Qué hacer con EH Bildu se ha convertido en un debate abordado con seriedad, aunque con opiniones dispares, en algunos casos, y de forma oportunista y manipuladora desde determinadas posiciones políticas. Nada nuevo bajo el sol, en un sentido u otro. Porque es este el gran problema de fondo: no se ha producido una deslegitimación profunda del terrorismo de ETA en Euskadi.
El 21 de noviembre de 2000, ETA asesinó en Barcelona a Ernest Lluch, quien fuera ministro socialista entre 1982 y 1986, y destacado dirigente del PSC. Veinte años después, su partido ha organizado varios actos de homenaje en distintos puntos de España. «Gracias, Ernest, por tu forma de entender la política, tu incansable apuesta por el diálogo y tu aportación el Estado del bienestar», se escuchaba en un vídeo para recordar su figura, refiriéndose a su apuesta por una solución al terrorismo de ETA que incluyera el diálogo entre todas las fuerzas políticas y con la propia organización terrorista, y a su labor como ministro de Sanidad, respectivamente.
En la manifestación celebrada en la misma Barcelona dos días después del asesinato, su hija exhibió un cartel reclamando diálogo. La presentadora radiofónica Gemma Nierga, que leyó después de la manifestación el texto consensuado, añadió cuatro palabras finales de su propia cosecha dirigidas al gobierno de la nación y a las principales fuerzas políticas: «Ustedes que pueden, dialoguen». Todo es discutible, pero parece claro que si algo demostraba el asesinato de Lluch era precisamente que no había diálogo posible con quienes respondían a los partidarios del mismo con dos disparos en la cabeza. Por esas mismas fechas, como supimos después, el dirigente del PSE Jesús M.ª Eguiguren y el líder de Batasuna, Arnaldo Otegi, iniciaron unas conversaciones que desembocarían en la negociación del gobierno de Rodríguez Zapatero con ETA entre 2005 y 2006, al menos según el relato reconocido públicamente. El atentado de la T-4 de Barajas, en el que murieron dos personas, pareció poner fin a las negociaciones, pero desde el gobierno se accedió a un nuevo intento que definitivamente acabó en mayo del año siguiente. Finalmente, ETA decidió abandonar la violencia en octubre de 2011. Hay quien achaca a la voluntad dialogante del gobierno Zapatero y a la apuesta por la paz de Otegi y de la mayoría de Batasuna –frente a una ETA más reticente, según esta versión– el mérito fundamental de la paz. Parece más razonable pensar que los sucesivos intentos de diálogo acabaron en fracasos sin paliativos, a causa siempre de la intransigencia de la organización armada, y que las razones reales del desistimiento de ETA tienen más que ver con su debilidad organizativa, su pérdida gradual de apoyos y la movilización de una minoría consciente y militante de la sociedad vasca. Recordar todo esto no es ocioso si se quiere situar correctamente la polémica abierta, veinte años después, en relación con el apoyo de EH Bildu a la tramitación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado (PGE). Qué hacer con EH Bildu se ha convertido, así, en un debate abordado con seriedad, aunque con opiniones dispares, en algunos casos, y de forma oportunista y manipuladora desde determinadas posiciones políticas. Nada nuevo bajo el sol, en un sentido u otro.
Conviene dejar sentadas algunas premisas de partida para no jugar con las cartas marcadas: una cosa es que EH Bildu sea una fuerza política legal, a la que obviamente hay que respetar como tal, y otra es llegar a acuerdos con ella, sobre todo en un tema central como son los PGE. Y una cosa es pactar, incluso una cuestión tan cardinal, y otra incorporar a una fuerza política al bloque de gobernabilidad, como ha proclamado alto y claro el vicepresidente segundo del gobierno. En ocasiones se solapan estas opciones, y no de forma casual. Conviene apuntar que buena parte de la confusión interesada procede de la costumbre, cada vez más frecuente, de no actuar con trasparencia y claridad a la hora de informar a la ciudadanía de los acuerdos alcanzados. En este caso, pero no solo, son muchas las sospechas de que algo se ha cocido debajo de la mesa, y la prueba de que hay algo que no encaja es que los actores principales difieren en sus versiones: mientras que unos proclaman a los cuatro vientos las bondades de la negociación, otros la saludan elevando la apuesta hasta la incorporación de EH Bildu «al bloque de gobernabilidad» (Iglesias); y unos terceros –no por orden de importancia, el PSOE– balbucean excusas negando negociaciones y desmarcándose, al tiempo que lanzan mensajes equívocos dejando caer la conveniencia de incorporar a EH Bildu, si no al famoso bloque, al menos a una vida política normalizada.
