Manuel Cañada es educador social. Fue secretario general del PCE de Extremadura desde 1992 hasta 1995 y Coordinador general de IU Extremadura entre 1995 y 2003. Desde 2003, su militancia se centra en los movimientos sociales, especialmente en los relacionados con la lucha contra el paro y la precariedad. Autor de La dignidad, última trinchera, antes había publicado La huelga más larga, un ensayo sobre la huelga y posterior resistencia de los yeseros de Badajoz.
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—Nos centramos, si te parece, en tu último libro “La dignidad, última trinchera”. Hablas de dignidad. ¿Qué es la dignidad? ¿Quiénes son dignos?
—La dignidad es un sentimiento revolucionario, podríamos decir, parafraseando la conocida expresión que utilizó Marx refiriéndose a la vergüenza. La dignidad es un motor de transformación individual y colectiva, una conmoción de la conciencia a partir de la cual se alza la autonomía moral y política. No quiero, no soy un esclavo, en mi hambre mando yo, como le espetara el jornalero andaluz a un señorito en los años de la II República, rechazando los dos duros que le daba para que votase al cacique de turno.
“El lenguaje, al igual que cualquier madre, lo sabe todo”, decía John Berger. La dignidad, como todos los conceptos filosófico-políticos es una idea esencialmente histórica, que condensa significados de distintas épocas. Hunde sus raíces en la reflexión sobre la especificidad de la naturaleza humana que se hace desde la antigüedad, vinculando el concepto al de racionalidad y libertad. Y durante siglos se utilizó con un sentido similar al de honor, como en la obra de Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea: “Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, dice Pedro Crespo, el labrador acomodado, padre de Isabel, la joven que ha sido violada por un capitán del ejército.
Pero será a partir de la revolución francesa y, sobre todo, después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando la palabra dignidad adquiera los perfiles con los que hoy la identificamos. Desde entonces, la condición de ciudadano irá desplazando a la de súbdito y la noción de dignidad se vinculará progresivamente con la de derechos humanos. “El proletariado que no quiera dejarse tratar como canalla, necesita de su coraje y de su dignidad más todavía que de su pan”, escribirá Marx en 1847.
—Una reflexión de Marx poco citada.
—“Aquí estamos, somos la dignidad rebelde, el corazón olvidado de la patria”, afirmará el subcomandante Marcos en 1994, anunciando la irrupción del movimiento zapatista. En España, durante el terremoto social que hemos vivido en los últimos años, la palabra dignidad ha condensado la rebeldía y las esperanzas de los movimientos populares, del 15M a las Marchas del 22 de marzo. La dignidad ha emergido como el grito de lucha frente a la miseria, la injusticia y la humillación en las innumerables variantes urdidas desde el poder: la vergüenza de los desahucios, la degradación del paro, el envilecimiento de la doble y hasta triple escala salarial, la afrenta de no poderle comprar los libros de texto a los hijos, la denigración de tener que estar localizable las 24 horas del día para poder trabajar en un contrato de mierda a tiempo parcial, la deshonra de tener que ir a los bancos de alimentos, el desdén de tener que andar esperando 16 meses la respuesta a una solicitud de renta mínima de inserción, el “que se jodan” vomitado a los parados por una diputada del PP, el llanto de la madre que tiene que estirar la leche echándole agua, la postración sistemática en las oficinas de empleo y los servicios sociales, el sometimiento a las leyes mordazas…
Frente a la presunta “dignidad de los honores, de la etiqueta y de la jerarquía, de los que tienen plata y el protocolo más la pleitesía”, como decía burlonamente Benedetti refiriéndose a los ladrones de cuello blanco que suelen detentar el poder, se ha alzado la otra, la auténtica dignidad: “la dignidad de la pobreza, la que se lleva inscrita en el pellejo”, “la dignidad de los leales, la de quienes no cambian sus raíces por las alas ni exigen el cilicio ni la alfombra”.
—¿Por qué hablas de última trinchera? ¿Estamos en guerra?
