Texto publicado en la revista número 25 del año 1978
«En el fondo de su alma seguía siendo un niño insaciable»
Lilí Brik
Vladimir Vladimirovitch Mayakovski nació en Bagdadi, un pueblecito de la República de Georgia, el 7 de julio de 1893. Murió de un tiro que él mismo se pegó en la sien el 14 de abril de 1930, a los 37 años de edad.
Todavía adolescente participó en actividades revolucionarias y fue uno de los principales portavoces de la revolución estético-literaria que nació con el siglo. Perteneció al mismo círculo que los pintores Malevitch y Rodjenko, el cineasta Eisenstein, el dramaturgo Meyerhold y los músicos Shostakovich y Prokofiev. Firmó el manifiesto futurista “Una bofetada al gusto del público”. Como poeta, sin embargo, nunca quiso divorciarse de su pueblo y empleó un lenguaje coloquial “antipoético”, hecho de imágenes insólitas y de rimas inusitadas, recreador del léxico y la sintaxis, lleno de un lirismo épico a la vez individual y social. Sus estrofas –cortas, nerviosas y vibrantes– frecuentemente están construidas con versos escalonados (técnica que toma del Mallarmé de Un coup de dés).
Su temperamento inquieto encontró en la Revolución de Octubre el clima adecuado para expresarse. Fundador del LEF (Frente de Izquierda del Arte), cantó apasionadamente la ideología bolchevique en Oda a la revolución, La guerra y el universo, El hombre, Vladimir lIich Lenin, A plena voz, etc. Su vertiente satírica se desarrolló, fundamentalmente, en sus piezas dramáticas, en las que criticó irónicamente las costumbres pequeño-burguesas (Misterio bufo, La chinche) y el burocratismo que poco a poco se iba enseñoreando del nuevo régimen (Casa de baños).
Toda la obra de Mayakovski puede considerarse, también, como un encendido canto al amour fou que sintió por su compañera y amante Lilí Brik, actriz, bailarina y escultora, una de las mujeres más cultas e inteligentes de su tiempo. El mensaje que le dejó en su carta de despedida, dos días antes de morir (“Lilí, ámame”) bien podía haber sido este otro, más bretoniano, “Lilí, te deseo que seas locamente amada”.
Ahora que Lilí Brik acaba de morir, nos ha parecido interesante publicar sus recuerdos sobre los últimos días del poeta, recuerdos que se encuentran en el hermoso libro de Cario Benedetti Lili Brik e Majakovskij, Editori Riuniti, Roma 1978.
* * *
—El día 17 por la mañana llegamos a Moscú. El féretro estaba expuesto en la asociación de escritores. Una inmensa multitud había venido a dar su último adiós a Volodia. La mayoría eran jóvenes. Nadie acababa de creer que Mayakovski se hubiese suicidado. El día 14 de abril, que en el viejo calendario corresponde al 1º de abril, cuando se divulgó la noticia de su muerte, fueron muchos los que pensaron en la posibilidad de una broma macabra.
Por lo que a mí respecta, mi primera suposición fue que Volodia había sido asesinado por los kuláks.
Poco después, hablando con uno de la Rapp,1 le pregunté por qué no le habían confiado a Volodia un trabajo en el que se encontrase a gusto. “Pero, ¡cómo! –me contestó, sin pensárselo mucho–. ¡Si nos habíamos puesto de acuerdo para que examinase todos los originales en verso que llegasen a la redacción de Oktjabr!”. No valía la pena seguir hablando.
Recuerdo también la exclamación de otro rappista: “¡No entiendo por qué arman tanto barullo por un intelectual que se ha suicidado!” Me produjo náuseas esta mediocridad tan segura de sí, una mediocridad que le hizo exclamar también: “Nosotros somos distintos. ¡No nos pegaremos un tiro, nosotros, no!”
Si uno no se pega un tiro es por una de estas dos razones: o porque es más fuerte que las contradicciones que le desgarran o porque no tiene ni idea de lo que es una contradicción. Evidentemente, el mediocre rappista no tenía en cuenta esta segunda posibilidad.
¿Por qué se suicidó Volodia? La pregunta es muy compleja y la respuesta, inevitablemente, también ha de serlo. Ossip Maksimovitch2 no nos ha proporcionado esta respuesta “compleja”, cuyo origen, sin embargo, ha de buscarse en las observaciones de Brik sobre el estado de ánimo de Volodia a finales de 1929.
—¿Por qué, pues, se suicidió Mayakovski?
—Mayakovski amaba frenéticamente la vida, en todos los sentidos. Amaba la revolución, el arte, el trabajo; me amaba a mí, a las mujeres; amaba el peligro, el aire que respiraba… Su maravillosa energía superaba todos los obstáculos. Pero sabía que no podía vencer a la vejez y, morbosamente horrorizado, la esperaba desde niño.
