Entre Tarradellas y Keynes. Entrevista a Josep Maria Bricall

Antonio Santamaría

Entrevista a Josep Maria Bricall

—¿Usted es conocido, entre otras cosas, por haber sido la mano derecha de Josep Tarradellas. ¿Cómo conoció a Tarradellas? ¿Qué le condujo a apoyarle cuando muy pocos lo hacían?

—En este mundo a veces las actividades que uno hace vienen dadas por circunstancias puramente azarosas y no hay un motivo especial por el cual conocí a Tarradellas. Cuando terminé mis estudios, entre 1960 y 1961, quería hacer el doctorado. Me planteé hacerlo sobre la reforma fiscal. Entonces estaba en Londres y cayó en mis manos el libro que publicó la Generalitat durante la guerra sobre los decretos de colectivización. Eso me condujo a plantearme cómo se había financiado la Generalitat durante la guerra y empecé a trabajar sobre el tema. Si algo hay seguro sobre la Guerra Civil es que es muy complicada. Durante dos años y medio en España ocurrió todo lo que podía ocurrir en el mundo, al menos en el mundo que conocemos, en Europa.

Entonces, en 1965, pensé que una de las personas que había de conocer era a Josep Tarradellas, quien había sido consejero de Hacienda durante toda la guerra. Un personaje complejo, ya me lo habían advertido. Me presenté en su residencia de Saint Martín-le-Beau. Previamente le llamé por teléfono y me vino a buscar a la estación. Me sorprendió cuando bajé del tren aquella figura tan alta y ya un poco encorvada por la edad. Además, era verano, iba sin corbata y vestido de modo más informal. Por una serie de circunstancias llegamos a tener una gran relación. Me fascinó una cosa que no conocía, que era el significado de ser político.Vi a una persona cuyos análisis no se basaban fundamentalmente en ideologías o intereses, sino en captar lo que las exigencias del momento te imponen. Este me pareció mucho más fascinante de lo que podía imaginar. Sobre todo comparándolo con lo que había visto en Barcelona, donde la capacidad de fantasear de los políticos era realmente espectacular. Me pareció un hombre de un gran realismo, de una gran comprensión y sobre todo un perfecto liberal en el sentido norteamericano de la palabra. Es decir, un hombre para el cual todo es posible, todo se puede discutir y todo es respetable.

—¿Cómo calificaría las relaciones entre Tarradellas y los partidos y organizaciones de la oposición al franquismo? ¿Quiénes le prestaron apoyo y quiénes no lo hicieron?

—La verdad es que, hasta la muerte de Franco, Tarradellas fue un personaje relativamente desconocido y si era conocido creaba unas ciertas polémicas. Él tuvo la osadía de enfrentarse a lo que podríamos llamar la línea oficial o mejor dicho predominante del catalanismo de postguerra. Esa línea predominante tenía dos componentes. Por un lado, la representada por Jordi Pujol, Montserrat y toda esa tradición. Por otro lado, la del PSUC y la gente que se movía en su entorno, que era realmente mayoritaria. Él se encontraba con estos problemas específicos frente a esa tradición mayoritaria en el catalanismo, en el cual existían estos dos componentes que entre ellos se respetaban bastante. Sin entrar en el detalle, él tuvo una posición polémica con esta corriente, cuando además era profundamente desconocido para el catalán y el español medio.

Cuando falleció Franco se impuso un poco su forma de hacer, su forma de actuar y su neutralidad en el planteamiento de las cuestiones que se proponía en la vida política en Catalunya. Y con un cierto toque de sentido práctico, difícil de imaginar en una persona que había formado parte en todos los gobiernos de la Generalitat durante la guerra. Sentido práctico en el sentido de reconocer los cambios que se habían producido en España y en Catalunya.

—La Generalitat fue la única institución de la Segunda República reconocida por la monarquía parlamentaria ¿A su juicio a qué fue debido? ¿Comparte la opinión de ciertos historiadores de que fue una maniobra de Adolfo Suárez para impedir la hegemonía de la izquierda representada por el PSC y el PSUC?

