El 31 de enero nos abandonaba un hombre bueno. Se quebraba así la larga trayectoria de Carlos París, filósofo, humanista, luchador constante por la justicia y la igualdad. Fundador del departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid; presidente durante diecisiete años del Ateneo de Madrid, es autor de más de veinte libros que van desde el pensamiento filosófico puro hasta aquellos que testimonian su atención a problemas cruciales de su tiempo. Como dice su compañera, Lidia Falcón, en este artículo, no habrá otro Carlos París, y le hemos perdido.
A través de los numerosos obituarios que se han escrito en homenaje a Carlos París hemos podido conocer parte de la obra y la vida de quien ha sido un gigante del pensamiento, un maestro, un escritor, un deportista arriesgado y un hombre solidario con todas las causas de los desfavorecidos de la tierra.
Pero yo, hoy, les voy a contar por qué me enamoré de Carlos París. Me trasladé de Madrid a Barcelona, donde había vivido casi toda mi vida, en febrero de 1986. Comenzaba la campaña contra la OTAN, y mi compromiso por la neutralidad de nuestro país, que debía haber mantenido siempre, me llevó a participar en ella, a través de la Plataforma contra la OTAN. Más tarde, concluida la campaña, las fuerzas políticas, asociaciones y movimientos de izquierda que habían participado se reunieron en la que fue la Asamblea constituyente de Izquierda Unida. La Presidencia que ostentaba el escritor Antonio Gala, leyó el Manifiesto o Tesis Programáticas de lo que debería ser la nueva organización política. Todos los problemas sociales estaban allí descritos: el trabajo en las diversas ramas productivas, las libertades ciudadanas, el reparto de la riqueza, la depredación del medio ambiente, las reclamaciones de los homosexuales, la protección de los animales. Todos, menos los de la mujer.
Ramón Tamames hizo unas precisiones formales, académicas, que no fueron más allá de añadir títulos y epígrafes, y se dio la palabra a la asamblea. Yo estaba en la última fila porque cuando llegué, muy puntual, la sala se hallaba ya abarrotada, de tal modo que me era imposible ver a los que se sentaban cerca del estrado. Y antes de que hubiera podido intentar intervenir para manifestar mi disgusto por el tan flagrante olvido de la injusta situación de la mitad de la población española, la primera mano que se levantó en la primera fila y la primera voz, masculina, dijo “Esta plataforma no trata en ningún apartado del problema de la mujer”. Era la primera vez, y sigue siéndolo, en que un hombre –sea filósofo, sociólogo, político o campesino– es el primero que interpela a la presidencia en un acto público reprochándole el olvido de la situación de la mujer.
Pero aquel día no pude localizar a Carlos París entre la aglomeración de los asistentes, porque se había ido inmediatamente. No le encontré hasta dos años más tarde. Y cuando nos encontramos por primera vez en mi casa, una de las primeras cuestiones que me planteó era qué opinaba de la condición femenina, de la situación de la mujer, del lesbianismo. Con sorpresa, le pregunté por qué él se preocupaba de esos temas que tanto los dirigentes políticos como los profesores habían dejado absolutamente en la responsabilidad de las activistas feministas, y me respondió, como dándolo por evidente, que no hay ningún tema al que pueda estar ajena la filosofía, y si se trata de los sufrimientos de la mitad de la humanidad mucho menos.
Porque Carlos París fue más que un filósofo de la ciencia, más que un antropólogo filosófico, más que un investigador social, más que un dirigente político. Carlos París fue un pensador feminista y esa condición no se recuerda ni se remarca, porque ni siquiera se conoce qué significa. Ser pensador feminista no es solo apoyar la libertad de reproducción y condenar el maltrato a la mujer. Ser filósofo feminista significa comprender el mundo en su totalidad, abarcado en la compleja multifaceta de la existencia de dos sexos en la humanidad. El feminismo llega a la escena pública para incluir a las mujeres en las revoluciones que los hombres habían realizado hasta aquel momento sin contar con ellas.
