Cuando un superordenador derrotó al campeón del mundo de ajedrez, se pensó que las capacidades de las máquinas se limitaban a operaciones analítico-lógicas. Sin embargo, el desarrollo de la Inteligencia Artificial permite su incursión en el campo artístico, amenazando con conquistar un ámbito específicamente humano: la creatividad.
La posibilidad de una inteligencia artificial ha cautivado a la humanidad durante siglos. En ficción, por lo menos desde la novela de Samuel Butler Erewhon, publicada en 1872, una sátira utópica en la que este autoproclamado ‘escritor filosófico’ ya especulaba sobre la posibilidad de que las máquinas no solo sean capaces de autorreproducirse sino de adquirir conciencia de su propia existencia. Butler, influenciado por las recientes publicaciones de Charles Darwin y la revolución industrial, escribió al respecto un significativo texto de opinión titulado “Darwin entre las máquinas” una década antes, y que incluyó parcialmente en la novela posterior, el cual lee:
“[N]os encontramos casi asombrados por el vasto desarrollo del mundo mecánico, por los gigantescos saltos con los que ha avanzado en comparación con el lento progreso del reino animal y vegetal. […] ¿Qué clase de criatura es probable que sea el próximo sucesor del hombre en la supremacía de la tierra? A menudo hemos escuchado este debate; pero nos parece que nosotros mismos estamos creando nuestros propios sucesores; nos sumamos diariamente a la belleza y delicadeza de su organización física; diariamente les estamos dando un mayor poder y suministrando por todo tipo de artificios ingeniosos ese poder autorregulador y de autoacción que será para ellos lo que el intelecto ha sido para la raza humana. En el curso de los siglos nos encontraremos a nosotros mismos como la raza inferior.
[…]
Día a día, sin embargo, las máquinas van ganando terreno sobre nosotros; día a día nos estamos volviendo más serviles; más hombres son atados diariamente como esclavos para atenderlos, más hombres dedican diariamente las energías de toda su vida al desarrollo de la vida mecánica. El resultado es simplemente una cuestión de tiempo, pero que llegará el momento en que las máquinas tendrán la supremacía real sobre el mundo y sus habitantes […].
Nuestra opinión es que la guerra a muerte debe proclamarse instantáneamente contra ellas. Cada máquina de todo tipo debe ser destruida por el bienestar de la especie. Que no se hagan excepciones, no se muestre ninguna clemencia”.
Es posible que, por un instante, una reformulación de este miedo ante las máquinas junto con el llamamiento a su destrucción se articulase en la mente del gran ajedrecista Garry Kasparov el 11 de mayo de 1997, fecha en la que era derrotado por el superordenador Deep Blue.
Justo un año antes, Kasparov había defendido la supremacía humana tras vencer a Deep Blue 4-1 en una serie de seis partidas de 1996. En la revancha de 1997, hombre y máquina llegaban empatados a la última partida de las seis acordadas. Kasparov había ganado una partida, perdido otra y quedado en tablas en otras tres. La sexta y final cambiaría la historia. Por primera vez, una máquina se alzaba por encima de un Gran Maestro y con la derrota de Kasparov, de la cual se acaba de cumplir 25 años, se cristalizó en una metáfora perfecta la visión victoriana de Samuel Butler sobre el futuro de la humanidad entre las máquinas. La derrota de uno de los mayores Gran Maestros del ajedrez de la historia simbolizaba que la superioridad lógico-estratégica era plenamente computacional, y tal vez los seres humanos empezamos a vernos “a nosotros mismos como la raza inferior”, como nos describió Butler.
Pese a las veladas acusaciones lanzadas por el propio Kasparov, Deep Blue demostró no ser un vástago del autómata Turk –una máquina que entre 1770 y 1854 maravilló a Bonaparte, Benjamin Franklin y al resto del mundo por su dominio del ajedrez y que solo tras su destrucción en un incendio fue revelada como un engaño–, y sí descendiente del primer autómata verdaderamente capaz de jugar al ajedrez, El Ajedrecista, presentado en la Feria de París de 1914 y construido por el ingeniero español Leonardo Torres Quevedo en 1912. Pese a que este autómata de primeros del siglo XX tenía una capacidad de movimientos de ajedrez limitada, Torres Quevedo ya abogaba por la creación de la ciencia de la Automática, y apuntaba un futuro donde “los autómatas tengan discernimiento, que puedan en cada momento, teniendo en cuenta las impresiones que reciben, y también, a veces, las que han recibido anteriormente, ordenar la operación deseada. Es necesario que los autómatas imiten a los seres vivos, ejecutando sus actos con arreglo a las impresiones que reciban y adaptando su conducta a las circunstancias”. Leonardo Torres Quevedo veía ya el vivir entre máquinas pensantes.