—En este punto todo y nada es posible. Lo que es seguro es que cuando se llega a una solución es porque confluyen una serie de intereses que en aquel momento se imponen mayoritariamente. ¿Que Suárez podía tener esa intención? Quizás sí, no se sabe. Lo que sí que sé es que una parte importante de la izquierda catalana, el PSC, entonces aliado con el PSOE, jugó indiscutiblemente la carta de Tarradellas. Por encima de Pujol, que no lo quería, y de los comunistas que se encontraban más bien ligados a la línea que entonces seguía Carrillo en España. Por tanto, es evidente que hay un camino en el cual confluyen ciertos intereses de un lado y del otro. No solo de un lado, pues de lo contrario no hubiese ocurrido. También que, si no hubiera sido así, Tarradellas no habría podido formar un gobierno de unidad, porque en definitiva todo el mundo estuvo de acuerdo con esa solución. Esta es la realidad. Incluso los partidos de la extrema izquierda fueron los que más avalaron el retorno del presidente y participaron en la asamblea que él constituyó en Francia antes de su retorno.

Por tanto, decir esto de Suárez es de un simplismo extraordinario. Además, existía otra cosa que se ignora. No poseo la referencia personal, pero tengo la de Romà Planas, un gran colaborador del presidente Tarradellas en el exilio, quien me dijo que cuando Tarradellas iba a formar el gobierno de unidad, los americanos presionaron para que no incluyese a los comunistas en su gobierno. Tenga en cuenta que, entonces, un gobierno de la Generalitat de Catalunya no era lo que es ahora, sino que era una institución muy respetada y que no era lo mismo que un gobierno provisional. A pesar de esto se formó sin problemas el gobierno de unidad. La interpretación de que fue una maniobra de Suárez implica que los partidos catalanes eran perfectamente idiotas. Creo que las cosas son más complicadas. No niego que a Suárez le conviniese, porque le resolvía el problema catalán, pero tampoco le sirvió para limitar el predominio de la izquierda en Catalunya, que continuó ganando las elecciones hasta que las perdió en las primeras autonómicas en 1980.

—¿Es cierto que existía una buena relación personal e incluso de simpatía entre Suárez y Tarradellas?

—Sí, pero hubo de todo. Hubo momentos un poco tensos. Él se daba cuenta de que, si nos enfrentábamos al gobierno español, teníamos las de perder. Cómo él dijo tantas veces, ellos se pueden permitir lo que quieran, porque tienen el Estado, y nosotros si no lo hacemos bien no somos ni Estado. Eso lo tenía muy en cuenta. Por tanto, no quiso nunca enfrentarse con Suárez, ni hubiera querido enfrentarse ni con González ni con nadie, ni –si hubiera sido el caso– con Carrillo. Hubo momentos de tensión, especialmente cuando vio que los traspasos no se producían con la frecuencia que se habían previsto. Ahora bien, en último extremo, siempre acudía a una llamada, a un contacto, a una visita personal. Él era un político a la antigua usanza y el trato personal era muy importante. Cuando las cosas se complicaban un viaje a Madrid era inevitable.

—Se dice que Suárez quedó impresionado por la talla política de Tarradellas cuando tras la primera entrevista, que fue un desastre, manifestó a los medios de comunicación que había sido un éxito.

—Yo no estuve en esta entrevista, estaban Sureda y Ortínez, pero me consta que salió hundido de aquella primera entrevista, convencido de que no íbamos a arreglar nada. Además tuvo secuelas, pues encuentros posteriores fueron anulados. Es cierto que Suárez se quedó sorprendido, como quedé sorprendido yo en 1965 y como mucha gente que lo conoció. Era un hombre que exponía claramente sus ideas. Cuando volvió aquí, respondió a una pregunta de la prensa: “Tenga en cuenta que soy el sucesor de una persona a la que el gobierno español fusiló”. Esto sentó relativamente mal en ciertos sectores, pero él dijo lo tenía que decir. No era una persona que escondía sus ideas, pero cuyas ideas, cuando las defendía, respondían a un programa y a una manera de ver la política y supongo que esto fascinó a una parte de la clase política de España. Porque, en España, aunque desde aquí se dicen cosas muy raras, hay un cierto sentido de Estado, compartido por todos los ciudadanos, y ese no es el caso de Catalunya.