Nosotras aportamos a los análisis económicos y políticos que habían hecho anarquistas, socialistas y comunistas las mil inquietudes e incógnitas que afectan a las cuestiones más profundas del ser humano: el amor, la sexualidad, la amistad, la ética feminista, las relaciones materna/paterno filiales de la reproducción, el respeto a las capacidades femeninas, su inclusión en pie de igualdad en la economía, en la política, en la cultura, en el trabajo de cuidado de los demás seres humanos.
El feminismo analiza, observa y elabora aquellas pulsiones y emociones que forman parte de nuestra estructura humana, como también de la animal, de la forma en que Carlos París nos enseñó en su gran obra El animal cultural, y a cuya elaboración dedicó Carlos infinitas horas de su tiempo, de su saber, de su investigación.
Mucho antes de que él y yo nos encontráramos París ya había afirmado y publicado que la mujer era una clase social. De habernos juntado el destino antes hubiese sido para mí un apoyo fundamental en la polémica que desencadené cuando publiqué La Razón Feminista.
Él escribe en su libro Lucha de Clases que la situación de la mujer en la producción la convierte en una clase social. Él consiguió que dictáramos en el Departamento de Filosofía de la Autónoma un curso sobre “Historia del Pensamiento Feminista”, que tuvo un enorme éxito aunque no pudo continuarse.
En Ciencia, Tecnología, y Transformación Social, dedica un capítulo a “Feminismo y Filosofía de la Reproducción”, donde dice:
“Son diversos los fenómenos que hoy plantean un verdadero desafío al pensamiento revolucionario. En primer lugar, el enorme espectáculo histórico de la opresión y la explotación de la mujer. Y es aquí donde la problemática que los movimientos feministas suscitan nos ofrece excelentes posibilidades. En el tema de la mujer, en efecto, se entrecruzan los aspectos más vivos en que la situación actual desafía al marxismo histórico y le fuerza a una reflexión creativa. Podemos decir que el tema de la mujer, la problemática más honda suscitada por los movimientos feministas constituye una verdadera prueba de fuego para contrastar la auténtica eficacia revolucionaria de la teoría y la práctica marxista, sus capacidades de pensar y crear una sociedad liberada de las relaciones de dominación”.
Pero no era solo teoría lo que él defendía. Él, que era un hombre nacido en el primer cuarto del siglo pasado, educado en la más tradicional cultura patriarcal, al que de niño su padre sacaba de la cocina cuando iba a ver cómo cocinaba su madre, diciendo que eso no era cosa de hombres, que disfrutó del amor y la protección de dos primeras esposas, buenas, enamoradas y fieles, dedicadas a cuidarle, fue capaz, más tarde, ya en la madurez de la vida, de hacer el esfuerzo de aceptar su responsabilidad de las tareas domésticas y la responsabilidad de la dirección del hogar. Y lo hizo por propia convicción, porque si algo caracteriza a Carlos París, si algo le califica, es su absoluta coherencia entre sus ideales y su conducta. Jamás traicionó sus ideas. Como Cyrano de Bergerac no hizo nunca una visita en vez de escribir un poema. Su honradez personal, su honradez intelectual en la búsqueda de la verdad, su ignorancia de toda doblez, traición, falsedad, su compresión hacia todos los desvalidos, las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, las razas de color, los pueblos bombardeados y masacrados, le llevó a salir en su defensa por todos los caminos del pensamiento y la política.
Y así nos manifestamos contra la Guerra del Golfo, contra la agresión de Nicaragua, contra la Guerra de Irak, contra el bombardeo de Libia, contra todas las injusticias y masacres que perpetran los imperialismos del mundo, se produzcan donde produzcan, y en la calle, codo a codo, éramos mucho más que dos.
Carlos París ha sido en definitiva un hombre bueno, y, lo que únicamente yo puedo saber, es que ha sido también el mejor amante que pueda imaginarse. No habrá otro Carlos París, y le hemos perdido.