¿Cuándo el pueblo es soberano? Consideraciones sobre justicia, democracia y socialismo

Genís Plana

¿Cuándo el pueblo es soberano? Genís Plana
¿Por qué el cumplimiento de la Constitución española podría ser una reivindicación formulada desde la izquierda política? El artículo pretende acomodar el concepto de soberanía nacional dentro de un marco analítico consecuente con las ideas de justicia, democracia y socialismo.

Hace diez años, en una entrevista de 2012, Julio Anguita lamentaba que “a la Constitución se la están cepillando todos los días”. Para Anguita, el problema de la Constitución es que, en ciertos aspectos fundamentales, no se cumplía. “¿Sabe cómo haríamos la revolución? Cumpliendo la Constitución”, afirmaba en otra entrevista de 2016. Y añadía: “Muchos rojos imbéciles hablan de cambiarla. No, tío, primero cumple ésta y luego la cambiamos”.

¿Qué es aquello que no se cumple de la Constitución? Seguramente pensemos en sus aspectos sociales: Art. 35: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo»; Art. 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Pero hay mucho más. Afirmaba Anguita que “si coges el artículo 128 («Toda la riqueza del país está subordinada al interés general»), ya tienes las expropiaciones. Y así sucesivamente. Eso es ser un auténtico rojo: devolvérsela al poder con la legalidad vigente”.

Entonces, ¿vale la pena una lucha política que pretenda materializar los principios jurídico-políticos que se hallan en la Constitución? Esta idea parece desprenderse de los comentarios de Anguita. Ahora bien, para disponer de un criterio sólido deberemos observar sus cimientos, aquellos artículos de la Constitución española que, ubicándose en el título preliminar, constituyen sus rasgos fundamentales. Ahí vamos.

De entrada, en el artículo primero, apartado segundo, se afirma: «La soberanía nacional reside en el pueblo español». Por consiguiente, y dejando de lado la procedencia del poder constituyente originario, nos encontramos ante un texto constitucional en el cual el «pueblo español» es el sujeto titular de la «soberanía nacional». Aquí «pueblo» alude al conjunto de los ciudadanos. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿son los ciudadanos quienes ejercen ese poder supremo, ubicado dentro del territorio nacional, al que denominamos soberanía?

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La hipótesis de este artículo es la siguiente: la soberanía solo puede ejercerse en condiciones de «justicia social» y de «justicia política». Significa esto que el pueblo español, titular nominal de la soberanía nacional, únicamente puede actuar como su titular efectivo, su pleno usufructuario, bajo los supuestos habilitados por 1) la «justicia social» y 2) la «justicia política». Pero, hablando en propiedad… ¿Qué significan estos conceptos?

Por un lado, una sociedad es socialmente justa cuando los medios materiales y sociales que son necesarios para vivir una vida en plenitud han sido distribuidos de manera (relativamente) equivalente entre el conjunto de sus miembros. Por otro lado, una sociedad es políticamente justa cuando el conjunto de sus miembros dispone de un acceso (relativamente) equivalente a los medios necesarios para participar en los procesos de toma de decisiones al respecto de los asuntos que afectan a su vida. Examinemos con mayor grado de detalle cada una de esas dimensiones.

[1] En lo que respecta a la «justicia social», empecemos por clarificar que la plenitud humana se vincula a una vida digna y, por consiguiente, a una vida cuya existencia no se limita a la mera subsistencia. Así, la plenitud humana refiere a una idea que remite a las potencialidades de los seres humanos, y éstas no pueden desarrollarse sin la concurrencia de recursos materiales y condiciones sociales. Aunque sean multidimensionales las capacidades y los talentos susceptibles de ser desarrollados por las personas, cualesquiera que sean éstos requieren de esos recursos materiales y condiciones sociales previamente referidos.

En correspondencia con lo afirmado, debiéramos mencionar la importancia de una adecuada nutrición, de un acceso garantizado a la asistencia sanitaria y a una vivienda saneada, pero también la importancia de disponer de seguridad personal y de condiciones laborales óptimas… así como procesos educativos por medio de los cuales realizar aprendizajes que permitan el desarrollo de las capacidades, no solo físicas y sociales, sino también intelectuales.

