Los asentamientos humanos que tenemos
Las ciudades que tenemos en el mundo de hoy están muy lejos de ser lugares de justicia. Son en cambio la clara expresión de la creciente desigualdad y violencia que sufren nuestras sociedades, en las que la ganancia y los cálculos económicos están por encima del bienestar, la dignidad, las necesidades y los derechos de las personas y la naturaleza.
La concentración del poder económico y político es un fenómeno de explotación, exclusión y discriminación cuyas dimensiones espaciales son claramente visibles: ciudades duales de lujo y miseria; procesos de gentrificación que desplazan y desalojan poblaciones tradicionales y de bajos ingresos; millones de viviendas y edificios vacíos al mismo tiempo que hay millones de personas sin un lugar digno donde vivir; campesinos sin tierra y tierra sin campesinos, sujeta a los abusos del agronegocio, la minería y otras industrias extractivas y proyectos de gran escala.
Así, la acumulación capitalista y la concentración de la riqueza sin límites están condenando a más de la mitad de la población mundial a vivir en la pobreza, mientras las desigualdades y la brecha entre los que más y los que menos tienen siguen creciendo en todas las regiones del planeta. ¿Qué oportunidades reales se está brindando, en particular a la gente más joven, si, de acuerdo con las Naciones Unidas, el 85% de los nuevos empleos a nivel global se crean en la economía “informal”[1]?
Al mismo tiempo, la segregación espacial de grupos sociales, la falta de acceso a vivienda, servicios públicos básicos e infraestructura adecuada, así como muchas de las actuales políticas de vivienda, están creando las condiciones materiales y simbólicas para la reproducción de la marginalización y la situación de desventaja de amplios sectores de la población. Los barrios desfavorecidos (habitualmente calificados de asentamientos “irregulares” y/o “informales”) son el hogar de al menos un tercio de los habitantes en el sur global –en la mayoría de los países africanos y algunos países de América Latina y el sudeste asiático este porcentaje puede llegar incluso a 60% o más[2]–.
Como sabemos, no tener un lugar donde vivir y no tener una dirección reconocida también resulta en la negación de otros derechos económicos, sociales, culturales y políticos (tales como la educación, la salud, el trabajo, el derecho a voto, a la información y a la participación, entre muchos otros). ¿Qué clase de ciudadanas/os y de democracia estamos produciendo en estas ciudades divididas?
No es novedad para nadie que, especialmente durante las décadas de implementación más estricta de las políticas neoliberales (enmarcadas en el Consenso de Washington), muchos gobiernos abandonaron sus responsabilidades en la planeación urbano-territorial, dejando que “el mercado” operara libremente la apropiación privada de espacios públicos, casi sin ninguna restricción a la especulación inmobiliaria y la creación de ganancias exponenciales. En consecuencia, prácticamente en todos los países los precios de la tierra se han multiplicado varias veces, mientras que el salario mínimo ha permanecido prácticamente en el mismo nivel (con la consecuente disminución del poder adquisitivo real), convirtiendo a la vivienda adecuada en inaccesible para una gran parte de la población –incluso aquella que cuenta con un empleo formal y salarios y prestaciones que establece la ley–.
Los asentamientos humanos que queremos: derecho a la ciudad y justicia social para todas y todos
Antecedentes y avances
A nivel académico, el derecho a la ciudad fue formulado inicialmente por el sociólogo, filósofo y geógrafo francés Henri Lefebvre a fines de los ‘60, mientras se desempeñaba como profesor en la universidad de Nanterre (hoy sabemos que no es una coincidencia que dicha institución estuviera construida cerca de tugurios –habitados en su mayoría por inmigrantes– y resultara cuna del movimiento de mayo del 68). En su conceptualización, este derecho, colectivo y complejo, implica la necesidad de democratizar la sociedad y la gestión urbana, no simplemente accediendo a lo que existe sino transformándolo y renovándolo. Para ello, será central recuperar la función social de la propiedad y hacer efectivo el derecho a participar en la toma de decisiones.