Volodia no hacía más que hablar del suicidio. Era una obsesión. Recuerdo una vez, en 1916, que el teléfono me despertó de madrugada. Al descolgarlo, oí la voz sorda y grave de Volodia diciendo: “Me voy a matar. Adios, Lilik”. “¡Espérame!”, grité, y poniéndome sobre el camisón lo primero que hallé a mano, me precipité por las escaleras. Le supliqué al cochero que se diese prisa, incitándole, golpeándole con mis puños en la espalda. Al llegar, Mayakovski me abrió la puerta. Sobre la mesa había una pistola. “Me he pegado un tiro –dijo– pero el revólver se ha encasquillado y no he tenido valor para intentarlo otra vez. Te estaba esperando”. Yo estaba aterrorizada y no conseguía sobreponerme. Fuimos a mi casa de la calle Zukovski y allí me obligó a jugar una partida de cartas. Los dos estábamos muy excitados. A él le producía un gran alborozo que yo perdiese. Me aturdía con su temperamento, me cortaba constantemente, declamando:
y el hombre, invisible en las tinieblas del bosque
se estremeció como una hoja caída
y gritó: ¡qué ha hecho por ti tu amado, qué ha hecho tu amado por ti?
Y seguía así, con Ajmátova y con otros poetas, incansablemente… Siempre me decía: “Me voy a pegar un tiro, voy a terminar de una vez. ¡Treinta y cinco años! Ni un día más”. Yo me atormentaba tratando de convencerle de que no debía temer a la vejez, que él no era una bailarina. Tolstoi y Goethe no eran ni “jóvenes” ni “viejos”: eran León Tolstoi y Wolfgang Goethe. También él, Volodia, sería siempre Vladimir Mayakovski. Y yo, ¿iba a dejar de amarle porque le saliesen arrugas? Verle con bolsas debajo de los ojos y con patas de gallo sólo habría despertado en mí ternura.
Pero él, testarudamente, repetía que no quería llegar a viejo ni verme vieja a mí. De nada valía lo que yo le decía: que la “sensatez”, por muy desagradable que sea, no es un rasgo infalible de la vejez . Tolstoi, por ejemplo, nunca se sometió a ella. Poco antes de morir se escapó de su casa, travieso como un niño.
Cuando cumplí los treinta años, y Volodia estaba a punto de cumplirlos, volvimos a discutir, como de costumbre, sobre el mismo tema. Estábamos sentados en un sofá, en el comedor de la calle Gendrikov. “¿Qué voy a hacer –le pregunté– ahora que ya tengo treinta años?” Volodia contestó: “Tú no eres una mujer. Tú eres una excepción”. “¿Y tú –repliqué yo–, acaso no eres una excepción?” No dijo nada más.
La idea del suicidio, para Mayakovski, era como una enfermedad crónica, y como todas las dolencias de este tipo, empeoraba cuando las condiciones ambientales eran perjudiciales. Naturalmente, lo que decía y lo que pensaba al respecto no siempre me daba miedo. De lo contrario, no hubiese podido vivir a su lado. En ocasiones, sin embargo, era difícil. Si alguien demostraba no tener demasiadas ganas de jugar con él a cartas, Volodia enseguida exclamaba que se sentía inútil. Si una chica no llamaba por teléfono a la hora convenida, decía que nadie le quería y que era absurdo seguir viviendo. Cuando le daban estos ataques de histeria, yo trataba de tranquilizarle o bien le maldecía, suplicándole que no se atormentase, que no me asustase de aquel modo. Pero a veces, si presentía la proximidad de la catástrofe, el miedo me atenazaba. Recuerdo una vez que, al volver del Gosizdat –donde se había visto obligado a esperar a alguien durante mucho rato, a hacer cola ante una ventanilla y a discutir cosas obvias– se tendió cara abajo sobre el diván, largo como era, y, literalmente, aulló: “No puedo máááás… “
Apenada y asustada, rompí a llorar, y él, repentinamente, se olvidó de sí mismo y corrió a tranquilizarme.
Hay otro episodio anotado en mi diario, con fecha “11 de octubre de 1929, por la noche”. Estábamos tranquilamente sentados en el comedor de la calle Gendrikov. Volodia tenía que ir a Leningrado por cuestiones de trabajo y estaba esperando que llegase el coche que tenía que venir a buscarlo. La maleta estaba ya en la calle.
