El futuro como problema político
Vivimos una transición geopolítica de grandes dimensiones en medio de una crisis ecológico-social del planeta, nos dice Monereo. Pero va más allá, mucho más allá. Conviene leerlo atentamente.
I
La normalización de la excepción
Normalidad y excepción se suceden en fases donde se engarzan orden, caos y orden de nuevo. En el trasfondo, los ciclos del capital en su evolución histórica; cuando estos coinciden con cambios en la hegemonía geopolítica, la economía-mundo capitalista muta, cambia sustancialmente y entramos en una etapa percibida por los actores como “caos sistémico”. El desorden lo invade todo, los viejos equilibrios se transforman, las identidades cambian y el futuro se convierte en un problema. No sé, como diría el joven Mao, si el momento es excelente o no, simplemente constatar que el avance histórico está conectado con épocas de crisis. Como siempre, su resultado nunca está escrito y depende de la capacidad de los actores, de su fuerza y decisión.
Estar en crisis exige “resituarse” en el mundo; paradójicamente, obliga a cambiar nuestra relación con el pasado y, desde ahí, otear el futuro para volver a un presente entendible. Situación de excepción y estado de excepción siempre están relacionados. Así ha sido, al menos, desde la Modernidad; lo hemos vivido muchas veces. De hecho, estamos en la crisis de la segunda globalización capitalista en la que entrevemos un capitalismo que cambia en sus fundamentos, una transición geopolítica de grandes dimensiones en medio de una crisis ecológico-social del planeta. La gran novedad de esta fase, insisto, percibida como caos y desorden, es que el giro geopolítico pone en crisis a Occidente como cultura dominante y emergen viejas, sofisticadas y dominadas civilizaciones como China y la India.
En un contexto como este, se impone clarificar el punto de vista. Se habla, con razón, de crisis de las ideologías; más adelante volveré sobre ello. Solo, como punto de partida, lo siguiente: crisis es también retorno, vuelven todas las ideologías, incluso las peores; otras cambian, pero lo que aparece es un vacío, una subjetividad derrotada, sepultada bajo los carros de los vencedores. Me refiero al socialismo como cultura, organización y proyecto de superación del “desorden” capitalista y construcción de una sociedad sobre bases humanas y fraternas. Lo que se está agotando ante nuestros ojos es una etapa histórica marcada por la irrupción de las masas en la política como sujeto autónomo, el protagonismo de los de abajo y su capacidad para disputar la hegemonía a una burguesía conquistadora e imperial que estaba creando un mundo a su imagen y semejanza.
Crisis es también retorno, vuelven todas las ideologías, incluso las peores.
Situación de excepción y estado de excepción van juntos. La democracia realmente existente, la que conocemos y hasta valoramos, ha venido funcionando porque obligaba, no solo a reconocer el conflicto de clases, sino a construir un tipo de capitalismo donde la democracia constitucional fuese factible. Los cambios sustanciales en la economía capitalista están modificando la relación entre la economía y la política y, más allá, ponen en cuestión la democracia que hemos conocido hasta ahora, entendida como autogobierno de las poblaciones, como soberanía popular. El estado de excepción es siempre una decisión soberana; cuando esta ya no depende de la ciudadanía, emerge el poder, los poderes de hecho.
II
Vivir con el miedo
Hay una tradición bien asentada que afirma que la política, el Estado, tienen su fundamento en el control social del miedo; producir seguridad, cohesión e identidad como requisito previo y básico de toda comunidad política. Seguramente el dato más relevante de nuestras sociedades es una necesidad ontológica de seguridad. Las poblaciones demandan protección, certezas y orden en un mundo que se les hace cada vez más ancho y ajeno ante un futuro, no solo indeterminado, sino oscuro, problemático, que se atisba como negativo. El “progreso” fue el pasado y parte del presente, no así el futuro. La “inseguridad existencial” es la vida de los “comunes y corrientes”; lo nuevo es que ya estos no tienen referentes ideales y políticos.
¿Qué es lo nuevo? La rebelión de las élites, su desprecio al pueblo.