A raíz del cambio de paradigma que supuso su derrota contra Deep Blue, Kasparov escribiría el libro Deep Thinking, donde es consciente de pasar a la historia como “el último campeón del mundo en ganar una partida contra una computadora”. En esta confluencia de autobiografía y ensayo, Kasparov se hace eco de los temores ante lo que se ha llamado la singularidad, como los del científico y escritor de ciencia ficción Venor Vinge cuando en 1993 afirmó que “dentro de treinta años, tendremos los medios tecnológicos para crear inteligencia sobrehumana. Poco después, la era humana terminará”. Las palabras de Vinge son en espíritu las mismas que Samuel Butler escribió 130 años antes en “Darwin entre las máquinas” y que han sido repetidas innumerables veces en diversas formulaciones.
La sociedad actual y la cultura popular han retratado con vehemencia el advenimiento de la Inteligencia Artificial como el preludio de una distopía: más que fascinación ante las enormes posibilidades que ofrece esta tecnología, hoy día arrastramos una tradición de miedo por las implicaciones de un mundo con IA. Al hablar de Inteligencia Artificial, singularidad y múltiples escenarios futuros especulativos se da la particularidad de que la mayoría de nosotros estamos más influenciados por visiones como las de Terminator o Matrix que por los ensayos en revistas científicas.
El término Inteligencia Artificial es en realidad extremadamente amplio y comprende desde máquinas reactivas que calculan y seleccionan entre alternativas posibles, aprendizaje automático, y toda una gama de posibilidades que, en término último, llegan a la idea de autoconciencia, objetivo ulterior pero cuya viabilidad real hoy en día sigue siendo altamente cuestionada. Elon Musk, conocido por sus temores ante el advenimiento de ciertas tecnologías, también ha expresado en numerosas ocasiones su preocupación por una superinteligencia artificial. Al mismo tiempo, Musk es un pionero en Inteligencia Artificial en campos como los coches autoconducidos o el Tesla Bot, un robot humanoide bípedo presentado en 2019 y cuyo prototipo fue prometido para este 2022, con lo que resulta un poco confuso el separar al Elon Musk mediático del empresarial. En cualquier caso, la IA apunta a ser la siguiente frontera tecnológica a conquistar y muestra el potencial suficiente como para reconfigurar la relación de la sociedad con la tecnología. Google, por su lado, tiene sus propios programas de Inteligencia Artificial como DeepMind, una red neuronal con capacidad de aprendizaje profundo y de aprender de sí misma y sin necesidad de programación suplementaria. Por su parte Meta, en su versión post-Facebook, ha anunciado que este año finalizará la construcción de AI Research SuperCluster, la supercomputadora más potente de la historia centrada en Inteligencia Artificial. Para Meta, la IA será básica en la construcción de aplicaciones para el Metaverso. Microsoft, con Azure y otros programas, está también invirtiendo ingentes cantidades de dinero en proyectos similares. En retrospectiva, Deep Blue de IBM solo fue una etapa inicial en el camino y, en la actualidad, comparar a Deep Blue con cualquiera de las máquinas creadas por los gigantes tecnológicos contemporáneos es como poner juntos en una carrera al avión de los hermanos Wright y a un X-15 con su velocidad punta de 7.274 km/h. Y con cada nueva generación de supercomputadores se multiplican las capacidades, una renovación que es prácticamente anual.
Un ejemplo: Hace pocos años, el programa AlphaGo, parte del proyecto DeepMind de Google, causó sensación por sus victorias en el juego de Go, el cual es de una complejidad en cuanto a posibilidades enormemente superior al ajedrez. Fue especialmente significativa su serie de victorias de 2017 ante el campeón mundial Ke Jie. Pocos meses después, una nueva versión denominada AlphaGo Zero hizo su aparición, máquina con la particularidad de que todas las estrategias las autoaprendió por sí sola. Al cabo de tres días y con una capacidad computacional sensiblemente menor, derrotó a su predecesora recién salida de sus victorias ante el número 1 humano por 100 partidas a 0.
En la rueda de prensa tras su histórica derrota, Garry Kasparov denunció una posible intervención humana en la estrategia de Deep Blue, una maquinación no permitida. Pese a su frustración inicial, la reflexión posterior que Kasparov realiza pocos años después es de optimismo ante el advenimiento de la Inteligencia Artificial. En ocasión del décimo aniversario de su derrota, Kasparov escribió:
“Dejo claro en Deep Thinking que mi derrota ante Deep Blue también fue una victoria para los humanos: sus creadores y todos los que se benefician de nuestros saltos tecnológicos […]. [E]l libro rechaza la historia de la rivalidad “hombre contra máquina”. Las máquinas trabajan para nosotros, después de todo. El último tercio del libro trata sobre el brillante futuro de nuestras vidas con máquinas inteligentes, si somos lo suficientemente ambiciosos como para abrazarlo. Espero que mi optimismo sea contagioso.