Por otro lado, él mantuvo una gran relación personal con los miembros de su gobierno. No únicamente con Raventós, con el cual tenía una relación excelente, sino también con Antoni Gutiérrez Díaz, del PSUC, con quien trabó una verdadera amistad.

—En sentido contrario, en sus memorias “Ja sóc aquí”, Tarradellas relata algunos episodios sobre su mala relación personal y política con Pujol. ¿A qué atribuye esta hostilidad?

—Como le dije antes, Tarradellas se enfrentó a la corriente oficial del catalanismo durante la dictadura porque aquello conduciría –me atrevería a decir– a lo que ha llegado ahora. Él esto lo vio claro. Esto se manifestaba en la falta de empatía, como se dice ahora; incluso, en la manera de exponer las cosas. De todos los miembros del gobierno de la Generalitat de esos años, Pujol era la persona que tenía y podía tener una ambición política más decidida. Había otros con una visión política muy clara, pero que no podían ejercerla, como el PSUC, por circunstancias geopolíticas. Esto se traslucía, incluso, en una cierta sensibilidad ante los problemas políticos.

En definitiva, la tradición liberal de la que venía Tarradellas y que para mí proviene de la Revolución francesa, no ha sido nunca compartida por Pujol. A mi juicio, Pujol es un hombre que todavía no ha asimilado la Revolución francesa. Es posible que también pudiera haber problemas de tipo personal, pero creo que tienen menos importancia que esta cuestión de fondo.

—¿Comparte usted la opinión que, de algún modo, Tarradellas encarna los valores del catalanismo progresista y laico representado por el Monasterio de Poblet, donde están enterrados los reyes de la Corona de Aragón, y Pujol los valores del catalanismo católico representado por la Abadía de Montserrat?

—Bueno, es una interpretación demasiado simplificada, pues no se puede llamar laico al Monasterio de Poblet. En la pregunta que usted me formula, hay un aspecto más interesante del que en principio cabría suponer. Cuando Tarradellas lega su archivo a Poblet, lo hace por dos cosas. Primero, para que no metan mano en su archivo los fisgones de la corriente oficial, dentro de la cual se encuentran historiadores notorios. Depositar su archivo allí era sacarlo de lo que parecía más obvio, como hubiera sido Montserrat. En segundo lugar, en Poblet se halla, por así decirlo, la tradición estatal de Catalunya representada por la Corona de Aragón. Él tenía siempre este pensamiento. De hecho, no es casualidad que cuando terminó su mandato se celebró una reunión en Poblet a la cual invitó a los presidentes de todos los países que formaron parte de la Corona de Aragón; incluida Navarra por la vinculación especial que tuvo en la época de Juan II.

En aquella época llamar a Tarradellas progresista es quizás excesivo. Tarradellas, en ese momento concreto, lo que hace es no crear problemas. Él formaba parte de la tradición, vamos a decir socialdemócrata y liberal. Laico, sin duda, aunque él era católico, nunca dejó de serlo, aunque no demasiado practicante. Repito, tenía muy asumida la tradición de la Revolución francesa.

—¿Por qué cree que Tarradellas no hizo como el lehendakari en el exilio Leizazola y dimitió para ceder el cargo al líder del partido más votado, Carlos Garaicoetxea del PNV, cuyo equivalente en Catalunya era Joan Raventós del PSC?

—Otra vez es lo mismo, fue la confluencia de intereses. En primer lugar, Tarradellas era un hombre de una gran pasión política y regresar como presidente de la Generalitat era un gran triunfo político. En segundo lugar, había una idea muy importante: la continuidad institucional de Catalunya. Durante el exilio, Catalunya no dejó de tener una representación política, basada en el Estatut de 1932. Esta idea de la continuidad la tenía muy metida en la cabeza. Muchas veces se refería a ella en el exilio, a esa falta de continuidad en Catalunya donde siempre tenemos que empezar de nuevo. Ahora tenemos la Generalitat y el Estatut que el pueblo español aceptó ¿por qué hemos de empezar de nuevo con otra cosa?, decía. Tampoco los socialistas impusieron que Raventós fuera el conseller en cap. Creo que Raventós también respiró cuando vio que no era designado como tal. Raventós no era un hombre ambicioso políticamente.

