Desde el 6 de octubre de 2015 hasta el 17 de enero de 2016 se ha podido asistir, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, a una exposición realmente importante. Ochenta obras, algunas de ellas verdaderas obras maestras, de un pintor de transición, de uno de los emblemas de la modernidad, de un hombre complejo y a menudo atormentado que reflejó en su arte el espíritu de una época que estaba alzándose como una incontenible ola y que arrasaría con gran parte de lo que siglos de tradición habían ido sedimentando, tanto en el arte como en la sociedad. Ese pintor fue Edvard Munch y su El grito ha quedado como una de las imágenes acabadas de la modernidad naciente: de la soledad, de la angustia en las grandes urbes, de la licuefacción de lo sólido, del desamparo y, también, de la libertad creativa, de la potencia del arte.
En 2015 aparecía igualmente un libro magnífico, editado con su exquisito cuidado habitual por Nórdica, que combinaba las ilustraciones del pintor con una suficiente selección de sus escritos. Era El friso de la vida, cuyo título retomaba el de una serie de cuadros del noruego que presentaban arquetipos, como Arquetipos se llama la exposición a la que nos acabamos de referir. Seleccionados los textos y las pinturas por Victoria Parra y con prólogo de Hilde Boe, El friso de la vida es, en primer lugar, un bello objeto, pero sobre todo nos ofrece la posibilidad de leer en Munch lo que contemplamos y sentimos en sus lienzos, en sus espléndidas xilografías. Protagonista de esa modernidad artística que irrumpe con el paso del siglo XIX al XX y que establece las pautas de lo que posteriormente adquirirá carta de naturaleza, Edvard Munch transita desde el simbolismo y el último impresionismo a formas que prefiguran el mejor expresionismo y preludian la abstracción. Puede que su mayor obsesión sean las personas, los hombres y las mujeres, sus estados de ánimo, sus sentimientos, sus ansiedades, miedos y sueños, pero es, así mismo, un paisajista de una finura deslumbrante, alcanzando piezas de una belleza estremecedora, en ocasiones amenazante, a veces pletórica, radiante.
Marcado desde niño por la enfermedad de su familia, por la muerte de los más queridos, por el miedo a la locura, vivió la bohemia parisina y berlinesa, es decir, participó directamente en la creación del arte nuevo. Sus obras escandalizaron al público de su época, pero hoy todos identificamos sin dudar sus piezas más logradas. Era capaz de pintar Pubertad, esa inquietante representación de los miedos, las amenazas, las angustias y la ansiedad de la infancia que da ya paso a la vida adulta, o La niña enferma, o Ansiedad o la patética serie sobre los celos, todos ellos testimonio de su dolorosa intimidad, pero también supo deslumbrarnos con deliciosas composiciones plenas de color como Las niñas en el puente.
Edvard Munch es el autor de El grito, desde luego, o de la Madonna, la más perfecta representación temprana de la que se convertiría en tópica femme fatale, pero igualmente fue un escritor vigoroso acosado por las fuerzas centrífugas de su época. Es cierto que Munch no se adelantó a su tiempo, como parece que hacen otros destacados creadores, pero pocos como él resumen las encrucijadas del momento y las trasladan con tal maestría y contundencia a su obra. Una obra, sin lugar a dudas, mayor, un jalón inexcusable en ese complejo devenir que nos conduce desde un pasado que casi se antojaba inalterable, a la vorágine de una modernidad que muere, parece ser, de éxito. La vida de Munch se empeña en coincidir casi exactamente con ese periodo fértil, brutal, veloz, decisivo que exige un nuevo arte, una nueva sociedad, otras vidas. Nace en 1863 y muere en 1944, cuando la Segunda Guerra Mundial aún no ha concluido, pero el grito de horror de toda la humanidad ya se ha podido escuchar en todo el orbe. Arquetipos y El friso de la vida dan cuenta de ese recorrido y ofrecen los elementos necesarios para poder comprender ese auténtico aullido, el aullido de Edvard Munch.