No hay que ser demasiado lúcidos para entender que esta demanda de seguridad frente al miedo tiene mucho que ver con la hegemonía política, económica y cultural de la globalización neoliberal. Aquí conviene detenerse un momento. El funcionamiento del capitalismo siempre se ha dado en contextos no capitalistas y ha necesitado de estos para su propio funcionamiento. De hecho, la historia del movimiento obrero como sujeto político ha estado siempre unido a la corrección de sus efectos y a la desmercantilización. La tensión entre capitalismo y sociedad siempre ha existido; lo nuevo, una vez más, es, como Polanyi nos enseñó, la pretensión de las élites capitalistas de re-mercantilizar el conjunto de las relaciones sociales, especialmente la fuerza de trabajo. El consenso en torno al Estado social tenía mucho que ver con su capacidad para dar seguridad a las clases subalternas y, más allá, a un conjunto amplio de la población. Las generaciones que protagonizaron la lucha social, el conflicto de clases y el cambio político en Europa, lo vivieron como conquista, como progreso irreversible y como sólida ancla para clarificar el futuro. Es esta percepción histórica la que ha cambiado y la que hoy determina, en gran parte, nuestro presente.
III
La rebelión de las élites y la desintegración del pueblo
El lector atento comprenderá que estamos viviendo un “momento Polanyi”, es decir, la reacción de las sociedades (desde su propia historia, desde su propia correlación de fuerzas y desde su horizonte de futuro) a un conjunto de políticas que han afectado negativamente a su vida, han cuestionado sus identidades históricamente constituidas y les han robado el futuro en sentido estricto. En todas partes, el mismo fenómeno, lo que cambian son las respuestas. ¿Qué es lo nuevo? La rebelión de las élites, su desprecio al pueblo, a su triste papel de inadaptados, de perdedores, de incapaces de entender y comprender el mundo global, dinámico y abierto que están construyendo.
Hay una segregación económica, social, territorial y cultural –los chalecos amarillos en Francia lo expresan muy bien–, que separa a unas élites ampliadas de un pueblo marginalizado, precarizado y sin poder, que siente que ha perdido identidad y protagonismo y que, desesperadamente, busca salidas desde su memoria histórica, desde sus imaginarios sociales y desde una práctica que no acaba de convertirse en proyecto y en estrategia. Esta escisión está presente en todas las sociedades europeas. El problema es que la realidad creada por los medios no la dejan ver y, cuando emerge, siempre lo hace como excepción, cuando no como amenaza. De nuevo, hay que hablar de percepciones socialmente creadas.
La dictadura de lo políticamente correcto actúa como un discurso disciplinario que margina y criminaliza a los otros “discursos”, los no convencionales, los contrapuestos, los antagónicos. Las rebeliones lo son también frente a los medios y a su supuesto control de la opinión pública. En todas partes, excepciones que confirman la regla de una reacción de la sociedad a políticas, prácticas y concepciones que la convierten en sujeto pasivo de una historia que va contra ellas.
Lo que está ocurriendo en países como Brasil ante el fenómeno Bolsonaro ayuda a entender lo que digo. Lo podríamos definir de la siguiente forma: anticomunismo sin comunistas, antisocialismo sin socialistas, contrarrevolución sin revolucionarios. Es una señal que marca una época. Las élites dominantes sienten que ya no tienen enemigo, que ya no tienen fuerzas que se les opongan existencialmente. Por decirlo de otra forma, que ya no tienen que pactar su modo de vida, sus privilegios, sus creencias, con una plebe, por fin, sometida, sin proyecto y con una débil capacidad de respuesta. Entiéndase bien, lo que está en cuestión es el reformismo. Hablar del programa del PT brasileño como el de una fuerza comunista, socialista, revolucionaria no deja de ser una exageración histórica. Lo que el sistema no admite hoy es el reformismo en sus versiones fuertes o débiles y lo que aparecen son una élites con la aspiración de imponer sus pre-juicios a toda la sociedad. ¿Qué queda de la democracia? Su aspecto más formal, un procedimiento para seleccionar las élites gobernantes. ¿Qué desaparece? La democracia entendida como medio para conseguir justicia social, igualdad sustancial entre hombres y mujeres y desarrollo de las libertades públicas. En definitiva, una democracia que no decide nada fundamental, que tiene que aceptar los dictados de unos poderes económicos que han conseguido capturar al Estado y lo han puesto a su servicio.
