Dada mi condición de padre y abuelo, he tenido ocasión de asomarme primero a los trabajos escolares de mis hijos, y después a los de mis nietos. En cuanto a mis hijos, en su época escolar me sorprendió la contundencia con que afirmaban que ya no había que aprender nada de memoria, y que cometer faltas de ortografía no era importante. Al parecer, esas afirmaciones formaban parte de la línea educativa de su colegio (luego supe que prácticamente de todos los colegios), y mis opiniones al respecto no hicieron ninguna mella en ellos; es bien sabido que frente a la palabra de un profesor, la de un padre cuenta bastante menos. Acepté, como cualquier padre, con resignación un sistema educativo que creía profundamente equivocado, y del que pensé entonces que quizás se había edificado como reacción a la escuela de los tiempos del franquismo, en la que la memoria tenía un protagonismo excesivo y la ortografía era materia no cuestionable.
Pero ahora, con mis nietos, he pasado ya del escepticismo al asombro, porque el método que parecen seguir sus escuelas de secundaria estimula, al parecer, no el estudio, sino el “saber buscar”, que en la práctica consiste en empujar a los alumnos a practicar el “recorta y pega”, teniendo la Wikipedia como principal proveedor de contenidos.
Por supuesto, no pretendo generalizar unos casos particulares, pero, por lo que he podido comprobar en conversaciones con padres y abuelos, esta nueva forma de enseñanza está muy extendida, tiene fundamentos teóricos y defensores acérrimos, aunque por lo que sé sus resultados son paupérrimos, a tenor de lo que se oye comentar en las facultades universitarias sobre la formación de los nuevos alumnos cuando llegan a ellas.
A lo largo de los años me he preguntado a menudo el porqué de los cambios en la metodología, cuáles son sus objetivos y cuáles sus resultados. Y a esas preguntas responden, con claridad diáfana, Mª Pilar Carrera y Eduardo Luque en un esclarecedor libro aparecido hace unos meses, Nos quieren más tontos. La escuela según la economía neoliberal. Y sus conclusiones son demoledoras.
Para empezar, Luque y Carrera señalan la fuente original, la matriz en la que se cuecen las nuevas ideas y se dictan las normas que han de modificar la enseñanza –y no solo en España, se trata de un proyecto con vocación universal. Y esa fuente tiene poco que ver con la pedagogía: son los organismos que controlan hoy el rumbo económico global: el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio, a los que hay que añadir, en nuestro caso, el instrumento político que impone las consignas de esas instituciones: la Unión Europea.
Y es precisamente el padre de la Unión Europea, Jacques Delors, el que mejor y más sencillamente ha definido la esencia de la nueva metodología: ya no hay que “saber”, basta con “saber hacer”.
Pero, ¿saber hacer qué? ¿y para qué? Pues Carrera y Luque lo dejan bien claro: saber hacer lo que demanda el mercado, para satisfacer sus necesidades (las del mercado; las propias son harina de otro costal). El mercado como método normalizador de la acción educativa, dictando a las instituciones de enseñanza tanto los contenidos como las formas de aprendizaje. Y todo conocimiento que no sea aplicable a esas necesidades es desechable. En palabras de Edith Cresson, primer ministro de Francia en 1991-1992, que Luque y Carrera recogen aquí, “el saber y el conocimiento se han convertido en algo obsoleto”. Más claro, el agua.
Así pues, todo el sistema educativo gira en torno a esta idea: el conocimiento, el desarrollo del pensamiento abstracto, la capacidad de discernimiento –en suma, la construcción de un pensamiento crítico– han de ser sustituidos por un conjunto de “competencias” que permitan a sus poseedores la flexibilidad y la adaptación que el mercado del trabajo, ya ahora mismo, pero mucho más en el futuro, exigen. Y el sistema ha encontrado un aliado fundamental para proceder a esa revolución silenciosa que precisa para subvertir los valores que constituían la esencia educativa en otros tiempos: las nuevas tecnologías. La privatización, la evaluación son herramientas que apuntan en esa dirección.
En fin, Luque y Carrera han puesto a este excelente libro un título provocador, ese Nos quieren más tontos. Y es probable que lo parezcamos porque, salvo excepciones, no hemos sido conscientes de que el cambio de modelo educativo era una cnsecuencia, o un complemento, según se mire, del ataque neoliberal al Estado de Bienestar. Tampoco la mayor parte de la comunidad educativa ha sabido verlo con la anticipación suficiente, y quien lo veía ha tenido serias dificultades para hacer oír su voz. Hemos defendido la escuela pública, pero al mismo tiempo hemos asistido pasivamente a un desguace de valores que empezó hace mucho y por el que el conocimiento y la cultura han dejado de considerarse útiles para pasar a ser “rarezas” minoritarias. En esto también puede decirse que el neoliberalismo ha ganado todas las batallas, al menos por ahora. Y hay que admitir que la izquierda política de este país, por ignorancia o por desidia (no quiero pensar en complicidad consciente), ha contribuido eficazmente a ello.
Y, si toda acción educativa es una elección política, habrá que empezar a pensar políticamente qué hacer con la educación aquí y ahora.
El Partido Popular y Ciudadanos han acordado ahora proceder a consensuar con otras fuerzas políticas un nuevo Plan de Educación que pueda mantenerse razonablemente en el tiempo. Habrá que recordarles que un Plan de Educación exige no sólo una distribución de materias en distintos cursos; exige también plantearse qué conocimientos debe atesorar el alumno cuando acaba sus estudios; exige una formación mejor del profesorado y una dignificación de su carrera (que hoy se considera una carrera menor, al revés por ejemplo que en Finlandia, donde la nota de corte para estudiar “para maestro” es muy alta); exige compaginar humanidades y ciencias y exige tomarse en serio esa frase que en la que hasta ahora la clase política parecía no creer y que dice que en la educación reside el futuro del país.
Pero, no sé por qué, presiento que los tiros no irán por ahí. Tiempo al tiempo.