Al mismo tiempo, el avance de la urbanización popular era claramente visible en muchas ciudades latinoamericanas, producto de la migración masiva del campo a la ciudad vinculada sobre todo al proceso de industrialización nacional que, con diversos ritmos y variantes, comenzó a desarrollarse en varios países desde el período de entreguerras. Las demandas por acceso a suelo, vivienda, servicios y equipamientos públicos fueron centrales para la conformación paulatina de un movimiento por la reforma urbana que, inspirada en los postulados y avances de la reforma agraria, fue cobrando fuerza hasta desembocar, a fines de la década de los ‘80 y principios de los ’90, en reformas constitucionales como las de Brasil y Colombia.
La movilización social y la práctica comprometida y militante de profesionales de la arquitectura, el urbanismo, el trabajo social, la sociología y el derecho, entre muchas otras disciplinas, así como la presencia territorial de instituciones eclesiales y la reflexión y debate de un ámbito académico no ajeno a las tensiones y preocupaciones de su tiempo, fueron algunos de los factores claves que se tradujeron en propuestas de marcos legales, instituciones, políticas y programas que pretendían vincular las orientaciones de la política urbana a las preocupaciones por la justicia social.
Al inicio del nuevo milenio, bajo el eslogan de “la ciudad que soñamos”, la primera Asamblea Mundial de Habitantes reunió a más de 350 delegadas y delegados de movimientos sociales de 35 países en la Ciudad de México para avanzar en los que resultarían también insumos muy relevantes para la elaboración de la Carta Mundial para el Derecho a la Ciudad, un proceso desarrollado dentro del Foro Social Mundial entre 2001 y 2005.
Durante la última década, ese documento ha inspirado numerosos debates similares y otros documentos colectivos sobre la ciudad que queremos, tales como la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad (2010). A la vez, muchas de esas propuestas están ahora incluidas en instrumentos firmados por gobiernos nacionales (entre los que destaca la nueva Constitución de Ecuador, sancionada en 2008), así como por algunas instituciones internacionales (tales como la UNESCO y ONU-Hábitat).
Los fundamentos estratégicos del derecho a la ciudad
Ahora bien, tomando estos procesos, debates y documentos como marco, entendemos que los fundamentos estratégicos del derecho a la ciudad permiten la posibilidad de avanzar hacia asentamientos humanos más justos.
- Ejercicio pleno de los derechos humanos en la ciudad
Todas las personas (sin importar género, edad, estatus económico o legal, afiliación étnica, religiosa o política, orientación sexual, lugar de residencia en la ciudad, ni ningún otro factor semejante) deben poder estar en condiciones de disfrutar y realizar todas sus libertades fundamentales y sus derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos, a través de la construcción de condiciones para el bienestar individual y colectivo con dignidad, equidad y justicia social.
Deben tomarse acciones que prioricen la atención de individuos y comunidades viviendo en condiciones de vulnerabilidad y con necesidades especiales, tales como las personas sin hogar; personas con discapacidad, que padecen problemas de salud mental o enfermedades crónicas; jefas y jefes de hogar con bajos ingresos; refugiados/as, migrantes y personas viviendo en áreas de riesgo.
En tanto responsables principales, los gobiernos nacionales, provinciales y locales deben definir los marcos legales, las políticas públicas y otras medidas administrativas y judiciales para respetar, proteger y garantizar estos derechos, bajo los principios de asignación del máximo de recursos disponibles y la no regresividad, de acuerdo a los compromisos de derechos humanos incluidos en los tratados internacionales.
- Función social de la tierra, la propiedad y la ciudad
La distribución del territorio y las reglas que rigen su disfrute deben garantizar el uso equitativo de los bienes, servicios y oportunidades que la ciudad ofrece. En otras palabras, queremos una ciudad en la que se prioriza el interés público definido colectivamente, garantizando el uso socialmente justo y ambientalmente equilibrado del territorio.