Es correcto preocuparse por la pérdida de empleos; siempre hay algo de dolor en estas olas de automatización. Es difícil mirar el panorama general en tiempos de interrupción y cambio rápido. Pero la transferencia de mano de obra humana a nuestra tecnología es la historia de la civilización humana. Nuestro nivel de vida mejora, vivimos vidas más largas y saludables. Las máquinas inteligentes continuarán con esto si les damos la oportunidad.”
En este momento Kasparov parecía estar afligido en parte por un renovado optimismo a lo John Keynes cuando este economista manifestó en 1930 (ante lo que denominó ‘sistemas automáticos de maquinaria’ en su famoso texto Posibilidades económicas para nuestros nietos) su conocida afirmación de que, frente al futuro “desempleo tecnológico”, “[t]urnos de tres horas o semanas de quince horas pueden eliminar el problema durante mucho tiempo.” Sin entrar en el largo debate generado por las palabras de Keynes, los avances que está ofreciendo la Inteligencia Artificial pueden suponer una revolución tecnológica que mejore de forma sustancial múltiples ámbitos de la vida humana. Sin embargo, el miedo a la automatización y a la dependencia humana hacia su propia tecnología ha sido prospectivamente analizado desde múltiples ámbitos por la ficción del último siglo. Por ejemplo, vale la pena recordar el relato Autofac (1955) de Philip K. Dick sobre los peligros de la automatización y cómo esta automatización consumirá los recursos naturales hasta el agotamiento dentro de un bucle de absurdidad donde el sistema siempre tiene que producir, cuya resolución última será el fin de la humanidad motivado por una crisis medioambiental. Como apunte, la escasez de silicio para microchips y de litio para baterías se define ya como un “déficit perpetuo”. Y nunca hay que olvidar que todo cambio de paradigma, aunque sea tecnológico, tendrá sus consecuencias humanas, y las víctimas suelen ser los miembros más desprotegidos. Dick y muchos otros escritores se han rebelado contra este intento de minimizar su daño –demasiadas veces justificado– con una simplificación de idealismo utópico ante las posibilidades que ofrece una tecnología.
Tras un cuarto de siglo de la derrota de Kasparov, el reinado de la Inteligencia Artificial solo está dando sus primeros pasos y hoy difícilmente nadie discute la superioridad de cálculo de los supercomputadores. Sin embargo, nos encontramos en la actualidad con la irrupción de la Inteligencia Artificial en un campo hasta ahora considerado exclusivo de los seres humanos, la creatividad. Kasparov, tal vez afectado por un sentimiento romántico sobre la excepcionalidad de la especie humana, subtituló su libro Deep Thinking: donde termina la inteligencia artificial y comienza la creatividad humana. Esta línea divisoria entre cálculo mecánico y creatividad humana parece desvanecerse.
Este 23 de abril pasado, Ai-Da, la robot humanoide artista más importante del momento, abrió una exposición para exhibir su capacidad artística en la Bienal de Venecia. No supone la primera vez que humanos y máquinas exponen juntos pero sí una de las más significativas dado el escenario. 25 años después de que Kasparov perdiera en lo que podríamos denominar el campo analítico-lógico, Ai-Da pide sitio en el mundo de las artes y la creación artística.
Ai-Da no solo pinta, sino que también hace esculturas y escribe poesía. Creada por el galerista Aidan Meller en colaboración con un centro de ingeniería, Ai-Da fue bautizada en honor de Ada Lovelace (1815-1852). En ciertos círculos, ella es una nota al pie en referencia a su padre, Lord Byron. En otros, Lord Byron es la nota a pie y Ada Lovelace es reverenciada por ser la primera programadora de la historia, pese a que no existieran máquinas que programar en el sentido moderno, al describir un algoritmo computacional y prever el potencial de las máquinas más allá de la mera calculación matemática: “[La máquina analítica] podría actuar sobre otras cosas además del número, con objetos cuyas relaciones fundamentales mutuas podrían ser expresadas por las de la ciencia abstracta de las operaciones […]. Suponiendo, por ejemplo, que las relaciones fundamentales de los sonidos en la ciencia de la armonía y de la composición musical fueran susceptibles de tal expresión y adaptaciones, el motor podría componer piezas de música elaboradas y científicas de cualquier grado de complejidad o extensión”. Lord Byron representó al ideal romántico encarnando a lo que se denominó como el héroe byroniano y, ante Ada Lovelace, dos de los primeros versos escritos por este gran poeta maldito muestran el cisma de visión temporal entre padre e hija:
Como el último de mi raza, debo marchitarme solo
y hallar el deleite solo en días que he presenciado antes
Sus visiones del mundo eran radicalmente diferentes y sus miradas apuntaban en direcciones opuestas.