—Sí, claro, aunque no esté declarada. Una guerra social, la guerra del capitalismo contra la humanidad y, si me apuras, contra la propia vida. El capitalismo está mutando, nos adentramos a marchas aceleradas en el “momento Polanyi”, como le gusta decir a Manolo Monereo, aludiendo a las tesis del antropólogo austríaco. El neoliberalismo es violencia condensada, institucionalizada. Lo que ocurre es que en muchas ocasiones esa violencia “ya no destruye desde fuera del propio individuo. Lo hace desde dentro y provoca depresión o cáncer”, por decirlo con las palabras de Byung-Chul Han.
Tomemos simplemente dos datos de esa guerra sorda, el que hace referencia a las muertes en el Mediterráneo y el de los suicidios en España. El año pasado murieron ahogados 5.000 inmigrantes en su intento por llegar a las costas de Europa, un 25% más de víctimas que en el año anterior. Y el otro dato, estremecedor también: una media de 10 suicidios por día en nuestro país. Ya es la primera causa de muerte no natural en España, por delante de los accidentes de tráfico.
Las profecías distópicas que anunciara Susan George en Informe Lugano, aquel temprano ensayo sobre las consecuencias posibles de la globalización, están cumpliéndose con exactitud asombrosa.
—Parecía imposible, pero George acertó de pleno.
—Ella hablaba de cómo “la prescindibilidad” ascendería en la escala social. Y por aquellas mismas fechas, en 1999, Saramago afirmaba que lo que se está preparando en nuestro planeta es un mundo para el disfrute de los ricos. A unos mil quinientos millones de seres humanos –entre el veinte o el veinticinco por ciento de la población– se les considera desechables. El mundo se va llenando de prescindibles, de desechables, de vidas desperdiciadas, de población sobrante. Aunque no lo parezca, la supresión de la tarjeta sanitaria a millones de personas, la instauración del copago farmacéutico incluso a parados sin prestación, los recortes en los sistemas públicos de salud o la eliminación de las ayudas de dependencia, nos hablan de la guerra social en curso.
Es, como decía Paco Fernández Buey en una hermosa intervención con motivo de una marcha contra el paro, “como si la noria de la historia hubiera vuelto a los tiempos del capitalismo salvaje”.
Negar la condición de mercancía, dar valor a nuestras vidas, ese es el indispensable punto de partida. Me gusta mucho la última película de Ken Loach, Yo Daniel Blake.
—A mí también. Una de las mejores en mi opinión.
—Cualquier parado de larga duración de nuestro país se identificará fácilmente con el protagonista, un carpintero inglés de 59 años que ha perdido el empleo y acude a solicitar el subsidio. El calvario de las oficinas de empleo y de los servicios sociales, la maraña burocrática aplasta-pobres, nos resultan familiares. La película termina con una estremecedora carta: “No soy un cliente, ni un consumidor, ni un usuario del servicio. No soy un gandul, ni un mendigo ni un ladrón. No soy un número de la Seguridad Social o un expediente. Siempre pagué mis deudas hasta el último céntimo y estoy orgulloso. No acepto ni busco caridad. Me llamo Daniel Blake, soy una persona, no un perro, y como tal exijo mis derechos. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, nada más y nada menos”.
—El prólogo del libro está escrito por Julio Anguita. ¿Por qué pensaste en él?
—El prólogo de Julio Anguita es para mí un inmenso honor, un enorme privilegio por muchas razones, pero destacaría sobre todo dos de ellas. Primero porque es la persona que más ha influido en mi formación política, ha sido y es un maestro y un hermano de lucha. Ayer en IU y hoy en el Frente Cívico.
Pero además porque, en mi opinión, Julio es uno de los militantes, de los revolucionarios más virtuosos que ha parido este país en mucho tiempo. Es un ejemplo constante de dignidad y lealtad a su pueblo, de lucidez y honradez. En definitiva, un espejo donde mirarse y una brújula contra el extravío y los cantos de sirena.