Las regulaciones legales, fiscales y de planeación deben implementarse con el necesario control social, con el fin de evitar procesos de especulación y gentrificación, tanto en las áreas centrales como en las zonas periféricas. Esto incluye impuestos progresivos para lotes, viviendas y edificios vacantes o subutilizados; órdenes compulsivas de construcción, urbanización y cambio de uso del suelo; captación de plusvalías urbanas; expropiación para la creación de zonas especiales de interés social y cultural (en particular para proteger a las familias y comunidades de menores ingresos y en situación de desventaja); concesión de uso especial para vivienda social; usucapión y regularización de los barrios autoconstruidos (en términos de seguridad de tenencia y provisión de servicios básicos e infraestructura), entre muchos otros instrumentos que ya se implementan en ciudades de países tales como Brasil, Colombia[3], Francia y Estados Unidos, por mencionar sólo algunos.
La aplicación efectiva y constante de estas medidas se ve enfrentada, por supuesto, a la reacción y resistencia tanto de los sectores terratenientes y especulativos inmobiliarios, como al desconocimiento y/o extrema cautela de los operadores públicos e incluso a barreras culturales que se construyen y se refuerzan a través de los discursos imperantes en los medios masivos de comunicación.
- Gestión democrática de la ciudad y el territorio
Las y los habitantes deben poder participar en los espacios de toma de decisión para la formulación e implementación de políticas y presupuestos públicos, incluyendo la planeación territorial y el control de los procesos urbanos. Nos referimos al fortalecimiento de los espacios institucionalizados de toma de decisión (y no sólo de consulta ciudadana), desde los que es posible realizar el seguimiento, la auditoría, la evaluación y la reorientación de las políticas públicas.
Esto incluye experiencias de presupuestos participativos, evaluación de impacto barrial (especialmente de los efectos sociales y económicos de proyectos y megaproyectos públicos y privados, incluyendo la participación de las comunidades afectadas en cada paso del proceso) y planeación participativa (incluyendo planes maestros, planes de desarrollo territorial y urbano, planes de movilidad urbana, etc.). Otras diversas herramientas están siendo usadas en muchas ciudades, desde elecciones libres y democráticas, auditorías ciudadanas, iniciativas populares de ley y planeación (incluyendo regulaciones para concesión, suspensión y revocación de licencias urbanas), revocación de mandato y referéndums, comisiones barriales y comunitarias, audiencias públicas, mesas de diálogo y concejos deliberativos.
Sin embargo, muchos países todavía tienen gobiernos nacionales centralizados y en muchos casos no democráticos, que nombran a las autoridades locales e inhiben la posibilidad de procesos participativos de toma de decisión. O viceversa, existen procesos importantes de descentralización que desconcentran funciones y responsabilidades pero no así recursos públicos ni capacidad técnica y operativa. Por otra parte, los espacios de participación que se crean están en general sujetos a la voluntad y los tiempos políticos de los gobiernos en turno y resultan por lo tanto frágiles e intermitentes.
- Producción democrática de la ciudad y en la ciudad
Se debe reconocer y fortalecer la capacidad productiva de las y los habitantes, en particular aquella de los sectores marginalizados y de bajos ingresos, fomentando y apoyando la producción social del hábitat y el desarrollo de actividades de la economía social y solidaria. En otras palabras, el derecho a producir la ciudad, pero también a un hábitat que sea productivo para todas/os, en el sentido de generar ingresos para familias y comunidades, fortaleciendo la economía popular y la economía social y solidaria, y no las ganancias cada vez más monopólicas de unas cuantas empresas (en general transnacionales).
Es sabido que en el sur del mundo, al menos la mitad del espacio habitable es el resultado de las iniciativas y esfuerzos de sus propios habitantes, con mínimo o nulo apoyo de gobiernos y otros actores. En muchos casos, estas iniciativas deben incluso enfrentarse con barreras oficiales y trabas burocráticas ya que, en lugar de apoyar estos procesos populares, muchas regulaciones actuales ignoran o incluso criminalizan los esfuerzos individuales y colectivos por obtener un lugar digno donde vivir.
En el presente, pocos países –entre los que destacan, de cierta forma, Uruguay, Brasil y México– han establecido un sistema de mecanismos legales, financieros y administrativos para apoyar lo que llamamos “la producción social del hábitat” (incluyendo acceso a tierra urbana, créditos, subsidios y asistencia técnica); pero incluso allí, el porcentaje del presupuesto que se destina al sector privado –para la construcción de “vivienda social” que resulta inaccesible económicamente para más de la mitad de la población– se mantiene por encima del 90%.