Esta concepción de la justicia social no significa –insistamos en esto– que todas las personas deban desarrollar las mismas habilidades, pero siquiera supone que deban potenciar alguna supuesta habilidad. Significa, únicamente, que la suerte que corren las personas a lo largo de su itinerario vital no viene marcada por un acceso diferencial a los recursos sociales y materiales necesarios para poder alcanzar cierta plenitud humana. Las personas podrían responsabilizarse plenamente de sí mismas cuando, y solamente cuando, no existan factores extrínsecos a sí que jugasen un papel descollante en la determinación de su acción humana.

Una sociedad no puede ser socialmente justa si, incluso desde el instante mismo de su nacimiento, unos individuos se encuentran con palancas que aúpan y otros, por el contrario, con óbices que entorpecen el desarrollo de sus capacidades vitales. El desigual acceso de las personas a un número de prestaciones y recursos que, además, son de calidad desigual es aquello que impide la justicia social. El reverso de una situación como esa es evidente: las personas pueden desarrollarse sin perjuicio de la consustancial diversidad humana en lo que refiere a aquellos aspectos (sexo, género, etnia, raza…) compatibles con una ciudadanía republicana.

Un planteamiento como el expuesto niega todo tipo de desigualdades –y no solamente las referidas a la clase socioeconómica– que interfieran en el acceso de las personas a los medios necesarios para vivir una vida digna de ser vivida, una vida en plenitud. Por consiguiente, posee el mérito de integrar en su matriz lógica al probo núcleo de sentido que pudiera subyacer al ideario feminista y antirracista. A fin de cuentas, si consideramos que las contrapartes del sexismo, racismo, homofobia, imperialismo… son justas es porque el razonamiento molar que las atraviesa implica la igual dignidad de todos los seres humanos.

Siguiendo este trazado argumental nos situamos ante una analogía de la distribución material de recursos, por un lado, y el reconocimiento moral de los individuos y/o colectivos, por otro. Dicho claramente: que todos los miembros de la sociedad debieran tener un acceso (relativamente) equivalente a los medios sociales y materiales necesarios comporta que todos los miembros de la sociedad poseen el mismo respeto y reconocimiento. Puesto que un aspecto presupone al otro, y viceversa, no existe diferencia fundamental entre los derechos sociales, que proporcionan recursos materiales, y los derechos cívicos, que otorgan a todas las personas idéntica dignidad o consideración moral.

[2] La «justicia política» es el segundo supuesto que contemplamos, dentro de nuestro marco normativo, para el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo. Las personas solamente pueden ser soberanas si disponen de la capacidad de participar en decisiones colectivas que afectan a sus vidas. A estas decisiones las llamamos políticas por cuanto que vinculan a las personas en tanto que miembros de pleno derecho de una comunidad política; es decir, en tanto ciudadanos. No aludimos, obvio resulta, a las decisiones privadas que toman las personas, considerándose como individuos aislados, que no son vinculantes sobre los demás miembros de una sociedad administrada por instituciones políticas.

Así pues, una sociedad podría considerarse políticamente justa cuando las decisiones colectivas, aquellas que afectan al destino común de todos los miembros de la comunidad política, responden a principios democráticos. Desde esta visión ofrecida, entendemos la democracia como una forma de decidir al respecto de cuestiones de relevancia pública tomando como criterio de referencia consideraciones de interés general. La democracia sería la práctica resultante de procesos, deliberativos pero no dilatados, en los que participaría la ciudadanía mediante razonamientos públicos y en los que la idea de bien común debiera actuar como principio rector.

Sin embargo, al considerar que muchas de las decisiones económicas son privadas y, por ende, no deben someterse a discusión pública, el capitalismo le niega a la sociedad la capacidad de participar en decisiones que afectan, no ya a algunos de sus miembros, sino fundamentalmente al conjunto de la sociedad misma. La democracia queda sustraída del destino colectivo de la sociedad cuando cuestiones económicas de amplia magnitud resultan extirpadas de la agenda pública y, amparándose en una noción restringida –exclusiva y excluyente– de propiedad privada, son arrojadas a las fuerzas del mercado.

