tradicional lugar de nacimiento y la identificación se establece con el paisaje.
Además este poema es un hecho aislado, sin la suficiente continuidad y Aribau publicó prácticamente toda su obra en castellano. En principio la defensa y exaltación de la lengua vernácula se remitía a la tradición literaria de estos idiomas en la Edad Media o a inicios de la Edad Moderna. Ahora bien, lo que resulta específico del caso catalán es, como ha demostrado Marfany, la apuesta de la burguesía catalana por la construcción del Estado liberal y constitucional español, lo cual llevaba aparejada la aceptación del castellano como idioma nacional, aunque con la singularidad de no abandonar la lengua catalana en sus usos cotidianos. Se trata de un caso palmario de diglosia con bilingüismo que se impone en la segunda mitad de la década de 1830 con el triunfo de la revolución liberal. Precisamente esta fue la intención de la restauración de los Juegos Florales (1859), en cuyo discurso inaugural su presidente Milà i Fontanals afirmaba que “amb un estusiasme barrejat de un poch de tristesa, li donem aquí á aquesta llengua una festa, li dedicam un filial recort, li guardem almenys un refugi”1. Para Marfany “el parlament de Milà mostra, al contrari, que la ‘restauració’ dels Jocs Florals no era sinó la torna de la disglòssia absoluta que la burgesia catalana adoptava com a part essencial de la seva ideologia de classe que volia ser rectora de la nació espanyola en construcció. La lliure renuncia a la llengua pròpia en tot ús escrit era sentimentalment compensada amb aquest gest emfàticament simbòlic –vull dir inequívocament dissociat a qualsevol repercussió en qualsevol altre espai social.”2
Otros autores apuntan a la publicación de la recopilación de los poemas de Joaquim Rubió i Ors, con el pseudónimo Lo Gaiter del Llobregat (1843), en cuyo prólogo se afirma que Catalunya no puede aspirar a la independencia política pero sí a la literaria. Más sólidos resultan los planteamientos que ubican el arranque de la Renaixença entre 1860 y 1870. En la década de 1860, Serafí Soler Pitarra reivindicó el teatro en lengua catalana, que logró un gran éxito popular. En la década de 1870 nacen y se consolidan dos revistas en catalán llamadas a tener una larga vida, La Campana de Gràcia y L’Esquella de la Torratxa.
No obstante, en esos años tanto la prensa periódica como las populares novelas por entregas en castellano acaparan al público lector, en un momento en que la lengua catalana escrita no está estandarizada. En realidad, la sociedad catalana resulta un claro ejemplo de diglosia, donde el idioma vernáculo estaba reservado para ciertos usos subalternos y la lengua culta era el castellano. Incluso autores que escribían en catalán consideraban imposible su uso en materias como la ciencia o la filosofía. La década de 1880 señala un punto de inflexión en la Renaixença con los grandes poemas de Jacint Verdaguer, los dramas de Àngel Guimerà y las novelas de Narcís Oller. Especial mención merece el gran escándalo suscitado por Guimerà en su discurso inaugural –La llengua catalana (1895)– en su toma de posesión como presidente del Ateneu Barcelonés, pronunciado en catalán, que significó una ruptura con las prácticas diglósicas. No obstante, no será hasta la década de 1910 cuando Pompeu Fabra logra el consenso para estandarizar la ortografía y la gramática catalana. Así, en 1913, publica las Normes ortogràfiques, objeto de una larga discusión y en 1918, la Gramàtica catalana, que fue adoptada oficialmente.
Desde la perspectiva de las transformaciones económicas, a finales del siglo XVII y durante todo el XVIII, como ha explicado Pierre Vilar, se verificó un proceso mediante el cual la agricultura catalana empieza dejar de producir para el autoconsumo y hacerlo para el mercado, especialmente, en las comarcas costeras con la exportación de vinos y aguardientes. Paralelamente, aparecen las manufacturas textiles, las llamadas indianas, que señalan el inicio del desarrollo capitalista. La máquina de hilar más sencilla, spinnig jenny, se introdujo en Catalunya en 1784 y a principios de la década de 1790 su uso ya se había generalizado en el Principado. En 1833 se instaló en Barcelona la primera fábrica moderna con máquina de vapor y surge la clase capitalista y su antagónica la clase obrera.