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Vivimos tiempos líquidos, en los que se puede afirmar una cosa y hacer la contraria sin alteraciones sustanciales de los músculos faciales y sin consecuencias públicas significativas. Es la lógica subsecuente al empeño de eliminar la línea que separa la verdad de la mentira, de relativizar todo, de hacer depender la realidad de la manera en que se exprese y se presente ante la ciudadanía. De aquí se deriva que la consistencia de las opiniones y de los pronunciamientos políticos no sea muy sólida, pero hay ocasiones en que las contradicciones alcanzan tal envergadura que no es posible ignorarlas. La retórica, y en algunos casos la normativa oficial que establece la necesidad de recordar, de no dejar en el olvido las graves vulneraciones de derechos humanos, aplicables por principio –aunque en contextos y con consecuencias diferentes– tanto para el franquismo como para la violencia terrorista de ETA, tropiezan con prácticas que las ignoran y las contradicen de forma evidente. Porque si se reconoce que asistimos a una disputa por el relato, decisiva en tanto que de su resultado dependerá la visión que del terrorismo de ETA quedará en las generaciones actuales y las futuras, no es muy coherente insistir en esas premisas y a la vez tratar al nacionalismo radical vasco como aliados naturales en un proyecto progresista para España. No es muy razonable empeñarse, con razón, en recuperar la dignidad, la memoria y en impulsar la reparación necesaria para las víctimas del franquismo y sus herederos, incluyendo la caracterización política y moral de los responsables, y a la vez extender un tupido velo sobre el pasado de ETA y sus apoyos. Es por ello que la reiterada voluntad del vicepresidente segundo del gobierno de incorporar a EH Bildu al bloque de gobernabilidad supone un ejemplo de incoherencia y de doble rasero que invita a dudar seriamente de la consistencia de los principios que le animan.
No se puede dejar en manos de la derecha la denuncia del mundo sociopolítico que alentó, apoyó, contribuyó y cubrió política y socialmente al terrorismo durante muchos años
Porque el asunto es serio y no se trata solo de reunir las mayorías necesarias para impulsar la actividad legislativa imprescindible para el gobierno. No basta con recurrir al expediente fácil, y cierto, de la hipocresía de la derecha, que clama al cielo por lo que estima traición a las víctimas, pero afirma a continuación que no se debe remover el pasado y que debemos dejar a las víctimas –y sobre todo a los verdugos– del franquismo en paz. Se trata en este caso de la legitimidad y de la credencial democrática que se otorga a quienes no son sin duda otra cosa que los continuadores del mundo sociopolítico que alentó, apoyó, contribuyó y cubrió política y socialmente al terrorismo durante muchos años. No se puede dejar en manos de la derecha esta denuncia, la izquierda debe hacerla suya, aunque los antecedentes no alimenten el optimismo. El tratamiento otorgado a Vox por esas mismas fuerzas que acogen a EH Bildu en el limitado espacio de las fuerzas de progreso, es un buen ejemplo de lo que se puede y debe hacer con quienes suponen un peligro para la democracia y los derechos humanos. El contraste con el trato otorgado a EH Bildu, tanto en el parlamento vasco como en el español, es notorio, y debe ser explicado y denunciado. No se le puede tratar como una fuerza democrática porque representa la continuación del entramado que encabezó ETA y la prolongación de su acción política por otros medios. No se tapa la ignominia recurriendo a confusiones interesadas entre aceptación de la participación en la legalidad de una fuerza política y búsqueda de pactos con aliados con quienes, en tanto que tales, se comparte una parte significativa de los objetivos políticos. Ante el famoso dilema planteado por Pérez Rubalcaba, «Bombas o votos», los antecesores de EH Bildu optaron por los votos porque querían ser legales; nada que objetar. Pero su legitimación como fuerza democrática, como opción política