La primera vez que vi a Julio Anguita fue en el X Congreso del PCE (julio de 1981). Yo era un chaval de 19 años y recuerdo cómo me impactó –a mí como a tantos compañeros– aquel hereje, que hablaba de Gramsci en su intervención como portavoz de la minoría. Por cierto, de un Gramsci que tenía poco que ver con la versión paniaguada del eurocomunismo. Luego fue creciendo aquella figura tan extraña, aquel alcalde tan ajeno al incienso de la transición que peregrinaba explicando el presupuesto pizarra en mano por los barrios de Córdoba, que se enfrentaba al obispo o al rey. Y desde su elección como secretario general del PCE en 1988 he tenido la fortuna de haber compartido camino y vendavales con Julio, sobre todo desde mis responsabilidades orgánicas en Extremadura.
—El epílogo lleva la firma del historiador Juan Andrade. La misma pregunta: ¿por qué Juan Andrade?
—Lo que decía respecto de Julio es, en buena medida, atribuible también a Juan. Me precio de ser amigo y compañero de fatigas de ambos. En mi opinión, representan lo mejor del pasado, del presente y del futuro en la piel de toro. Y, por otra parte, la garantía de que el libro al menos cuenta con algunas páginas que merecen la pena.
Juan es capaz de fundir, de manera nada frecuente, rigor y radicalidad. Es, sin duda alguna, uno de los mejores intelectuales con los que cuenta nuestro país, que amasa en sus libros, artículos e intervenciones la finura y el compromiso, el aprecio a los matices y el arrojo disidente. Los tres libros que ha publicado hasta ahora son, cada uno de ellos, piezas magistrales. Para mí Juan representa una forma de entender el compromiso que nos previene frente a los atajos del activismo y del oportunismo. Contar con un epílogo escrito por él constituye, también, otro obsequio impagable y una gran alegría. También me gustaría agradecer la aportación de Paco Garabato, el autor de la portada…
—Me he olvidado, tienes razón.
—Paco es un artista militante de una generosidad extraordinaria. Y de una valía que todavía no ha sido reconocida. Eduardo Galeano solía decir que si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, como mucho hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo. Si Paco estuviera en la villa y corte merodeando a los poderosos y no en Extremadura y al lado de los movimientos de lucha, tendría todas las puertas del “mundo de la cultura» abiertas de par en par. Pero Paco ha decidido ligar su arte al destino de la gente que sufre y pelea.
—Dedicas el libro a Nela, Ernesto y Carmen, faros y aliento permanente, y a los militantes de los Campamentos Dignidad. ¿Qué son esos Campamentos? ¿Cómo surgió el nombre?
—Los Campamentos Dignidad son un movimiento por los derechos sociales que nacieron en Extremadura en febrero de 2013. Son una de las creaciones más originales de la clase obrera en estas tierras, “una anomalía salvaje”, un árbol bravío que se ha alzado en los páramos de Extremadura, desafiando al mismo tiempo el clientelismo del poder y las prácticas rutinarias políticas y sindicales, que casi siempre acaban llegando a la conclusión de que el paro y la precariedad son “inorganizables”. Y que parecen condenadas a girar eternamente alrededor de la noria del clasemedianismo.
Los Campamentos Dignidad nacieron alrededor de tres reivindicaciones, la renta básica universal, la creación de empleo y la oposición a los desahucios de vivienda, ya fuera esta pública o privada. Desde entonces han seguido ampliando su ámbito de intervención (pobreza energética, apertura de comedores escolares, precariedad laboral…). Son un espacio de empoderamiento muy presente en la vida de algunos de los barrios más machacados de las ciudades extremeñas, un movimiento con una fuerte base comunitaria, que aúna el conflicto, la pedagogía y la vida cotidiana.
