Llega un nuevo 14 de abril, y la república sigue estando muy alejada de nosotros. No es extraño: durante décadas las izquierdas la han reclamado con la boquita pequeña, sin creer verdaderamente que era un objetivo alcanzable. Echaban pelotas fuera con la excusa de la popularidad del rey-padre, y cuando esta última declinó, en la del buen hacer del rey-hijo, cuya imagen ha sido mimada a conciencia por los medios hasta el lamentable y revelador correo dirigido al compi yogui, correo que ha sido sepultado rápidamente sin que la institución monárquica haya quedado excesivamente laminada. Así somos de tontos.
Esa inhibición de las izquierdas siempre me pareció un gran error. No solo por motivos éticos, por reclamarnos ciudadanos y no súbditos, o por simple sentido común al rechazar la preeminencia genética sobre otras virtudes, sino porque además la monarquía es un firme pilar del sistema bipartidista. Un bipartidismo que no es cosa de dos, sino de tres: PP, PSOE y la Casa Real. Y un cambio de verdad sólo será posible si esos pilares son sustituidos por otros más democráticos, menos vinculados al business, más proclives a reconocer quién es, en una democracia real, el auténtico soberano.
Y sólo con el advenimiento de una república será posible hallar una solución aceptable –para casi todos– a la cuestión territorial; mientras la monarquía del bipartidismo tenga en sus manos las riendas de la jefatura del estado ese problema permanecerá enquistado, desgastando a tirios y troyanos.
Pero es verdad que la salida republicana no se atisba en el horizonte, de manera que de momento tendremos que apañarnos con los remedios que tengamos más a mano. Y lo más urgente es acabar con el sistema bipartidista, que a pesar de estar carcomido por el resultado de unas políticas económicas nefastas y roído por la corrupción, a pesar de no ser capaz de imponer –por ahora– un gobierno que encaje con sus prioridades, muestra todavía un notable vigor y gran capacidad de influencia, como demuestran las últimas campañas orquestadas a través de los medios de comunicación.
La más agresiva, hasta niveles que entran de lleno en la comicidad (como por ejemplo la exigencia del inefable Eduardo Inda del procesamiento de Jorge Verstrynge por una supuesta inducción a la práctica del terrorismo nuclear), es la desarrollada, de forma abrupta y simultánea, por casi todos los grandes medios, contra PODEMOS. Esa campaña ha hecho evidente quién es el enemigo más peligroso para el sistema: PODEMOS. Es el enemigo a batir, por una razón muy simple: hasta ahora –y espero que siga siendo así cuando se lean estas líneas– PODEMOS no se ha situado en una posición subalterna frente al PSOE. Pablo Iglesias sabe perfectamente –y lo ha repetido con insistencia hasta que empezó el baile de los pactos– que la única posibilidad de socavar con alguna efectividad el régimen del bipartidismo es mediante el sorpasso al PSOE, y no situándose como un díscolo hermano menor que al final acaba pasando por el aro del hermano mayor.
La virulencia del ataque ha sido en la segunda semana de marzo (y tal vez lo siga siendo en las siguientes) de tal magnitud, y la manipulación tan evidente (por más que inspirada en problemas reales que sin duda existen en el seno de PODEMOS), que es posible que fomente una corriente de simpatía hacia la formación morada en aquellos que mantenían dudas, y el supuesto descenso de PODEMOS que pronostican las encuestas tal vez sea prontamente enmendado.
El poder de los aparatos del Estado, a las órdenes de los que, como suele decir un buen amigo mío, mandan sin haberse presentado a las elecciones, no solo se ha puesto de manifiesto en los ataques a PODEMOS, sino también en el afloramiento de causas –muy justificadas, por cierto– contra el PP. Es evidente que esos poderes no confían ya en el PP, acosado judicialmente y sin capacidad, al menos por ahora, de auto-regenerarse; apostaron en su momento por Ciudadanos –sin que ese partido cumpliera las expectativas depositadas en él– y vuelven a hacerlo ahora. El PP va a recibir durante estos dos meses un varapalo tras otro, y las encuestas ya muestran un descenso importante, compensado por el correlativo aumento de Ciudadanos. Y así hasta que la camarilla que se agarra desesperadamente al poder –y pensar sobre las razones que pueden tener para ello produce desazón– acabe dejando paso a caras nuevas y el partido se “modernice”. Un nuevo PP volverá a recoger las simpatías de los que mandan. En ese momento Ciudadanos quedará circunscrito estrictamente al papel que los partidos del centro liberal tienen en toda Europa: actuar de bisagra y medrar con unos y con otros, pero preferentemente con las derechas rancias.
El objetivo del sistema, pues, resulta obvio: modificar las expectativas electorales laminando a PODEMOS, rebajando las ínfulas de Rajoy y aupando a Ciudadanos, de modo que el futuro gobierno esté formado por el tripartito de centro-derecha (permítaseme la licencia de imputar al PSOE ser de centro, aún sabiendo que sus bases son de izquierda; pero su política económica no lo es) o por la alianza PSOE-Ciudadanos con la abstención pactada de “otro” PP.
En fin, nada que no sea obvio, aunque algunos se hayan dejado obnubilar por el teatro de los pactos.
Una última referencia a las encuestas (volátiles, es verdad, pero indicativas): en la más reciente de las que conozco, la suma de PP y C’s da 44,2%, el PSOE alcanza el 21,9% y la suma de PODEMOS e IU el 24%. Que alguien tome nota.