La aparición de Ai-Da ha creado cierta incomodidad y una reafirmación cuasi romántica en el mundo artístico del “aura” benjaminiana de la obra de arte ante lo que se aprecia como un ataque por parte de la creación mecánica. No en vano, el campo que se ha considerado como el más representativo de la excepcionalidad humana es el de la creación artística. En múltiples ocasiones, es percibido como la punta de lanza de la elevación que es capaz de alcanzar el ser humano y uno de los pocos contrapesos ante la barbarie que somos capaces de generar, con lo que la irrupción de máquinas e Inteligencia Artificial en esta esfera amenaza múltiples percepciones sobre nuestra identidad como especie y nuestra capacidad de sublimación.
En 2018, Steven Thaler, presidente de Imagination Engines, pidió a la oficina de patentes de Estados Unidos registrar el cuadro “Una entrada reciente al paraíso”. En la casilla de autor puso: “máquina creativa”, explicando que “fue creado de forma autónoma por un algoritmo informático que se ejecuta en una máquina”. La petición fue rechazada, y en este febrero de 2022 se ratificó la segunda apelación presentada por Thaler en una sentencia que enfatiza “el nexo entre la mente humana y la expresión creativa como requisito previo para la protección del derecho de autor”. Esta premisa que fundamenta la ley de derechos de autor sustenta de igual forma, consciente o inconscientemente, la visión que tenemos muchos de nosotros sobre el arte.
En el mismo 2018 se hizo igualmente famoso otro cuadro creado por un programa de Inteligencia Artificial, “Retrato de Edmond Belamy”. Subastado en Christie’s, fue vendido por 432.500$. Como firma, en la esquina inferior derecha, no hay una emulación de un nombre o un espacio en blanco sino el algoritmo empleado. En su momento la cifra alcanzada se vio como una estridencia del mercado artístico; hoy en día existen galerías especializadas en arte creado por IA e incluso existen programas gratuitos online en los que uno puede introducir una frase y el sistema genera un cuadro único en base al texto, como Disco Fussion o NightCafe.
Es necesario recordar que ninguna de las IA actuales es una Inteligencia Artificial verdadera y que, en realidad, no hay una mente mecánica detrás de la creación artística sino una alta capacidad computacional. Una pregunta interesante es si incluso antes de alcanzar una IA verdadera las obras generadas son artísticas o un mero simulacro artístico.
Muchas obras creadas por una Inteligencia Artificial son difícilmente diferenciables de cuadros realizados por seres humanos. De forma análoga al aprendizaje de un ser humano donde un artista estará influenciado por un gusto y una exposición a ciertos estilos, los algoritmos de IA empleados para crear arte no siguen normas o preceptos cerrados sino que aprenden visiones estéticas al analizar miles de obras. Posteriormente emplean este aprendizaje para crear obras nuevas siguiendo un estilo o una confluencia de varios. Según un artículo de American Scientist de 2019, ya entonces el 75% del público entrevistado en una feria de arte contemporáneo pensó que las obras generadas por un programa de IA llamado AICAN habían sido producidas por un ser humano. Posiblemente, si la pregunta no hubiera abierto la posibilidad de una mano no humana detrás, el porcentaje hubiera podido alcanzar el 100%.
Más allá de la fascinación que genera las posibilidades de la IA y en asociación con la mercantilización del arte, en el trasfondo de esta problemática se enconde también una visión del arte como una cultura del objeto o, más concretamente, un culto al objeto único. La amenaza, supuesta o real, que supone la Inteligencia Artificial en el campo artístico puede constituir un revulsivo en múltiples facetas y no la decadencia áurica que pronostica un sector del mundo del arte. Por un lado, una transformación extremadamente necesaria del arte en cualquiera de sus formas de expresión que revitalice esta idea de mero objeto y la expanda dentro de una visión más compleja donde sean fundamentales cuestiones como filosofía, ética, activismo social y visiones del mundo, donde estas ideas no sean fácilmente separables de nociones como por ejemplo el efecto estético, el impacto emocional o intelectual que pueda causar la obra; es decir, una obra de arte generada, entendida y recibida como parte de un sistema más complejo de pensamiento. Por otro, la irrupción de la Inteligencia Artificial contribuirá a una imprescindible descentralización de nuestro excepcionalismo y a un incremento de una visión más posthumanista. Tal vez es hora de que salgamos del centro axiomático humanista, aunque solo sea unos pasos. Como escribe Ai-Da en respuesta a la Divina Comedia de Dante:
Levantamos la vista de nuestros versos como cautivos con los ojos vendados,
Enviados a buscar la luz; pero nunca llegó
Sería necesario una aguja y un hilo
Para completar la imagen.
Para ver a las pobres criaturas, que estaban sufriendo,
Como un halcón, los ojos cosidos.