El nombre surgió la noche del 20 de febrero, día en el que irrumpió el primero de los Campamentos, en Mérida. Recuerdo que aquella noche, rodeados de policía que no sabríamos si al final desmantelaría la acampada, unas setenta personas debatíamos cómo le llamábamos a aquella criatura que pugnaba por nacer. Había una emoción enorme, era como si todos intuyéramos que en ese gesto de desobediencia balbuceaba algo nuevo, que bebía de luchas anteriores pero rompía también con el repertorio ritual. Era una acampada, como el 15M, movimiento en el que habíamos participado algunos de nosotros. Pero la acampada nacía en la puerta de la oficina de empleo y con la participación de gente de las barriadas, con personas que portaban otra indignación distinta. Era una especie de 15M obrero, empeñado en organizar el Sí se puede de los parados, de la gente más humilde. “Campamento de los parados”, propuso un compañero; “Ciudad de los parados”, planteó otro. Y, como en el poema de Neruda, “una callada sílaba iba ardiendo/congregando la rosa clandestina”, fue creciendo el rumor de una palabra: Dignidad. Creo que fue el compañero Ramón Carbonell quien lo propuso, aunque otros dicen que fue Mila Ranz o quizás fuera Manolo Pineda…
—Dedicas el libro a “las personas que luchan desde abajo”. ¿Y qué personas luchan desde abajo?
—“Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor”. Tu pregunta me trae a la memoria esa letra de la Internacional nada canónica pero, como sabes, muy extendida entre la gente obrera hasta los años setenta. El tenedor, como recuerda Sergio Molino en La España vacía, es un utensilio que entró tardíamente en España y asociado siempre a las clases dominantes. Yo les escuché cantar esta versión a mis padres, siempre con una media sonrisa, sarcásticos pero orgullosos en el fondo, de haber atravesado la densa prohibición que pesaba sobre aquella canción aunque fuera con ese formato.
Los de abajo son los oprimidos y oprimidas de cada época, con independencia del utensilio del que se valgan para comer. Pero la dedicatoria la hice pensando sobre todo en unas oprimidas y unos oprimidos muy específicos, aquellos que sufren el paro, la pobreza o la precariedad ahora y luchan desde ahí. Las Marchas de la Dignidad o la Marea Básica son dos buenos ejemplos de ello. Movimientos construidos desde la base, que no han contado ni cuentan con demasiados focos mediáticos y que se fajan con las realidades más duras.
¿De qué altavoces ha dispuesto la huelga de las trabajadoras de Bershka? ¿En qué periódico informan de la lucha de las kellys? ¿Quiénes se han enterado de que cuatro personas de Málaga y Granada, Paco Vega, Demetrio Cano, Mario Arias y Feliciana Mora, han mantenido una durísima huelga de hambre exigiendo la renta básica que contempla el Estatuto de Andalucía? ¿En qué televisión ha salido la acampada de la Plataforma de Afectados por la Crisis (PAC) de Badalona? ¿Quién se ha enterado de que desde hace meses se mantiene una acampada de la pobreza en Vigo? A todos ellos está dedicado este libro pues, además, son los auténticos inductores del mismo, quienes le dan sentido.
Para Juan Carlos Rodríguez –el profesor granadino fallecido recientemente– pensar desde abajo quería decir pensar desde la explotación, no desde el yo-pobre diablo correveidile, sino desde el yo-histórico.
—La introducción lleva por título: “Pequeños ojos de agua”. ¿Qué pequeños ojos de agua son esos?
—El título alude a un poema de Roque Dalton, “Ley de la vida”. Dos de sus versos dicen así: “En la lucha social también los grandes ríos/nacen de los pequeños ojos de agua”. El manantial común de los artículos que componen este libro es el de los movimientos sociales. Son diez textos vinculados o inspirados en la lucha de algunos de los movimientos populares en los que he participado a lo largo de los últimos quince años, desde el movimiento antiglobalización a los campamentos dignidad, pasando por la plataforma Refinería No o las asambleas de parados.
Desde que abandoné las responsabilidades políticas en IU, en 2003, mi militancia se ha ceñido casi exclusivamente a la participación en los movimientos sociales. En mi opinión, los movimientos populares, “utopías hechas a mano y sin permiso, a pulso, en la calle y el barrio”, como dice Miguel Fauré, son los verdaderos hacedores de la historia. Descreo cada vez más de los atajos partidarios, electorales o institucionales, de la visión abrumadoramente dominante que reduce la política a tecnología discursiva, a “ciencia” de interpretadores. En los últimos años, especialmente a raíz del 15M, se ha desarrollado una riquísima red de movimientos populares –la PAH, las mareas o las marchas de la dignidad son solo tres de los ejemplos más conocidos— de enorme creatividad y potencia, que ha sido en gran medida menospreciada. Pero, como recuerda Roque Dalton en el poema mencionado, “el árbol poderoso comienza en la semilla”. Sin movimientos populares de base la transformación social es una quimera.