- Manejo responsable y sustentable de los bienes comunes (naturales, energéticos, patrimoniales, culturales, históricos) de la ciudad y su entorno
Tanto habitantes como autoridades deben garantizar una relación responsable con la naturaleza, de tal forma que haga posible la vida digna para todas las personas, familias y comunidades, en igualdad de condiciones, pero sin afectar las áreas naturales y reservas ecológicas, el patrimonio cultural e histórico, otras ciudades ni las futuras generaciones.
Como sabemos, la vida humana y la vida en asentamientos urbanos sólo es posible si preservamos todas las formas de vida, en todas partes. La vida urbana toma la mayoría de los recursos que necesita más allá de los límites administrativos de las ciudades. Hay una necesidad urgente de poner en práctica regulaciones ambientales más estrictas; promover la protección de acuíferos y la captación de agua de lluvia; fomentar el uso de tecnologías a un costo asequible; priorizar sistemas de transporte público y masivo multimodal; garantizar la producción ecológica de alimentos, la distribución de proximidad y el consumo responsable; entre muchas otras medidas para garantizar la sustentabilidad que deberían tomarse a corto, mediano y largo plazo.
- Disfrute democrático y equitativo de la ciudad
La coexistencia social, así como la organización social y la expresión crítica de ideas y posiciones políticas, son posibles y se refuerzan a través de la recuperación, expansión y mejoramiento de los espacios públicos para permitir el encuentro, la recreación, la creatividad. En años recientes, especialmente como consecuencia local y espacial de las políticas neoliberales, una gran parte de esos espacios que son fundamentales para la definición de la vida urbana y comunitaria han sido descuidados, abandonados, subutilizados o, peor aún, privatizados: calles, plazas, parques, auditorios, salas de usos múltiples, centros comunitarios, etc.
Así entendido, no hay duda de que el derecho a la ciudad aporta elementos que hacen más tangibles la integralidad y la interdependencia de los derechos humanos. Vistos desde un territorio concreto, y desde las necesidades y aspiraciones de poblaciones que padecen cotidianamente la marginación y la segregación espacial, económica, social, política y cultural, este nuevo derecho colectivo y complejo nos plantea desafíos que superan el saber académico compartimentado, las especialidades profesionales y la actuación gubernamental sectorial y de corto plazo (regida sobre todo por lógicas electorales y partidarias).
A su vez, pone de manifiesto la urgente necesidad de democratización de los espacios de toma de decisión para la gestión colectiva del bien común, como condición fundamental para la posibilidad de respeto y realización de todos los derechos humanos para todas y todos.
¿Es posible el buen vivir en las ciudades?
Ahora bien, en este punto es necesario decirlo fuerte y con todas las letras: no habrá derecho a vivir dignamente en las ciudades sin el derecho a vivir dignamente en el campo. Considerando que esas categorías no son estáticas —y hoy más que nunca se están viendo cuestionadas por las yuxtaposiciones, las convivencias y las mixturas varias que se dan entre ellas—, el derecho a la ciudad nos obliga a mirar el territorio y los lugares donde vivimos de una manera más integral y compleja.
Aunque diversos análisis y políticas casi pendulares se empeñen en presentarlas como realidades más o menos autónomas y desvinculadas, lo cierto es que campo y ciudad no pueden entenderse —y por lo tanto tampoco transformarse— uno sin la otra y viceversa. Los fenómenos ambientales (ecosistemas, cuencas, climas, entre otros), sociales (migraciones), económicos (circuitos de producción, distribución, consumo, reutilización, reciclaje y desecho), políticos (marcos legales, políticas y programas) y culturales (idiomas, tradiciones, imaginarios) entretejen relaciones y procesos que los vinculan estrechamente. Nuestras luchas y propuestas no pueden ser cómplices de una visión dualista que los mantiene separados y enfrentados, en una relación que es más de competencia y explotación que de complementariedad y equilibrio.