homologable a las demás, y mucho menos como fuerza de izquierda, debería pasar por un cuestionamiento abierto, honesto, racional, desprejuiciado, de lo que fueron ETA y sus prácticas. Es muy difícil que EH Bildu lo haga; supondría renunciar a sus orígenes, a sus raíces, a su pasado inmediato, al legado que les permite estar ahí y cosechar casi una cuarta parte de los votos emitidos en el País Vasco. Porque es este el gran problema de fondo: no se ha producido una deslegitimación profunda del terrorismo de ETA en Euskadi. Esta es la gran tarea que queda por abordar. Para ello es preciso que a la retórica, a la normativa, y a las declaraciones y conmemoraciones más o menos solemnes, se incorpore el análisis de lo que fue ETA; porque este problema no solo no se resuelve, sino que se agrava con la concesión de certificados de pureza democrática a EH Bildu, como acaban de hacer los dos partidos que sustentan el Gobierno de España. Y esto no supone demonizar a una fuerza política por afán de revancha o por rencores no superados; es situarla ante sus responsabilidades y sus lastres –no ligeros en este caso–. Porque no es fácil, sobre todo si una parte importante de la sociedad vasca no cuestiona ese pasado, que se produzca el desenganche, requisito imprescindible para considerar a EH Bildu una fuerza democrática. No vale alegar que en EH Bildu hay sectores (EA y Alternatiba) que no provienen de la antigua Batasuna ni de sus diversas marcas; es verdad que la condena por parte de estos grupos de la violencia de ETA marca una diferencia indiscutible, pero también lo es que si EA y Alternatiba no tienen inconveniente en integrar una coalición con quienes formaban parte del entramado etarra significa que no hay una lectura crítica de lo que esta organización y su mundo representa en el panorama político vasco.
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No es baladí ni oportunista la comparación con Vox. No se debe aislar a Vox porque sea responsable –que no lo son– de los asesinatos o las violaciones de los derechos humanos perpetrados durante el franquismo; se le aísla, con razón, porque representa un peligro para la defensa de los derechos de las mujeres, de los inmigrantes extracomunitarios, de los que más sufren las consecuencias de una sociedad injusta, desigual y que deja mucha más gente atrás de lo que la propaganda oficial reconoce. Y todo lo que sea llegar a acuerdos con Vox muestra la incoherencia y la hipocresía de quienes denuncian los pactos con el nacionalismo radical –porque Vox es una viva encarnación del mismo.
Incorporar a EH Bildu –y a ERC– al bloque de la gobernabilidad es también incorporar sus propuestas: no un indefinido reconocimiento de la pluralidad de España –absolutamente aplicado en la organización territorial vigente y en las políticas desplegadas por los 17 gobiernos autonómicos y sus instituciones correspondientes–, sino la secesión de los ricos, la insolidaridad que supone abandonar la ciudadanía común, la propuesta profundamente reaccionaria implícita en la defensa de los derechos históricos, vestigios inaceptables del Antiguo Régimen. En definitiva, la voluntad insistentemente expresada por el vicepresidente segundo del gobierno, Pablo Iglesias, de incorporar a ERC y EH Bildu al «bloque de gobernabilidad» –contrapuesto al que refleja la foto de Colón–, implica la subordinación de la izquierda a unas fuerzas políticas que, además del lastre imposible de ignorar que supone la vinculación del nacionalismo vasco radical con ETA, proclaman –bien que convenientemente adobado con la autoubicación en la izquierda y la aceptación de propuestas en principio igualitarias–, planteamientos que no pueden ser aceptados por la izquierda más que al precio de renegar de sus señas de identidad más obvias: la igualdad, la erradicación de privilegios y ventajas basadas en la tradición y en supuestos derechos históricos de carácter profundamente reaccionario, la solidaridad y la fraternidad entre comunidades políticas, sobre todo, entre los ciudadanos de esas comunidades.