—Citas a Rafael Chirbes: “Cada época produce su propia injusticia y necesita su propia investigación, su propia acta”. ¿Qué injusticia esencial produce nuestra época? ¿Cuál debería ser nuestra investigación?
—Nuestra época es un tiempo de encrucijada, de cambio histórico. La crisis sistémica está desvelando la irracionalidad e insostenibilidad del neoliberalismo, del capitalismo en sí. La hondura de la crisis, la condensación de colapso financiero, cambio climático, crisis del empleo y de la representatividad política –por citar solo algunos de sus principales elementos constituyentes– son percibidas ya por amplios sectores de la población con una mezcla de vértigo y urgencia. Recuerdo que Santiago López Petit, a principios del siglo, describía la globalización como un desbocamiento del capital.
—Sí, lo recuerdo. No es mala metáfora.
—Pues bien, desde entonces ese proceso no ha hecho sino acelerarse. Pero, aunque todo el mundo intuye que el juego de la cerilla y la fantasía de la globalización feliz se han terminado, en el timón continúan el capital financiero y la ideología neoliberal que nos han traído hasta aquí. El neoliberalismo se ha convertido, efectivamente, en la nueva razón del mundo, subordinando todas las células de la vida social a la lógica de la competencia, moldeando la subjetividad de las personas a la medida del individualismo, del principio de precariedad.
En el huevo del neoliberalismo se desperezan ya formas nuevas de fascismo, de autoritarismo y control social. La aceptación de la corrupción como paisaje inevitable, de los paraísos fiscales, de la estafa financiera, de la represión contra la disidencia social o política, la organización del rencor social contra los de abajo, la normalización de las cárceles para la inmigración “ilegal”, constituyen la avanzadilla de esa transformación del capitalismo contemporáneo.
En nuestro país, además, se han anudado tres crisis, la referida del capitalismo global, la de la Unión Europea y la específica, del régimen del 78. El cuento de la UE como tierra de promisión, oasis de libertad y progreso, se descompone vertiginosamente. Tras la fábula que nos hablaba de autovías, erasmus y subvenciones comunitarias, aparece el rostro granítico del austericidio, la Europa del Banco Central y de los CIEs. Y el retablillo de la transición modélica también hace aguas, mostrando ahora las entretelas del sistema de puertas giratorias, el entramado oligárquico que se ha alzado en las últimas décadas.
Nuestra investigación, nuestra acción, ha de empeñarse en estudiar los cambios concretos que están produciéndose en la sociedad y muy especialmente en las clases populares.
—La primera parte del libro lleva por título “Comunismos: teoría, poesía y partido”. ¿Qué es para ti el comunismo a día de hoy?
—Decía Paco Fernández Buey que la palabra utopía había sido deshonrada en multitud de ocasiones. Otro tanto podría afirmarse en nuestro tiempo al referirnos a la palabra comunismo. Como sabes mejor que yo, Fausto Bertinotti, el que fuera secretario general de Refundación Comunista, afirmaba que con este término se hacía referencia a tres significados, la experiencia estatal en los países del llamado socialismo real, un modelo de sociedad al que se aspira y el movimiento que lucha por la consecución de ese ideal. En las últimas décadas desde el poder se ha hecho un intenso trabajo de impregnación ideológica reduciendo el significado de la palabra comunismo a la primera acepción.
Para mí el comunismo representa una pasión igualitaria, un compromiso de clase y la adhesión a una tradición emancipatoria revolucionaria que nace con las primeras rebeliones antiesclavistas y llega hasta los movimientos antisistémicos de nuestros días. Me gusta especialmente la definición de comunismo que hizo Manuel Sacristan –en un artículo sobre Marx escrito en 1974–: “una sociedad superadora de la alienación: una sociedad de la armonía entre cada cual y los demás, entre cada individualidad y su proyección social (entre el hombre y el ciudadano), entre cada cual y su trabajo, entre cada cual, los demás y la naturaleza”. Me identifico con una concepción del comunismo como una identidad fuerte e inclusiva, radicalmente democrática, que incorpora el legado de otras corrientes emancipatorias tales como el ecologismo o el feminismo, vinculada permanentemente a las luchas populares y a la organización de contrapoder.