—¿No cree usted que el hecho de que Raventós no fuese nombrado conseller en cap favoreció las expectativas de Pujol en las primeras elecciones autonómicas de 1980?

—Es posible, pero tampoco benefició que las elecciones fueran como fueron. Los socialistas no hicieron una campaña electoral para ganar y tampoco, cuando perdieron, hicieron todo lo posible para entrar en el gobierno. De hecho, poco antes de las elecciones coincidimos en una boda en Rosas donde estuve en la misma mesa que Tarradellas y Josep Pla. Allí Tarradellas dijo que en Catalunya había dos personas que no podían dormir, uno (Raventós) por miedo a ganar las elecciones y otro (Pujol) por miedo a perderlas, lo cual provocó la hilaridad general.

—¿Por qué Tarradellas no quiso presentarse a esas primeras elecciones al Parlament de Catalunya? ¿Acaso tenía miedo a perderlas? Incluso se dice que se llegó a hablar de una candidatura unitaria liderada por él.

—Sí, se habló de hacer eso. Yo estuve muy al margen de esto, pero, si tengo que hablar por lo que él me dijo, no quería presentarse. Si lo que pensaba es lo que me dijo, eso no lo puedo asegurar. Incluso me hizo elaborar un documento sobre una campaña que empezó a correr, con carteles pegados en las calles, pidiendo que se presentase. Efectivamente, hubo fuerzas que presionaron para que se presentara, le hablo desde Pere Durán hasta sectores de otro tipo como Heribert Barrera o Raimon Galí y alguien más del que ahora no me acuerdo, quizás mosén Dalmau o dirigentes de ERC. Me vinieron a ver para ver si yo podía influir para que Tarradellas se presentase. Él no aceptó.

Si usted me pregunta que pienso, creo que Tarradellas tenía 81 años. Y ahora puedo hablar, por la edad que tengo, que uno no es tan combativo como cuando se es joven. Manuel Ortínez, una personalidad estrechamente vinculada a Tarradellas, solía decir que Franco se nos murió diez años tarde, porque si hubiese muerto diez años antes, Tarradellas vuelve a presentarse y gana.

Aquí, también hay dos cosas. En primer lugar, se dice que Pujol y Trias Fargas le ofrecieron no presentarse o ir por detrás de él en una lista conjunta, algo que Tarradellas no aceptó. No digo que no hubiese aceptado presidir la Generalitat en el marco de una candidatura conjunta. Quizás hubiera aceptado presidir la Generalitat si el Parlament lo hubiese elegido, pero el Parlament no podía elegir a un presidente de la Generalitat que no fuese diputado. Y esa condición la impusieron los diputados catalanes a causa de Tarradellas. Tengo una anécdota en ese sentido. Un día discutí, en una conversación muy amigable, con Fontana, ministro de Administración Territorial, cuando yo era secretario general de la presidencia de la Generalitat. Me dijo que la conversación que íbamos a tener la conocía Suárez. En un momento determinado afirmó: “es una lástima que Tarradellas no pueda ser presidente de la Generalitat por culpa del Estatuto”.Yo le respondí: “Oiga, eso no lo dice el Estatuto, lo dice la Constitución. En los artículos dedicados a los Estatutos de Autonomía se dice que los presidentes de los gobiernos autonómicos tienen que ser elegidos entre los diputados”. Fontana observó que “eso fue cosa de los catalanes que impusieron esa condición”. Un día se lo pregunté a Gutiérrez Díaz del PSUC, después de la muerte de Tarradellas, quien me lo confirmó. Estábamos precisamente en una reunión en Poblet con Armet, Sentís, Gutiérrez y yo. Me dijo: “no podíamos tolerar que, de alguna forma, la presidencia se nos escapase a los políticos”, profesionales, añadiría yo. Y yo le respondí, “gracias”, porque a mí también me involucraba.

—Josep Benet publicó en 1992 un libro de más de 700 páginas, titulado “El president Tarradellas en els seus textos”, dedicado a denigrarle ¿Cuáles cree que fueron sus motivos para escribir esta requisitoria?