Montserrat Bassa, portavoz de ERC en el debate de investidura de Pedro Sánchez en enero de 2020, lo proclamó con enternecedora sinceridad: «Me importa un comino la gobernabilidad de España». Conviene recordar que no se trata de un exabrupto emitido de manera informal por una persona no representativa de dicho partido; esta esclarecedora declaración se realiza en el Parlamento español, y lo hace la portavoz del partido, que no fue desautorizada en ningún momento tras semejante dislate. Es difícil decirlo con más claridad y dejar menos lugar a las dudas. La gobernabilidad de España incluye, como no se le puede escapar a nadie, los salarios y las condiciones laborales de sus trabajadores, las pensiones de sus mayores, las políticas contra el paro y la desigualdad, la lucha contra los desahucios, la facilitación del acceso a la vivienda, y muchas cosas más. A un grupo político al que le importa un comino todo eso no se le debería considerar un apoyo fundamental para desplegar un proyecto de país que pretende acabar con males endémicos que aquejan a España. Y menos si se pretende hacer desde un espíritu y un programa progresistas.
Incorporar a EH Bildu –y a ERC– al bloque de la gobernabilidad es también incorporar sus propuestas: la secesión de los ricos, la insolidaridad que supone abandonar la ciudadanía común, la propuesta profundamente reaccionaria implícita en la defensa de los derechos históricos, vestigios inaceptables del Antiguo Régimen
Se podrá aducir que la aritmética parlamentaria obliga a la izquierda a apoyarse en estos nacionalistas. Semejante argumento es el que maneja el PP para gobernar ayuntamientos y comunidades autónomas con Vox. El problema es que, como bien le dijo recientemente en la tribuna del parlamento Pablo Iglesias a Casado, dar a estos grupos la llave de la gobernabilidad, a la escala que sea, supone facilitar su crecimiento y su «utilidad» a ojos de sus votantes. No sabemos cuáles serían las consecuencias, porque la izquierda desde la muerte de Franco no ha recorrido ese camino, pero cabría proponer un programa inequívocamente igualitario, progresista, que incluya también el combate contra los particularismos, las secuelas del Antiguo Régimen, las veleidades supremacistas y el combate contra la política de campanario. Es decir, combatir a ERC y a EH Bildu y demás nacionalistas con el bagaje de la honestidad, la fraternidad, y la igualdad como banderas irrenunciables de la izquierda. Puede que entonces los votos que van a los nacionalistas recalaran en mayor medida en los partidos de izquierda. No es seguro, pero probablemente constituye una obligación política y moral intentarlo.
No sabemos cuáles serían las consecuencias, porque la izquierda desde la muerte de Franco no ha recorrido ese camino, pero cabría proponer un programa inequívocamente igualitario, progresista, que incluya también el combate contra los particularismos, las secuelas del Antiguo Régimen, las veleidades supremacistas y el combate contra la política de campanario
La presencia en el gobierno por primera vez desde la guerra civil de una fuerza a la izquierda del PSOE, como Unidas Podemos, es una oportunidad histórica no ya para favorecer trasformaciones radicales, que ni las circunstancias ni los números permiten, pero sí para dejar una impronta capaz de marcar diferencias significativas con las formas tradicionales de hacer política, de romper con ciertas dinámicas viciadas que se arrastran desde la transición a la democracia, no para acabar con el sistema en su conjunto, entre otras cosas porque lo que pudiera salir es muy dudoso que mejorara lo presente. A estas alturas, el balance es demasiado magro para justificar todos los pelos que se van dejando en la gatera. Empezando por la obscena apuesta por el poder personal y familiar del líder máximo de Unidas Podemos, cuya consecuencia inmediata fue una repetición de la convocatoria electoral que solo sirvió para disminuir levemente los apoyos del PSOE y de UP, como era de prever, y para disparar la representación parlamentaria de Vox. No es posible olvidar que sin la irresponsabilidad de Sánchez e Iglesias, a estas alturas Vox seguiría con 24 escaños.