Teniendo presente lo anterior, una sociedad solamente puede ser políticamente justa si existe una decidida intervención pública sobre aquellas actividades económicas cuya magnitud afecta al conjunto de la sociedad. Si las estructuras económicas resultan apartadas del control democrático, su mera existencia resulta una amenaza contra la lógica pública que le resulta propia a la comunidad política. A la postre, resultaría inevitable una nacionalización de aquellos sectores económicos considerados estratégicos para el devenir de la sociedad. Sin democracia económica no hay democracia.

El control público de los recursos económicos permitiría, entre otras cosas, distribuirlos equitativamente según el principio de justicia social previamente referido. Además, impediría la hipertrofia de los activos económicos de los propietarios, evitando así que éstos puedan adquirir poder político por medio de una riqueza que, no lo vamos a negar, permite influir o corromper a servidores públicos y/o cargos políticos. La única vía por la que intervenir en los asuntos públicos debiera establecerse según los protocolos y procedimientos democráticos que operan sobre la consideración de que los ciudadanos son recíprocamente libres e iguales.

Observamos, pues, que la cuestión de la «justicia política» es, a su vez, la cuestión de la democracia, y ésta remite, en última instancia, al problema de la ciudadanía: “sin una ciudadanía activa y participativa, formada e informada, que entienda lo que se debate en el espacio público de forma que pueda intervenir en él, es imposible hablar de calidad democrática”[1]. De ahí se sigue la importancia de una educación pública de calidad, de unos medios de comunicación rigurosos y de un denso asociacionismo civil; y ello refiere directamente a los medios materiales y sociales de los que depende la «justicia social» antes aludida.

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Los planteamientos formulados hasta ahora, que en cierta medida se inspiran en el trabajo de Erik Olin Wright [2], nos permiten expresar la siguiente afirmación: las condiciones por las cuales es posible la «justicia social» y la «justicia política» se retroalimentan. Por consiguiente, ambas formas de justicia se encuentran mutuamente implicadas y, a su vez, ambas formas de justicia son necesarias para que la soberanía –atribuida al pueblo según la Constitución vigente (artículo 1.2)– pueda pertenecerle efectivamente.

En el caso de darse una adecuación entre la «constitución formal» –relativa al ordenamiento jurídico del poder– y la «constitución material» –relativa a la dinámica sociopolítica del poder–, una adecuación entre el «dicho» y el «hecho», entonces nos estaríamos aproximarnos a aquello que Ricardo García Manrique [3] denomina «socialismo». Según este filósofo del derecho, el socialismo es aquel modelo sociopolítico en que los recursos imprescindibles para el ejercicio de la ciudadanía son proporcionados a todos los ciudadanos en las mismas cuotas y de la mayor calidad posible. Este modelo debe distinguirse de otros dos: el «liberal» y el «socioliberal».

En el modelo «liberal» el mercado actúa como el principal mecanismo de distribución de recursos; en el modelo «socioliberal» –que correspondería al de nuestra sociedad– los bienes y servicios asociados a los derechos sociales son distribuidos en un grado mínimo por encima del cual existen amplias cuotas de satisfacción. Significa esto que, en la concepción «liberal», únicamente disponen de salud, educación, vivienda, etc. quienes puedan pagársela, por lo que la sociedad queda absorbida por el mercado; mientras que en la concepción «socioliberal» la comunidad política ofrece los recursos mínimos por los cuales asegurar una elemental existencia social.

En una sociedad como la nuestra –correspondiente al modelo «socioliberal», recordemos– la provisión pública de recursos (bienes y servicios) es considerablemente inferior, en cuanto a cantidad y a calidad, que la oferta privada que es posible encontrar en el mercado. De manera que, quienes quieran una mejor sanidad o una mayor educación, o directamente no aspiren a almorzar en un comedor social o a pernoctar en un centro de acogida, deben recurrir a ese circuito de asignación de bienes y servicios llamado mercado. Su capacidad económica, y no su condición de ciudadanos, será aquello que dictamine el acceso a los recursos.