—Yo he conocido y he tratado a Benet. Dudo mucho que Benet tuviese esa iniciativa si no hubiera habido ciertas presiones para que lo escribiese. No tengo ninguna prueba y no puedo decirlo, pero ha de tener en cuenta que entonces Benet tenía un cargo oficial en la Generalitat y a final de mes cobraba de la Generalitat. Yo no puedo opinar sobre el texto porque no lo he leído pero, por los comentarios que me han llegado, criticar a una persona que políticamente ha triunfado y cuyo autor es una persona que no tenía ni idea de la política, pues cómo se le diría… Benet ha sido demócrata-cristiano, procomunista… Ha sido de todo en su vida, pero forma parte de esa corriente oficial o mayoritaria, para ser más exactos, a la que me he referido antes, del catalanismo durante el franquismo. Es un poco la famosa idea, que se ha extendido después y que es más importante de lo que parece, de esta corriente del catalanismo acomodado que ha tenido siempre la tendencia entre separar entre ellos y nosotros, como si no existiesen los otros, como si nosotros fuésemos los únicos. Esta distinción entre nosotros y ellos ya se encuentra en el siglo XIX y en el XX. Cuando Morgades le coloca la corona de laurel a mosén Cinto Verdaguer, le dice: “te corono en nombre de Catalunya”. Eso era mucho decir, era un poco excesivo; Morgades era el obispo de Vic.

—El 16 de abril de 1981 Tarradellas publicó en La Vanguardia una larga carta, para algunos profética, donde criticaba la deslealtad institucional de Pujol y la llamada “dictadura blanca” que se estaba imponiendo y advirtiendo sobre la nociva deriva del pujolismo ¿Qué opina sobre esto? ¿A su juicio cuál era la concepción de Tarradellas sobre la Autonomía de Catalunya en el período histórico que se abría tras la muerte de Franco?

—Este fue uno de los motivos por los cuales me fascinó Tarradellas. Tenía una gran capacidad para ver por dónde irían las cosas. Los grandes políticos saben hacerlo, tienen esa capacidad para prever. Tarradellas tenía olfato para captar estas cosas. Había una cosa que le preocupaba extraordinariamente. En Catalunya hay dos cosas que le permiten vencer, por lo menos hasta la fecha, si quiere conseguir el encaje con España –como se dice ahora– que más le favorece. En primer lugar, la unidad, y en segundo lugar, el rigor. La unidad era por la preocupación de que los catalanes no resolviesen sus divisiones y para Tarradellas la política que empezaba hacer Pujol remitía al ellos y al nosotros. Es decir, toda una política orientada desde la Generalitat a imponer una cierta visión de Catalunya que automáticamente dejaría fuera de ella a una parte importante de la población. Y esto a Tarradellas le aterrorizaba.

La segunda idea es la del rigor. Tarradellas imponía al gobierno de la Generalitat actuar con un máximo de racionalidad y de rigor. Es decir, no dar un paso en falso. Estas eran las dos cuestiones que a él le preocupaban. Como que él veía que esto empezaba a ser así, temía las consecuencias de ello. ¿Profético? Sí, es profético y seguro que era un enunciado de algo que para él era evidente, según el cual la sopa tiene el sabor de los ingredientes que se ponen en ella. Veía claro que aquella sopa se agriaba.

—En la sesión de investidura de Pere Aragonès, tanto Salvador Illa como el propio Aragonès se declararon tarradellistas ¿Qué piensa al respecto? ¿Quién cree que tiene más derecho a reclamar el legado de Tarradellas?

—Yo no puedo dar derechos a nadie, aunque es verdad, que como decía Romà Planas, al que antes he citado: “en Francia, en algún momento, todos han sido gaullistas”. Esto es una cosa parecida. Hay un momento en que el legado es tan imponente que al final todo el mundo bebe de él. No sé quien tiene más derecho a reclamarse del legado de Tarradellas, esto se verá por lo que hagan. Lo que es seguro es que, lo que se ha hecho desde 2010 hasta la actualidad, es precisamente lo que Tarradellas no quería que se hiciera.

—¿A su juicio, cuál es el legado de Tarradellas? ¿Qué elementos de su pensamiento y trayectoria son válidos en el presente?

