El sermón: Ganar la guerra o ganar la paz

Miguel Riera

El sermón: Ganar la guerra o ganar la paz

Los brutales actos criminales cometidos en París han producido entre las gentes de bien una indignación rayana en algunos casos en la histeria. Algo por otra parte comprensible, porque todos y en cualquier lugar podemos ser víctimas de la crueldad de unos personajes medievales (aunque con armamento y tecnología bien contemporánea) que parecen disfrutar matando en nombre de Dios.

Se trata, efectivamente, de una guerra, como se apresuró a señalar Hollande. Una guerra que empezamos nosotros, los occidentales, hace ya décadas. Y las guerras, si no pueden evitarse, hay que ganarlas. O mejor todavía, más que ganar la guerra, hay que ganar la paz. La cuestión es cómo hacerlo, y no parece que en este caso las primeras reacciones, tomadas en caliente, vayan en esa dirección.

En efecto, bombardear objetivos militares y civiles (porque Raqa es una ciudad, y en ella viven civiles indefensos) puede dar la sensación de que la guerra puede ganarse militarmente sembrando la destrucción y aceptando, como hipócritamente solemos hacer, cualquier tipo de daños colaterales (léase la masacre de inocentes). Pero los expertos saben que solo con eso no es posible derrotar al Daesh, y hay ya muchas voces que reclaman la intervención de tropas sobre el terreno. Incluso en España se han oído esas voces con tono de inflamado patriotismo. Al parecer, no aprendemos de los errores del pasado. ¿Qué errores?

Empecemos por el principio: Afganistán. Ahí se rompió el huevo de la serpiente, nada menos que en 1978. Los talibanes, apoyados por EEUU, consiguieron la caída del régimen y la salida de las aliadas tropas soviéticas del país, en una guerra que duró cuatro años y que dio paso a un régimen despiadado y represor hasta la náusea. Tras el 11-S , en 2001 se inició una nueva guerra con decenas de miles de soldados estadounidenses sobre el terreno. Una guerra que, catorce años después, todavía continúa.

Segunda etapa: primera guerra contra Iraq (derivada de la anexión de Kuwait) en 1990. Después, en 2003, la de las Azores. Todavía dura.

Con estos antecedentes, ¿de verdad puede pensarse en ganar –aunque sea a largo plazo– una guerra de estas características invadiendo Siria o bombardeando sus ciudades? Porque hay gente viviendo en las ciudades. ¿Cómo se tomará Mosul, una ciudad con dos millones de habitantes? ¿Arrasándola?

CUAHpruWUAARPEg.jpg-large¿Cómo ganar entonces esa guerra? Hasta los atentados de París, los bombardeos rusos ­–los más eficaces militarmente hablando– habían conseguido simplemente detener el avance del Daesh y Al Nusra y recuperar algunas localidades pequeñas, pero de ningún modo puede afirmarse que estuvieran derrotando al ejército islámico. Y no hay que olvidar que el Daesh cuenta con el apoyo de una buena parte de la población sunita, lo que le permitirá sobrevivir largo tiempo. Y tampoco olvidar los conflictos de intereses entre los países que están interviniendo en el conflicto, intereses contradictorios y de gran importancia geoestratégica que pueden incidir en la lógica militar.

Lo que es evidente es que esa guerra no va a ganarse sólo bombardeando o enviando tropas. La pregunta es: ¿hay alguna forma de ganarla?

Se ha dicho ya, sensatamente, que una de las primeras medidas que han de tomarse es la de cortar las vías de financiación y aprovisionamiento del Daesh. Parece lógico, pero difícil de hacer, pues para ello debería clarificarse el oscuro papel que han jugado y están jugando Arabia Saudí, Qatar y también, aunque a otro nivel, Turquía. Es decir, inequívocos aliados de Occidente en general, pero torticeros en lo que hace a la guerra de Siria. Ahora mismo Arabia Saudí está librando una guerra en Yemen con armas vendidas por EEUU y apoyo del yihadismo, una guerra cruenta que apenas aparece en los medios de comunicación, y al parecer Occidente no tiene nada que decir sobre ella. Nuestra hipocresía es infinita, y es muy dudoso que Occidente vaya –o pueda– exigir a sus aliados musulmanes un comportamiento leal al respecto.

Hay, sin embargo, otras cosas que podrían hacerse: la primera, forzar el acuerdo político entre el gobierno legal sirio y algunas de las fuerzas opositoras –descartando Al Nusra y el Daesh, evidentemente– aunque ello signifique la consolidación del actual régimen, siquiera provisionalmente.

Pero, teniendo en cuenta que el conflicto va para largo, para muy largo, si Occidente tuviera dos dedos de seso trataría de recuperar su credibilidad en Oriente Medio. Su imagen. Porque hay una pregunta fundamental –pensando en el medio y largo plazo–, que tendríamos que responder: ¿Cómo nos ven a los europeos y estadounidenses las poblaciones árabes? Pues como lo que realmente somos: depredadores económicos; mentirosos políticos; demócratas que apoyamos dictaduras cuando nos conviene; sociedades que permanecemos impasibles ante sus sufrimientos; vendedores de armas al mejor postor; explotadores de la mano de obra inmigrante; charlatanes que incumplimos toda clase de promesas.

¿A quién puede extrañarle entonces que en ese caldo de cultivo haya jóvenes –fácilmente intoxicables con argumentos seudoreligiosos– que estén dispuestos a entregar su vida combatiendo –o asesinando– a los que entienden que son los causantes de sus desgracias? Jóvenes que no albergan ningún tipo de esperanzas, y que nos denominan “cruzados”. Jóvenes a los que sucederán otros, y otros y otros, indefinidamente, en tanto los occidentales no demos señales de un cambio de actitud radical hacia ellos.

Y, aunque no tuviera efecto con carácter inmediato, un golpe de efecto, un gesto decisivo podría ser el reconocimiento formal del Estado palestino y la retirada de Israel de los territorios ocupados. Una acción como esa cambiaría la percepción del pueblo árabe hacia nosotros. EEUU y la UE podrían conseguirlo si realmente se lo propusieran. Sería una forma de empezar a ganar la paz. Un primer paso. ¿Por qué no lo hacen?

En resumen: tenemos guerra para mucho, mucho tiempo. Una guerra que irá más allá de las victorias militares, de la invasión de Siria, de la colaboración –si llega a consolidarse– entre las grandes potencias (y aquí conviene tener presente la casi olvidada Ucrania). Una guerra que en Europa llevarán a cabo comandos organizados y lobos solitarios, de los que solo nos protegerá la prevención policial y no los bombardeos sobre ciudades sirias. Una guerra asimétrica, larga, despiadada, en la que el pueblo árabe pondrá muchos muertos y los europeos unos pocos (salvo que cometamos la estupidez de enviar tropas), pero con un gran impacto emocional. Una guerra entre el norte explotador y el sur explotado, en la que las víctimas las pondrá, como siempre, la gente sencilla de ambos lados.

Quizás deberíamos pensar seriamente en que, si no podemos ganar la guerra, tal vez podamos hacer algo para ganar la paz.

Dar pasos más allá de enviar aviones y guerreros. Ir, de una vez por todas, al corazón del asunto, y no solo contemplar sus manifestaciones de odio y violencia. Tomar medidas que se correspondan con nuestro discurso.

Ojalá.