Salta a la vista que la situación «socioliberal» comporta que el grado de desarrollo que alcanza la plenitud humana de los ciudadanos sea tan desigual como asimétricos son sus recursos económicos. En última instancia, el mercado acaba siendo el mecanismo que permite obtener mayores y mejores recursos materiales y, por ende, mayores y mejores capacidades humanas. En estas circunstancias, unos individuos, aquellos que poseen mayores recursos y capacidades, disponen de mayor poder que otros; y la consecuencia de ello es fácil de adivinar: la soberanía ya no pertenece de facto al pueblo, aun siendo, de iure, el sujeto titular de la soberanía.

Hágase notar que solo el modelo «socialista», según el cual el régimen de ciudadanía es el principal criterio de asignación de recursos, se propone como una concepción expansiva de los medios por los cuales es posible desarrollar las capacidades humanas y disponer de una vida plenamente libre. Si los bienes y servicios son distribuidos de manera equitativa (cantidad) y sustantiva (calidad), las personas se liberarán de la imperiosa necesidad de disponer del monto económico suficiente para obtener esos mismos recursos por medio del mercado privado.

¿Es el socialismo sinónimo de libertad? Si el dinero ya no determina nuestra vida, somos más libres. Somos más libres cuando disponemos de mayor seguridad. Las instituciones deben ofrecer seguridad, pues solo desde una dotación de recursos garantizada, liberados del desasosiego constante que supone la lucha por la existencia («libertad de»), es que los ciudadanos seremos libres para controlar nuestro propio devenir («libertad para»). Y, en tanto que libres para controlar nuestro propio devenir, podemos ser plenamente responsables del mismo.

Somos responsables cuando disponemos de las capacidades de decidir y actuar por nosotros mismos. (Al tratarse de una consideración cuyo dominio es ético –y no jurídico– no exime de responsabilidad penal). Pero no hay que olvidar que esas capacidades proceden de determinadas condiciones materiales y recursos sociales. De modo que, cuando la situación vital de las personas viene marcada desde su mismo punto de partida, cuando las condiciones sociales y materiales iniciales predisponen las subsiguientes posibilidades de desarrollo humano, la «igualdad de oportunidades» resulta fraudulenta.

Una sociedad política, tanto más consecuente es con la «igualdad de oportunidades», cuanto que menos dispar es la dotación (o provisión) de recursos (bienes y servicios) que disponen sus miembros, ya desde su nacimiento, y a lo largo de sus vidas. Y solo disponiendo de los recursos por medio de los cuales desarrollar sus capacidades humanas («justicia social»), éstos podrán decidir de manera efectiva al respecto de su devenir, no solo en tanto que individuos, sino –principalmente– en tanto que ciudadanos, es decir, en tanto que miembros de una sociedad política («justicia política»).

A la capacidad mancomunada de decisión al respecto de los asuntos comunes muchos lo denominaran «socialismo». Otros afirmarán que «democracia» es la fórmula política en virtud de la cual descansa la capacidad compartida de decidir sobre aquellos asuntos que afectan o involucran a todos los miembros de la sociedad. Sea como fuere, es el resultado de que la «soberanía nacional» resida en ese sujeto político al que denominamos «pueblo». Por consiguiente, un proyecto político que aspire a que el pueblo español –es decir, el conjunto de ciudadanos de la nación– sea efectivamente el soberano es, tautológicamente, un proyecto político al que podríamos considerar democrático o socialista.


[1] Monge, Cristina & Urdánoz, Jorge (Eds.): Innerarity, Daniel. Comprender la Democracia. Gedisa, 2018.

[2] Olin Wright, Erik. Construyendo utopías reales. Akal, 2014.

[3] García Manrique, Ricardo. La libertad de todos. Una defensa de los derechos sociales. El Viejo Topo, 2013.