El Sermón: Juan Goytisolo compañero de viaje

Miguel Riera

Juan Goytisolo entrevista
Sin la menor duda, sin Juan ni el Topo ni sobre todo Quimera habrian sido lo que fueron –y todavía son. En el Topo, por esa contagiosa capacidad que tenía de irradiar ética y principios, de buscar complicidades, amén de escribir desinteresadamente para la revista.

En Quimera, porque se arremangó como el primero, escribiendo y ayudando a que otros escribieran. De ambas revistas fue compañero de viaje. Pero empecemos por el principio.

No estoy seguro de que fuera así, pero así es como lo recuerdo. Un buen día, hace ya casi cuarenta años, en el primer local que albergó a El Viejo Topo sonó el timbre de la puerta. A la persona que le abrió, el visitante le comentó escuetamente que era Juan Goytisolo, y que quería hablar con los responsables de la revista.

Aunque yo solo había leído por aquel entonces Señas de identidad, sabía muy bien que se trataba de uno de los escritores españoles más importantes en lengua española, sino el que más. Traducido a diversas lenguas, había tenido ocasión de leer los ditirambos y los que le dedicaban medios como New York Review of Books y otras revistas especializadas. Era impensable que una figura tan importante fuera a cruzar, así como así, el umbral del local en que unos cuantos jóvenes trataban ingenuamente de salvar al mundo.

Pero ahí estaba, con su seriedad habitual, diciendo con amabilidad que quería colaborar con la revista. Y sin cobrar.

Ahí empezó una larga amistad y una gran complicidad con las aventuras que hemos ido llevando a cabo en esta casa. Primero en El Viejo Topo, que no dejaba de visitar cuando llegaba a Barcelona desde su exilio parisino. Después con Quimera, revista a la que dedicó continuos esfuerzos, reclutando para la misma lo mejor de la literatura contemporánea. Gracias a su complicidad, por las páginas de Quimera desfilaron Julián Ríos –otra pieza clave en el desarrollo de la revista–, Cabrera Infante, Octavio Paz y, abierto el camino, Roa Bastos, Donoso, Fuentes, Monterroso, Vargas Llosa y tantos otros. Juan se implicó tanto en Quimera que incluso, con la ayuda de Julián Ríos y Jordi Dauder, salvó de la desaparición a la revista –afectada por la quiebra sucesiva de varias distribuidoras latinoamericanas– consiguiendo la donación de obra pictórica –algunas de gran formato– de artistas muy importantes, obras con las que se organizó una gran exposición en la sala Maeght de Barcelona. La pintura de Roberto Matta que ilustra la página 28 de este número es una de ellas. La colección acabó en manos de la Caixa por cuatro cuartos, a pesar de que su valor era altísimo.

Aquellos eran tiempos en que Juan pasaba algunas semanas en España, sobre todo en primavera y verano, aunque seguía residiendo fundamentalmente en París. Se alojaba en la masia familiar de Torrentbó, acompañado muchas veces de Monique y otros amigos que acudían a pasar unos días en aquel paraje.

Después, ya en la segunda etapa del Topo, su aliento fue constante. Puede que suene a farol, pero Juan me decía a menudo que la única cosa que podía lerse en España era precisamente El Viejo Topo. No hace mucho me había dicho que quería conceder su última entrevista –la definitiva– y quería que se publicase en nuestra –su– revista. Por desgracia, la entrevista no pudo llevarse a cabo.

Ciertamente, si hubiera que diseñar un prototipo del intelectual comprometido, sería buena idea tomar inspiración en la persona de Juan. No fue perfecto (¿quién lo es?) pero fue honesto, una cualidad rara en nuestros días. Se sentía bien con los humildes, odiaba la afectación, la pompa, los discursos vacíos.

Pocas personas conocen sus esfuerzos por luchar contra situaciones injustas concretas y en apoyo de los más débiles. Pondré solo un ejemplo: consiguió arrastrarme hace ya bastantes años hasta Valdemingómez, un lugar infernal en el que una barriada de barracas estaban construidas sobre una charca de purines de cerdo y junto a una montaña gigantesca de basura sobre la que trepaban los camiones. Todos los habitantes de la barracas sufrían eczemas y toda clase de enfermedades ante la indiferencia de las autoridades, incluidas las sanitarias. Juan luchó denodadamente para intentar sacar a aquella gente de allí, aunque sin mucho éxito. Pero él no se daba por vencido e incordiaba a todo aquel con mando en plaza al que tenía acceso para intentar remediar aquel desastre.

Juan Goytisolo compañero de viajeLa última vez que nos vimos fue en Marrakech. Dimos el paseo que solía dar cada día, pero la mayor parte del trayecto estuvo absorto, contestando a mis preguntas con frases cortas. Luego, cenando en su casa, caía abruptamente en espirales de silencio de las que salía como quien surge del fondo de un pozo. Doy fe de que lo que ha contado Francisco Peregil en El País es absolutamente cierto. Juan contaba abiertamente, entre silencio y silencio, sus emociones, sus sentimientos, sus circunstancias. Probablemente incluso Peregil ha evitado dar algunos detalles que hubieran añadido dramatismo a su relato. Algunas personas has protestado por que Peregil revelara la amargura, el desánimo, la desazón que Juan sentía, aludiendo a que no se preservaba la intimidad del escritor fallecido. Una protesta absurda: el autor de Coto vedado se había desnudado ya ante nosotros, y no tenía nada que ocultar. Siempre alzó la verdad –su verdad, si se quiere–, siempre fue sincero.

Juan siempre se sintió incomprendido. Exiliado. Nunca llegó a formar parte de ningún grupo; nunca estuvo en el mainstream de nuestra vida literaria. Tuvo feroces enemigos, casi siempre emboscados. Fue, en mi opinión, tratado injustamente: que se le diera el premio Cervantes a los 85 años suena a broma pesada. Tuvo que aceptarlo por razones que ya se han explicado, pero estoy convencido de que le hubiera encantado rechazarlo, como hizo con la Cruz de Sant Jordi de la Generalitat.

Juan se ha marchado. Nos quedan, claro está, sus libros. Sus artículos. Pero, sobre todo, nos queda su ejemplo.

Ojalá cundiera.