—El legado de Tarradellas tiene dos importantes componentes. En primer lugar, un cierto sentido de la realidad. En segundo lugar, un cierto sentido de la ambición; aunque parezca que esto es contradictorio, siempre hay un momento en que pueden coincidir. El momento de la realidad es saber lo que es posible hacer y lo que no es posible hacer. Tarradellas que en 1936 firmó el decreto de colectivizaciones que puso encima de la mesa en gran medida la CNT, es el mismo Tarradellas que aceptó después la monarquía, porque sabía que hay ciertos que no se pueden cruzar. Cuando Catalunya estaba en ese momento con las empresas en manos de los trabajadores, lo que se tenía que hacer era organizarlas y que conste que el decreto de colectivizaciones lo aprueba como conseller en cap, no como su autor. Él es autor, al cabo de unos meses, de la reforma financiera, de los decretos de S’Agaró. Esto es saber cuál es el límite de lo que uno puede y no puede hacer.

La segunda cuestión, muy importante, es una cierta ambición. En el sentido de, a partir de lo que se puede hacer, saber hasta dónde podemos llegar. Es decir, yo sé lo que no puedo hacer, pero lo otro sí que lo puedo hacer. Esto es muy interesante. Nadie, nadie, nadie quería que la Generalitat fuese la institución que gobernase Catalunya después de la dictadura, excepto él. Después sí, se sumaron todos. Cuando muere Franco nadie piensa en ello seriamente. Catalunya es un país, contrariamente a lo que ella piensa de sí misma, de auténticos charlatanes. La gente dice una cosa y hace otra. Esta es la verdad.

—¿Cuál es valoración del giro independentista del catalanismo conservador y de la hegemonía del independentismo en la vida pública catalana? ¿Qué piensa del proceso soberanista?

—Un desastre. Lo peor que podía pasarle a Catalunya es esto, que el propio gobierno de la Generalitat hiciese una política anticatalana o, por decirlo mejor, contraria a los intereses de Catalunya. Esto para mí es un desastre como una casa, porque si en algo se ha manifestado Catalunya siempre es en una cierta continuidad, en un gran desarrollo y capacidad de iniciativa. Y aquí nos hemos cortado la iniciativa. Siempre pongo ejemplos muy tontos, pero que son muy significativos, aunque no querría que la gente lo tomase como algo elitista. Cuando se ofreció al Liceo la posibilidad de ser la ópera nacional de toda España, Pujol se opuso porque no sería catalana. Eso no lo hubiera hecho nadie que hubiera gobernado Catalunya. Para Catalunya es muy importante la proyección que pueden tener las instituciones de este país, para mí esto es decisivo. Maragall me contó también, en su día, que Pujol se había opuesto a que en Catalunya hubiese la sede de un canal de televisión de ámbito español. Esto es un desastre, porque ahora habría un canal hecho en Barcelona con influencia en toda España. Esto es contrario a los intereses no de Catalunya, sino de los catalanes, de los ciudadanos de este país. Por tanto, pienso que lo que ha ocurrido hasta ahora ha sido un desastre inmenso, en el cual con una gran improvisación, un cierto desenfreno y una cierta desconsideración hacia los ciudadanos se ha hecho una política contraria a la tradición y a la historia de Catalunya, de su economía y de su sociedad. Esto para mí es un desastre. Todo lo que se ha hecho en estos años no ha conducido a nada interesante.

Catalunya ha perdido mucho peso, no solo en España sino en el mundo, bueno en el mundo es quizás exagerar, pero sí en Europa. Cuando yo era presidente de la conferencia europea de rectores y había algún acto en España me preguntaban si podía hacerse en Barcelona. No sé si lo dirían ahora.

—¿A su juicio cuál sería la solución al conflicto entre el movimiento independentista y el Estado español?

—Volveré a repetirle la respuesta que le he dado antes. Una política que sea ambiciosa y al mismo tiempo realista. Y estas condiciones no se dan en este país desde el 2010.

—Usted es un gran economista. No puedo resistirme a la tentación de preguntarle cómo percibe la evolución del capitalismo. Tras los años del Estado del Bienestar y la hegemonía del pensamiento de Keynes, en los años 80 se impuso el paradigma neoliberal impulsado por Reagan y Thatcher. Ahora parece que, tras la pandemia, Biden quiere impulsar una suerte de New Deal y que la Unión Europea abandona la ortodoxia y libera fondos públicos ¿Cree usted que estamos ante un cambio de paradigma y una vuelta a una suerte neokeynesianismo?