—El primer apartado del primer capítulo está dedicado a El capital, a los capítulos IV y VIII. ¿Por qué esos capítulos y no otros?
—En el curso 2004-2005, como alumno de la UNED, tuve el inmenso honor de disfrutar del profesor José María Ripalda, un extraordinario filósofo que impartía “Historia de la filosofía”, una de las asignaturas optativas en las que me había matriculado. Escogí esos dos capítulos siguiendo la sugerencia de Ripalda y me parece un criterio muy acertado para cualquiera que desee adentrarse en la espesura de El Capital. El Capital no es una novela, sino un mapa, una brújula para descifrar el modo de producción capitalista, “las leyes naturales de la sociedad capitalista”, como dice Marx.
El capítulo VIII aborda la jornada de trabajo y el IV la transformación del dinero en capital. Las huellas del dolor, en uno, y los secretos de la valorización en otro. La historia de las clases oprimidas, en el primero, y el descenso a las madrigueras de la producción, atravesando las brumas donde se esconde, huidizo como Mister Hyde, el auténtico sujeto soberano en la sociedad burguesa, el capital.
—¿Qué tiene que ver el comunismo con la poesía? ¿Cuándo puede afirmarse que un poeta es comunista?
—En el libro se incluye un artículo sobre uno de los mejores poetas de la conciencia, Antonio Orihuela. El texto no tiene la pretensión de formular una poética y mucho menos un manual sobre el compromiso político del escritor.
El vínculo entre arte y revolución viene de lejos. Las vanguardias políticas y artísticas han andado habitualmente de la mano. Basta recordar la célebre frase de André Breton: “Transformar el mundo, dijo Marx; cambiar la vida, dijo Rimbaud: estas dos consignas para nosotros son una sola”. Maiakovski, el cine soviético, el surrealismo, el teatro de Brecht, la generación del 27, la Alianza de Intelectuales Antifascistas, Miguel Hernández, el neorrealismo… el contubernio viene de lejos.
Y no podría ser de otra manera. “Toda poesía es hostil al capitalismo”, escribió Juan Gelman. El capitalismo es la dictadura de las mercancías, la estandarización del pensamiento, la naturalización de la explotación del ser humano. Y la poesía, sin embargo, es la singularidad, la mirada nueva y atenta, la exaltación de la vida. A Rafael Chirbes, que se definía como un escritor “brochiano” le gustaba definir la literatura como una forma impaciente de conocimiento. La lengua es un ojo, un ojo que extrae de lo real lo que de lo real importa, el milagro cotidiano (Ada Salas); el poema es una palabra que muerde un trozo del pan de la verdad (Jorge Riechmann).
—Un apartado de este capítulo del que estamos hablando lleva por título: “IU, abrazados a una política muerta”. ¿Sigue siendo así? ¿IU defiende una política muerta a día de hoy?
—Escribí este artículo en 2004. Hacía cuatro años que Julio Anguita había abandonado la dirección y sobre IU se extendía de nuevo la larga sombra del eurocomunismo. La nueva dirección, con Llamazares al frente, subía a los altares a Carrillo y purgaba incluso del vídeo oficial a Julio Anguita. IU se mostraba en ese momento como una fuerza crecientemente subalterna del PSOE y de su entramado mediático, agarrotada ya por los intereses de sus aparatos y afincada en el discurso políticamente correcto. De la IU soberana e intento de movimiento político-social quedaban poco más que los ecos.