Según el esquema de Miroslav Hroch, si entonces hubiese aparecido un movimiento a favor de la construcción de la nación catalana, éste probablemente hubiera sido capaz de integrar a estas dos clases sociales. Sin embargo, ocurre que en este periodo las élites catalanas apuestan decididamente por protagonizar un papel hegemónico en la construcción de un Estado español moderno, en clave constitucional, e impulsar la modernización e industrialización de las atrasadas estructuras económicas del país. Por otro lado, la clase obrera catalana se organiza sindical y políticamente en el marco del conjunto del Estado, en clave internacionalista.
Así, pues, el nacimiento del movimiento nacional catalán, se produce tras el fracaso de las élites catalanas de comandar este proceso de modernización capitalista de España y cuando tanto la alta burguesía como el proletariado se encuadran en organizaciones políticas de ámbito estatal. De modo que serán las clases medias y algunos sectores minoritarios de la alta burguesía quienes conformen el movimiento nacional, lo cual impide culminar el proceso de construcción nacional.
El tránsito a la fase B, de agitación nacional, puede ubicarse en la década de 1880 tras el hundimiento de la Primera República, que señala el fracaso del proyecto de la burguesía catalana de liderar la democratización, modernización e industrialización del Estado español. La figura de Valentí Almirall resulta expresiva de este tránsito. Líder del republicanismo federal catalán, en 1879 funda el primer diario en lengua catalana, Diari Català, y convoca en 1880 el primer Congreso Catalanista. En 1881 rompe con el republicanismo federal y se une en 1882 al grupo editor del semanario “apolítico” Renaixensa para formar el Centre Català, desde el que impulsa en 1885 el Memorial de Greuges dirigido al rey Alfonso XII, donde se expresaban las reivindicaciones económicas y culturales de la burguesía catalana. En 1886, Almirall publica su obra teórica, Lo catalanisme, donde buscaba fundamentar las bases ideológicas del naciente movimiento nacional y apelaba a la burguesía para que rompiese con los partidos del régimen de la Restauración. Un intento fallido, pues la burguesía catalana mantuvo su adhesión a la monarquía alfonsina, especialmente cuando ésta impulsó el proteccionismo, y las clases populares continuaron apoyando al republicanismo.
El movimiento nacional, en la década de 1890, se orienta hacia el regionalismo católico y tradicionalista del grupo de Vic que editaba la Veu de Montserrat y cuya expresión doctrinal fue La Tradició Catalana (1892) del obispo de Vic Torras i Bages, concebido como una réplica al catalanismo laico y progresista de Almirall. En este periodo se produce la fusión de la confederación de los múltiples centros catalanistas en torno a la Unió Catalanista (1891), que aprobó en 1892 la Bases para la Constitución Regional Catalana, más conocida como las Bases de Manresa, un proyecto de Estatuto de Autonomía de marcada tendencia tradicionalista y antiliberal.
La crisis de Estado provocada por la pérdida de los restos del imperio colonial español, en 1898, propició que sectores de la burguesía catalana que se habían mantenido en el marco de los partidos españoles de la Restauración, volviesen su mirada hacia los catalanistas y apoyasen a la Lliga Regionalista fundada en 1901. Sin embargo, aunque la Lliga consiguió implantarse entre sectores importantes de la burguesía catalana, no consiguió atraerse a la clase obrera, que se encuadró en las filas del republicanismo radical de Alejandro Lerroux, ferozmente anticatalanista, tras el fracaso de la huelga general de 1902 impulsada por los anarquistas, y posteriormente en la central anarcosindicalista, CNT. El carácter conservador, monárquico y confesional de la Lliga propició diversas escisiones de catalanistas republicanos, laicos y progresistas, la primera de ellas el Centre Republicà Nacionalista (1906) o más tarde Acció Catalana (1922), que lograron atraerse a sectores de la pequeña burguesía, pero que fue incapaz de integrar a la clase obrera. También fracasaron los intentos de crear un partido laborista catalanista con una base trabajadora como la Unió Socialista de Catalunya (1923). Aquí debemos mencionar la constitución del primer partido político claramente separatista e insurreccional, Estat Catalá (1922), liderado por Francesc Macià.