—Antes de la pandemia, tras la crisis del 2008, se quiso poner al día el reaganismo-thatcherismo con el argumento que ahora que retornamos a la normalidad vamos a volver a hacer lo mismo. Es evidente que la pandemia ha creado un problema más serio; a saber, no hay posibilidad de salvar la economía si no hay una intervención del Estado.

Se dice que el capitalismo se basa en el mercado, pero también se basa en el Estado. Nunca ha habido la posibilidad que se base únicamente en el mercado o sólo en el Estado. Si no lo hace el mercado, lo hace el Estado, en caso contrario se impone la ley del más fuerte. Pienso que, en la revolución de Thatcher y Reagan, el papel más importante y el gran problema fue la liberalización de los movimientos financieros. Es decir, la posibilidad de permitir cualquier tipo de movimiento de capital financiero por los motivos que fuere entre los países. Esa fue la gran innovación, esa es la gran pieza del legado de Thatcher y Reagan y ese es precisamente uno de los temas sobre los que Keynes insistió; es decir, la necesidad de controlar de alguna forma estos movimientos de capital especulativo. Seguramente, uno de los problemas que se encontrarán los gobernantes va a ser meterse en este tema concreto. Y este problema no se planteó en serio antes de la pandemia.

La pandemia ha obligado a replantearse seriamente estas cuestiones. Sobre todo por la exageración que sobre esto ha existido particularmente en el periodo, por hacer una caricatura del neopopulismo al estilo de Trump. Pienso que Biden representa un cambio decisivo. Por ejemplo, lo que no se atrevió a hacer Obama se está atreviendo a hacerlo Biden. Es evidente que, en este momento, aparecen voces que claman en desierto diciendo que estamos yendo mal. Esto se está viendo en todas partes, como se están quejando de que esto va conducirnos a la inflación que fue la que, de alguna forma, puso fin al periodo del keynesianismo y del Estado del Bienestar al final de los 60. En este sentido, es un gran cambio. No va ser fácil, pero, bueno, es una esperanza. Lo que es cierto es que en el mundo de la economía, del análisis económico, se había dicho que Keynes era un despreciable economista de segunda fila y ahora nadie se atreve a decirlo. Keynes construyó su sistema de forma heterodoxa, pero en estos momentos la heterodoxia ha sido la línea oficial porque lo que planteaba Keynes corresponde a la gran tradición de economistas como Marx, Smith o Ricardo.

Creo que sí es un momento de un gran cambio. Ahora hay un movimiento general de opinión sobre esto. Si lee publicaciones de economía internacional, como el Financial Times, se percibe que hay una sensibilidad sobre algunos temas que en el pasado no existía. La idea de que el objetivo de la empresa, y este es también un aspecto importante del legado de Thatcher y Reagan, es maximizar la renta de los accionistas se está poniendo en cuestión. Vamos a ver hacia dónde se va. Es evidente que va ser complicado. Primero, porque las circunstancias en que nos movemos ahora son muy distintas, porque está la globalización, existe el problema específico de los países subdesarrollados, la emergencia de China, etc. Por otra parte, dentro de cada país, los partidos de izquierdas, los partidos socialdemócratas, los laboristas, no tienen tampoco un proyecto tan claro como el que se tuvo en el origen del Estado del Bienestar.

También, en aquellos momentos, había por parte de la derecha el miedo a los partidos comunistas y a la Unión Soviética. Esto explica el motivo por el cual el partido conservador en Gran Bretaña y otros partidos conservadores aceptaron el Estado del Bienestar. El Estado del Bienestar se impone en Europa, incluso en América bajo Johnson, con la aquiescencia de los partidos conservadores moderados. Y esto ahora es más difícil. La conversión de Merkel para permitir la multilateralización de la deuda de cada Estado es un paso importante. Merkel pertenece a un partido de derechas, pero de todos los partidos de derecha europeos, el suyo es el único que ha conservado la tradición democristiana, que es una tradición distinta a la del resto de partidos conservadores. No hay democratacristianos ni en Italia .