El paso del tiempo no hizo nada más que profundizar esa deriva. La irrupción del 15M y de toda la extraordinaria movilización social posterior vino a demostrar la esclerosis de la dirección de IU, su alejamiento de la realidad. No es que no entendieran el 15M, es que ni siquiera eran capaces de interpretar las Marchas de la Dignidad, en las que se había volcado una parte muy sustancial de su militancia. Al final, se quería subordinar aquel terremoto popular a la misma rutina de la última década: cultura de la transición, institucionalización, politicismo, clasemedianismo…
Tras la elección de Alberto Garzón y de su equipo parece que se ha abierto una etapa nueva. Ojalá sean capaces de sortear las inercias y los bloqueos que han conducido a IU a esta situación. Ojalá se afiance Unidos Podemos más allá de la alianza electoral, como una herramienta útil en la construcción de un bloque social crítico, de un movimiento de unidad popular capaz de impulsar el proceso constituyente que necesita el país. No se trata sólo de relevos generacionales ni de afinar discursos, se trata de nuevas prácticas colectivas, de siembra, de coherencia entre el decir y el hacer.
—El segundo capítulo lleva por título: “Extremadura: caciquismo y resistencia”. ¿Se puede hablar, a día de hoy, de caciques? ¿Quiénes son los caciques extremeños en estos momentos?
—El caciquismo fue un modo de dominación con hondas raíces en Extremadura y en gran parte de España. Un sistema que iba mucho más allá de la caricatura representada por Jarrapellejos, el personaje de la novela de Felipe Trigo, o por la compra de votos que suponía el “encasillado”. El caciquismo, como lo definiera Azaña de modo deslumbrante en 1926, era “la sorda opresión cotidiana, una suplantación de soberanía”, una red capilar que lo empapaba todo. “El caciquismo viene de abajo a arriba. Es un arrecife de coral. Cuando el político emerge en Madrid, coruscante, vanidoso como una tiple, sienta sus pies en un pedestal de roca. Lo que menos le importa al pedestal es la catadura del figurón a quien encumbra”. A poco que se conozca Extremadura estas palabras suenan con extraordinaria actualidad e incluso parecen estar refiriéndose a políticos coetáneos fácilmente identificables.
El heredero directo del caciquismo es lo que hoy denominamos clientelismo, que reproduce, en lo fundamental, la misma lógica de sumisión. El clientelismo se basa en la manipulación selectiva y estratégica de la escasez, en la degradación de los derechos en favores, que administra hoy una nutrida red de conseguidores. El acceso al empleo, a la vivienda o a las subvenciones, los créditos, los contratos, las subcontratas, las comisiones de servicio, la publicidad institucional en los medios de comunicación, nada es ajeno a la malla sistémica. El clientelismo es hoy la segunda piel de la política, la constitución real de las relaciones sociales en esta tierra.
—¿Por qué señalas el 25 de marzo como el verdadero Día de Extremadura?
—Con el artículo que escribí junto a Eugenio Romero, un compañero de los Campamentos Dignidad que es actualmente parlamentario de Podemos, pretendemos divulgar un acontecimiento trascendental en la historia de la región que, al día de hoy, es desconocido todavía por la mayoría de los extremeños. El 25 de marzo de 1936 se materializó una revolución que apenas aparece en los libros de historia. Al unísono en 280 pueblos, más de 60.000 jornaleros llevaron a cabo la ocupación de 3.000 fincas en toda Extremadura, que empezaron a roturarse ese mismo día. En veinticuatro horas y de forma pacífica, cambió de manos la propiedad de la tierra y la prometida reforma agraria empezó a hacerse realidad.
Historiadores como Víctor Chamorro y Francisco Espinosa han explicado la trascendencia de esa jornada para la región y para el país. El golpe militar del 18 de julio y la matanza de la plaza de toros de Badajoz tienen una estrecha relación con esta fecha, un emblema de la primavera del Frente Popular.
En la transición, PSOE y PP impusieron como Día de Extremadura el 8 de septiembre, el día de la Virgen de Guadalupe. La fotografía del último 8 de septiembre que junta a Guillermo Fernández Vara, Cristina Herrera (delegada del gobierno) y al arzobispo de Toledo encarna a la perfección la Extremadura del poder y de la resignación.