Sin duda, muchos de los contenidos de este nuevo derecho se encuentran en cosmovisiones y prácticas anteriores al capitalismo y muchas de ellas son, en esencia, no solo distintas, sino incluso contrarias a él. Debemos retomar y profundizar esta perspectiva si queremos que la reforma urbana avance como propuesta de cambio de paradigma frente a lo que muchos no dudan en llamar una “crisis civilizatoria”. Tal y como lo estamos planteando, creemos que los valores y propuestas que contiene el derecho a la ciudad presentan varios puntos en común con las cosmovisiones milenarias del buen vivir (Sumak Kawsay, en quechua) y el vivir bien (Suma Qamaña, en aymara[4]), que han cobrado particular relevancia política y programática en la última década.
Entre otros elementos, vale la pena mencionar que ambas propuestas:
- Ponen a los seres humanos y las relaciones entre sí y con la naturaleza (entendidos como parte de ella, y ella como algo sagrado) en el centro de nuestras reflexiones y acciones.
- Consideran la tierra, la vivienda, el hábitat y la ciudad como derechos, no como mercancías.
- Profundizan la concepción y el ejercicio de la democracia (no solo representativa sino también y sobre todo participativa y comunitaria).
- Impulsan los derechos colectivos y no solo los individuales.
- Conciben y alimentan una economía para la vida y para la comunidad.
- Ejercitan la complementariedad y no la competencia (la tan de moda “competitividad”).
- Respetan, fomentan y garantizan la multiculturalidad y la diversidad.
En términos más amplios, podría afirmarse que en los dos casos se libra también una lucha epistemológica, ya que se trata de procesos colectivos de construcción de sentido (conceptos y discursos, a la vez que prácticas), y que por lo tanto corren los mismos riesgos, como tantas otras propuestas antes, de ser cooptados y/o vaciados de contenido. A la vez, el buen vivir y el derecho a la ciudad destacan el rol fundamental del Estado (en sus distintos niveles) en la redistribución y en la construcción de comunidades más justas y equitativas (garantías normativas, capacidad institucional, recursos públicos), a la vez que enfatizan la relevancia y el derecho a fortalecer procesos autogestionarios y de construcción de poder popular.
Está claro que, hoy más que nunca, es necesario un cambio cultural radical en nuestros modos de producir, distribuir, consumir, reciclar y reutilizar; de disfrutar y cuidar los bienes comunes, incluyendo los asentamientos humanos. Pero también es urgente revisar los referentes simbólicos y los valores que rigen nuestra vida en sociedad si de verdad queremos hacer posible el buen vivir para todas y todos (que necesariamente incluirá el buen pensar, el buen sentir, el buen producir, el buen comer, el buen educar, el buen gobernar, el buen convivir, el buen habitar…). Uno de los desafíos más grandes que tenemos por delante consiste en encontrar las palabras y los lugares que nos permitan seguir acercando más estas visiones, profundizando estos debates y articulando experiencias diversas que, en el campo y la ciudad, están resistiendo y a la vez construyendo esos otros mundos posibles, tan necesarios y urgentes.
[1] Tomado de ONU-Hábitat (2008). State of the World’s Cities 2010-2011, Cities for All: Bridging the Urban Divide. Londres. Earthscan.
[2] Para más detalles ver ONU-Hábitat (2016). Urbanization and Development. Emerging futures. World Cities Report. Nairobi. De acuerdo con esa fuente, el 75% de las ciudades del mundo son más desiguales hoy que hace veinte años atrás.
[3] En ese sentido, tanto las leyes de reforma urbana y ordenamiento territorial en Colombia (Ley N°9 de 1989 y Ley N°388 de 1997, respectivamente) como el “Estatuto de la Ciudad” de Brasil (Ley N°10.257 de 2001) establecen la función social y ecológica de la propiedad y de la ciudad como ejes rectores fundamentales del desarrollo urbano.
[4] Incluidos como principios rectores en las nuevas Constituciones de Bolivia y Ecuador. Para algunos artículos sobre este tema ver los números 452 (febrero 2010) y 462 (febrero 2011) de la revista América Latina en Movimiento de ALAI.
Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento: Las agendas del Hábitat 22/11/2016 |