La correcta política social desplegada desde el gobierno no tiene más impronta de UP que la obsesión por presentar las medidas como producto de la capacidad y buen quehacer del líder máximo. (Hay que recordar, junto al apoyo a buena parte de estas medidas, que Francia, Alemania o Italia, según diversas fuentes, han introducido medidas de mayor calado social que las adoptadas desde el Gobierno de España). Pero sin duda la mayor huella de la presencia de UP en el gobierno de coalición viene dada por la, también, particular apuesta de Iglesias por incorporar a los nacionalistas al bloque de gobernabilidad. No solo a los pretendidamente izquierdistas (ERC y EH Bildu) sino también a los de derecha (PNV, por ejemplo), con los que coquetea sin ningún tipo de rubor. Toda la retórica ya muy aguada, todo hay decirlo, sobre la apuesta rupturista que implica la presencia de Iglesias y los suyos en el gobierno solo se ha traducido en el blanqueamiento de fuerzas como ERC y EH Bildu, mimadas desde la vicepresidencia, obviando lo que de reaccionario hay en los objetivos fundamentales de ambas formaciones, como se ha expresado anteriormente.
Queremos una república, pero no la que nos proponen Rufián y Otegi. No hay nada de progresista, de solidario, de fraternal, de igualitario, en la propuesta política de estos dirigentes y de las fuerzas que representan
Algunos creemos que es ya la hora de decir que desde la izquierda no queremos semejantes compañeros de viaje; no queremos unos presupuestos manchados por las concesiones a particularismos insolidarios; estamos hartos del nacionalismo de los ricos travestido de progresismo victimista. No tragamos que para oponernos a Vox, al PP y a las políticas reaccionarias de la derecha tradicional haya que tejer estas alianzas. Queremos una república, pero no la que nos proponen Rufián y Otegi. No hay nada de progresista, de solidario, de fraternal, de igualitario, en la propuesta política de estos dirigentes y de las fuerzas que representan. Que el franquismo reprimiera las lenguas y las particularidades culturales de vascos y catalanes no es suficiente para avalar, 45 años después, políticas que nada tienen que ver con aquello, y que además utilizan fraudulentamente la legítima oposición al franquismo para erigirse en la vanguardia que nunca fueron. Junto a la imprescindible recuperación de la memoria y la dignidad de las víctimas del franquismo, y a la denuncia de sus verdugos, hay que señalar que no es cierto que el régimen se ensañara más con vascos y catalanes que con el resto de ciudadanos españoles, que las cifras de la represión en estos territorios no son ni mucho menos superiores a las padecidas en otras zonas de España, que se ha producido una apropiación de la lucha antifranquista que fue protagonizada por una izquierda –la comunista, fundamentalmente– que a estas alturas ha quedado solapada por la capacidad de fagocitación del nacionalismo periférico, proceso a su vez permitido y facilitado por los herederos de esa misma izquierda, incapaz, intelectualmente pobre, cegada y oportunista. Algo de dignidad y de coherencia debe de quedar en la izquierda de este país para poner las cosas en su sitio y romper una dinámica de travestismo político, publicidad engañosa y fraude al ciudadano: nacionalismo radical hay mucho en todo el mundo, y casi siempre está con los que mandan. También aquí. El «American first» de Trump significa lo mismo que los «Españoles primero» de Abascal, la primacía francesa de Le Pen, el Brexit de Johnson, la Euskadi carlista de Otegi o la Cataluña insumisa desde 1714 de Rufián. Les importan «los nuestros» y los demás un comino. Si la izquierda asume eso como propio o simplemente cercano habrá que dudar de su razón de ser. Nunca la izquierda debió transigir con esos planteamientos, y nunca más debe caminar junto a esas personas y esos partidos.
Artículo en abierto de la revista El Viejo Topo correspondiente al número 396 de enero de 2021. Compra la revista aquí (en papel o en digital):