El 25 de marzo, que ha empezado a reivindicarse por diversos movimientos de la región, representa, por el contrario, no solo un momento crucial en la historia de Extremadura –la lucha de “generaciones de campesinos empeñadas en desestrechar la tierra del privilegio”, como dice Víctor Chamorro–, además constituye un símbolo de esperanza y de empoderamiento popular. Una enseña contra el paro, la emigración y el clientelismo, los tres grandes problemas estructurales de la región.
—El tercer capítulo lleva por título: “Precariedad, crisis y luchas sociales”. ¿Existe el precariado como clase como algunos autores afirman? ¿Una nueva clase social?
—En este debate, con demasiada frecuencia sobra mucho bizantinismo y brilla por su ausencia el análisis riguroso y, sobre todo, la praxis. Es evidente que no existe una nueva clase social, pero no lo es menos que la precariedad estructural está produciendo hondas trasformaciones en la clase trabajadora. En lugar de debates nominalistas que confrontan, ya sea con tonos místicos o milagreros, los conceptos de clase obrera y precariado, podría ser más fructífero estudiar qué cambios concretos está produciendo la precarización generalizada del trabajo –y de la vida en su conjunto– y, sobre todo, las experiencias de lucha capaces de unir lo que el capital astilla.
La precariedad extiende hoy su régimen de incertidumbre mucho más allá del mundo laboral. La precariedad es temporalidad, extensión de las ETTs y de las oficinas privadas de colocación, abaratamiento del despido, reducción brutal de los salarios, impago de las horas extras, sobrecualificación, disponibilidad permanente, emprendedores de auto-subempleo, devaluación de los convenios… Sí, la precariedad es todo eso pero, además, también se llama desahucios, pobreza energética, consumo de ansiolíticos, crisis de los cuidados o bloqueo de la emancipación familiar. Y, sobre todo, equivale a miedo, impotencia, ruptura del nosotros.
El paro, la precariedad y la exclusión social se convierte en la cotidianidad para millones de personas.
—Y de manera creciente.
—Tres datos que retratan la nueva situación que los poderes aspiran a normalizar, a asentar: en 2010 el 80% de los desempleados ingresaban algún tipo de prestación; actualmente la tasa de cobertura es del 56%; 8 millones de personas asalariadas no llegan a los 1.000 € brutos mensuales; 13,3 millones de personas están en riesgo de pobreza o exclusión social.
Pero, si es importante que examinemos con atención toda la diversidad de mecanismos que desmigajan hoy a la clase trabajadora, lo es aún más analizar y extender el original movimiento obrero que está surgiendo. La movilización de los repartidores de Deliveroo, la huelga de los trabajadores de Eulen, las luchas en Movistar o Berskha, la organización de las camareras de piso son algunas muestras. Como afirma Eddy Sánchez, una “consecuencia de la precariedad estructural es el surgimiento de una nueva forma de expresión del conflicto obrero”, que se corresponde sobre todo con la aparición de una nueva clase trabajadora de servicios, más extensa y feminizada. Y junto a ese reciente sindicalismo en el centro de trabajo, la red del sindicalismo social, la PAH, las plataformas de parados y precarios, los centros sociales. El reto planteado, como nos advierte José Luis Carretero, “no es sólo la auto-organización social desde la precariedad, que es vital, sino también la construcción popular de un tejido social muy inclusivo”. Se puede, claro que se puede recrear la unidad y la solidaridad de clase.
—De los años de lucha de los Campamentos Dignidad, ¿qué es lo que más te ha emocionado? ¿Cuál ha sido su principal éxito?
—Quizás el momento más doloroso fue la muerte de José Giménez Lorente, que fuera el primer cocinero del campamento. A José le mató la miseria el 6 de agosto de 2014. Tenía una enfermedad grave y no podía pagarse los medicamentos. Luchó hasta el final, sin regatear esfuerzos, sin pedir nunca nada para él. Le mató la miseria pero jamás le derrotaron los miserables.
Creo que más allá de los desahucios impedidos o de las rentas mínimas arrancadas a la Junta de Extremadura, el éxito mayor de los Campamentos es, justamente, haber puesto en pie un potente movimiento popular, una comunidad de lucha contra el paro y la precariedad.