El movimiento catalanista, según el esquema de Hroch, no pudo realizar el tránsito a la fase C; es decir, si bien logró convertirse en un movimiento de masas, no pudo conseguir la integración del movimiento obrero, pero tampoco de amplios sectores de la alta burguesía. En realidad, la formación del catalanismo político con una base de masas mesocrática, se produce cuando desde hacía décadas se había desarrollado la industrialización y la formación de una clase obrera organizada en clave internacionalista.
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) propició la aproximación entre catalanistas, republicanos, anarquistas y socialistas. En los primeros compases de la Segunda República se fundó ERC, donde confluyen el separatismo de Estat Català y el Partit Republicà Català de Lluís Companys, federalista y catalanista, pero que a pesar de su perfil izquierdista tampoco conseguirá superar los límites de la pequeña burguesía radical ni logrará integrar a la clase obrera, que continuará con su militancia anarcosindicalista y una parte de la cual, tras el estallido de la Guerra Civil, militará en las filas del PSUC.
El procés soberanista
Durante la dictadura franquista, el movimiento nacionalista catalán realiza una especie de recapitulación de las etapas que había cubierto con anterioridad. Así, durante las décadas 1940-1960 parece rememorar la fase A, de reivindicación de la cultura y lengua catalanas; en la década de 1960-1980 se sucede la agitación nacionalista, típica de la fase B. Durante este periodo, la alta burguesía, con fuertes vinculaciones políticas y económicas con el régimen franquista, no mostró demasiadas simpatías con el proyecto de reconstrucción del catalanismo político, liderado por Jordi Pujol. Por su parte, la clase trabajadora, de origen inmigrante, se organizó en un sindicato de ámbito estatal como CCOO y en un partido, PSUC, vinculado al PCE.
El giro soberanista del catalanismo conservador y los avatares del procés han reafirmado el carácter “desintegrado” o “fragmentado” del movimiento nacionalista catalán. A pesar de su carácter de masas ha vuelto a mostrarse incapaz de transitar hacia la fase C al no poder integrar ni a amplios sectores de la alta burguesía, que ha mostrado su hostilidad al proyecto secesionista con la fuga de empresas, ni de la clase obrera, con su voto masivo a una fuerza contraria al nacionalismo como Ciudadanos.
La transición de la fase A a la B del movimiento nacional catalán se produjo después de las revoluciones industrial y burguesa. El pasaje de la fase B a la C ocurrió después del surgimiento del movimiento obrero organizado que se proyecta, como en el caso de la CNT, en el conjunto de España. Por lo tanto, la “pequeña nación” catalana no pudo completar su proceso de construcción. Estas contradicciones de fondo se han replanteado crudamente en el marco del proceso soberanista que, en el esquema de Hroch, podría considerarse como un intento fallido de alcanzar la fase C y conseguir el estatuto de “nación integrada”. El éxito de la nación se mide por la difusión de la conciencia nacional entre la población. El separatismo puede ser un obstáculo para la propagación del sentimiento nacional desde el momento en que la ciudadanía, por la razón que sea, permanece apegada a un Estado contra el que luchan los independentistas. La difusión de la conciencia de la nación “pequeña” no conlleva obligatoriamente la destrucción de la nación “grande”. La nación integrada implica una lucha por un cierto grado de autonomía nacional, que no conduce necesariamente a la soberanía política y la secesión. Unas contradicciones de fondo que el proceso soberanista ha mostrado con toda su crudeza y magnitud.