El anti estatalismo neoliberal siempre ha sido falso. Los poderes económicos, mucho más en España, siempre han necesitado del Estado, han vivido de él y aspiran a seguir haciéndolo. Precisan un tipo de Estado que garantice sus poderes despóticos, su seguridad jurídica y, sobre todo, un modelo social que les permita mantener sus privilegios. La clave, poner fin al Estado social, es decir, a la regulación democrática del mercado, la defensa de los derechos sociales y la definición de políticas públicas que promuevan el pleno empleo.
IV
Crisis de régimen/crisis generacional: El bloqueo del futuro
Llevaba razón Ortega, la juventud está históricamente determinada y cada generación suele ser marcada por un hecho decisivo. Antes, los períodos de la juventud estaban señalados, eran conocidos y quedaban establecidos por un conjunto de momentos iniciáticos. Esto ya no es así. ¿Cuándo comienza y cuando termina la juventud? No lo sabemos realmente. La EPA lo establece como la edad de trabajar, de los 16 a los 30 años. Todo lo demás es arbitrario. Se pueden decir dos cosas para ir concretando. El período de juventud tiene que ver ya poco con la biología y lo que hoy lo determina es la emancipación familiar que, dicho sea de paso, en España es muy tardía. La juventud es, desde el punto de vista social, un complejo que encierra varias dimensiones de clase, de territorio, de género, de nivel educativo…
¿Qué queda de la democracia? Su aspecto más formal, un procedimiento para seleccionar las élites gobernantes.
No es este el lugar para entrar en un análisis a fondo sobre el mundo de la juventud. Solo indicar que está muy condicionada por la estructura familiar, el sistema educativo y el llamado mercado laboral. Algo parece claro: es la gran perdedora de la crisis y a la que no ha llegado realmente la supuesta recuperación económica. Altas tasas de desempleo se combinan con bajos salarios, gran precariedad y pésimas condiciones laborales. Se puede afirmar que la juventud, en gran medida, carece de derechos laborales y trabaja en condiciones de sobreexplotación.
Se dice con frecuencia, para definir la situación, que los hijos vivirán en peores condiciones que sus padres. ¿Qué se quiere decir realmente con esto? Que los jóvenes se hoy serán los pobres del futuro. Esta condición aparece velada por un dato conocido y es que la juventud, en gran parte, sigue viviendo del capital social acumulado por su familia. La etapa de la juventud es hoy, para una mayoría, una transición hacia la pobreza y ellos lo saben. El futuro es el problema y ante él caben dos opciones, afrontarlo o eludirlo; es decir, conquistar un futuro diferente o vivir al día y sumergirse en el presente. Una situación similar se ha dado en otras ocasiones en generaciones todavía vivas. Lo que el sistema ofrece es la salida individual, el sálvese quien pueda en un mundo de ganadores y perdedores.
Esta generación se ha constituido en torno a dos hechos históricos todavía vigentes: la crisis del régimen y el movimiento 15M. Parece evidente que la crisis económica fue aprovechada por los poderes fácticos para romper el pacto social en el que se basaba el régimen del 78. El 15M fue una reacción masiva, en gran parte protagonizada por los jóvenes, contra unas políticas que consideraban un golpe de Estado de hecho. Se ha afirmado que esa movilización fue importante pero minoritaria, ocultando que la opinión pública la apoyó ampliamente y, lo que es más significativo, su plataforma ideal fue apoyada por un bloque político transversal. En gran medida, Podemos recogió, supo traducir electoralmente, una aspiración social y generacional que modificó el sistema de partidos, la agenda política y obligó a los poderes a responder a la altura de los desafíos. Lo que vino después es conocido. Las élites hicieron los suficientes cambios para afrontar el reto y pasar a la ofensiva. Se emplearon todos los métodos posibles, desde la creación de Ciudadanos pasando por una campaña brutal de los medios de comunicación y el uso sistemático de las llamadas cloacas del Estado.
No tenemos todavía la perspectiva para saber si la dirección del movimiento estuvo o no a la altura de una situación histórica excepcional. Los poderes consiguieron frenarlo, hicieron todo lo posible por dividirlo y reducir su tamaño electoral. Durante un tiempo, se habló de la excepción española o ibérica, caracterizada por un movimiento democrático radical, un Partido Socialista todavía significativo, una fuerza capaz de disputarle la hegemonía a la socialdemocracia y, sobre todo, la inexistencia de una fuerza de extrema derecha de masas. Parece que este escenario está cambiando. Los resultados de las elecciones en Andalucía dan pistas de que algo fundamental se está moviendo en nuestra sociedad.
La etapa de la juventud es hoy, para una mayoría, una transición hacia la pobreza.
¿Estamos ante el agotamiento del impulso del cambio que protagonizó el 15M? Y si es así, ¿qué consecuencias tendrá para la juventud? Preguntas comprometidas que obligan a reflexionar. Podríamos partir de la hipótesis de que se está iniciando una etapa caracterizada por la frustración del cambio que incorpora desmoralización, repliegue, pasividad y una pérdida de compromiso político colectivo. Si esto fuese así, el retorno a lo privado, a la salida individual, estaría abierto. Se podría añadir la aparición de una nueva juventud ligada a un nacionalismo español en crecimiento.
V
Ideologías de la crisis: Un pasado que vuelve cargado de futuro
Volvemos al principio. No hace demasiado tiempo se afirmaba con rotundidad que estábamos ante el fin de las ideologías, que las derechas e izquierdas tenían poco sentido y que lo importante era resolver los problemas desde la pericia de los técnicos. La Unión Europea fue la esencia de este mensaje. Había una sola política económica (la neoclásica). Esta tenía que estar en manos de técnicos que supieran, conocieran e interpretaran sus secretos; la economía era demasiado importante para dejarla en manos de la soberanía popular y, más allá, había que combatir la pretensión de políticas alternativas a la oficial sobre bases socialdemócratas o de izquierdas, descalificadas sin más como populistas.
El pasado tiende a volver. Todas las ideologías retornan. Reaparecen (nunca se fueron del todo) el nacionalismo, las derechas duras, las extremas derechas xenófobas y, en muchos sentidos, racistas. El populismo de derechas se organiza como fuerza de masas buscando asentarse sólidamente en las clases trabajadoras. La religión vuelve como sujeto político apoyando al archipiélago de las derechas y con la aspiración de influir decisivamente en la agenda política. Lo singular, un Papa católico progresista en medio de la reaparición de todo tipo de fundamentalismos religiosos.
¿Estamos ante el agotamiento del impulso del cambio que protagonizó el 15M?
Al principio me referí a un vacío. Hay que volver a él. Al final, la decadencia de las ideologías acaba siendo la de una de ellas, la que ha presidido durante casi dos siglos un movimiento de masas de crítica al capitalismo y de apuesta por el socialismo. Este movimiento fue realmente global y determinó toda una época histórica. El capitalismo sin enemigos no tiene donde mirarse, ni corregirse, ni reformarse. Su variante bajo hegemonía financiera ha conseguido unificar el mundo, incrementar salvajemente las desigualdades sociales entre los Estados y en el interior de los mismos. De nuevo, ruidos de crisis y de amenaza de una recesión cercana. Es la otra cara de este capitalismo triunfante.
La contradicción es muy fuerte: este tipo de capitalismo se opone, rechaza cualquier tipo de reformas. Es más, se podría pensar que estamos viviendo en todas partes una contrarrevolución preventiva como si el sistema anticipase una crisis que podría ser definitiva. En este contexto, renunciar al ideario socialista equivaldría a dejarle el futuro a la barbarie y bloquear la esperanza de un mundo justo e igualitario en paz con el planeta.