Mientras esperábamos, llegó una carta de Elsa.3 La abrí y, como era mi costumbre, comencé a leerla en voz alta. Junto a otras novedades, mi hermana me comunicaba que Tatiana Jakovleva –la mujer que Volodia había conocido en París y de la que, por inercia, todavía estaba enamorado– iba a casarse. Al parecer, iba a hacerlo con un vizconde, en la iglesia, con traje blanco y un ramillete de flores. Elsa manifestaba su preocupación por el escándalo que podía provocar Mayakovski si se enteraba, y que podría frustrar la boda. Al final de su carta, mi hermana me rogaba que no le dijese nada a Volodia. Pero Mayakovski ya se había enterado y poniéndose en pie, con el semblante alterado, dijo: “Bueno, me voy”. “¿Adónde vas, Volodia? Todavía es pronto”. Pero él cogió la maleta, me dio un beso y se marchó.
Poco después, el chófer de Mayakovski, V. Gamazin, nos dijo que lo había encontrado en la avenida Vorontsovskaya. Con gran estrépito, Vladimir Vladimirovitch había arrojado la maleta dentro del coche y había agredido al chófer, cosa que nunca había hecho antes, ni una sola vez. Estuvo callado durante todo el trayecto, y al llegar a la estación, había dicho: “Perdóneme, no se enfade conmigo, amigo Gamazin, se lo ruego. Es el corazón…”
En aquella ocasión, me asusté de verdad. A la mañana siguiente llamé por teléfono a Leningrado, al hotel Europa. Le dije a Volodia que estaba muy preocupada y que no hacía más que pensar en él. Me contestó con las palabras de un viejo cuento: “Este caballo ya no sirve. Lo cambio”, y añadió que me preocupaba en balde. “Quizás sería mejor que me reuniese contigo. ¿Quieres?” Se alegró.
Salí aquella misma noche hacia Leningrado. Volodia se alegró mucho de verme. No me dejó sola ni un momento. Asistí a sus conferencias, en grandes salas, atestadas de gente, la mayoría estudiantes. Daba dos o tres conferencias al día y, al hablar, se refería a menudo a un barón, a un vizconde. “Nosotros trabajamos. No somos vizcondes franceses”; o bien: “El que os habla no es un barón francés”, “si yo fuese un conde…”
El dolor había pasado, pero seguía atormentándole el amor propio, el insulto recibido. Estaba avergonzado ante sí mismo y ante mí por el error cometido. Mayakovski se sentía solo muy a menudo. Y no es que no fuese amado o apreciado, o que no tuviese amigos. Al contrario. Se publicaban sus obras; era leído, escuchado. Las salas se llenaban cuando él estaba presente. Sus amigos, quienes le querían, eran incontables. Pero todo esto era como una gota en el mar para un hombre que “llevaba un niño insaciable en el fondo de su alma”, que quería ser leído por quien no le leía, estar en compañía de quien estaba ausente, ser amado por la única mujer que parecía no amarlo.
¡No había nada que hacer!»
—Dicho brutalmente, el suicidio era inevitable.
—Yo no estaba en Moscú cuando Volodia se mató. Si hubiese estado allí aquel 14 de abril, quizás la muerte no se hubiese producido todavía. ¡Quién puede saberlo!
Después de la muerte de Volodia, mientras viví en la calle Gendrikov, le sentí volver a casa, abrir la puerta con la llave, colgar ruidosamente el bastón en el vestíbulo; le veía entrar, quitarse la chaqueta, acariciar a Bulka, ir al baño a lavarse las manos y, al poco rato, como no había toallas, lo veía en su habitación, con sus enormes manos tendidas, goteantes. Por la mañana seguía viéndole a mi lado, sentado a la mesa, de lado, bebiendo té y leyendo el periódico. Todavía hoy me parece verlo por las calles de Moscú y Leningrado, y a menudo me dirijo a mis amigos llamándoles Volodia.
—Dos días antes de morir, el 12 de abril de 1930, Mayakovski escribió una carta de despedida.
—En sí misma, la redacción de la carta de despedida no implicaba el suicidio como una necesidad absoluta. Si las circunstancias no hubiesen sido tan penosas, quizás el suicidio se hubiese diferido.
Desgraciadamente, todo le salió al revés. O por lo menos eso es lo que creyó Volodia al ver que ya no era irresistible, al comprobar el fracaso de su obra Casa de baños, la obtusa malevolencia de los rappistas, la ausencia, en la exposición, de las personas a las que más quería, la fatiga. En realidad, Volodia se equivocaba. Por una parte, respecto a la mujer a la que pretendía obligar a que abandonase a su marido,4 para demostrarse a sí mismo una vez más que ninguna mujer podía resistírsele. Por otra, respecto a la representación de Casa de baños. Es cierto que la prensa le atacaba a diario, y con brutalidad, pero él no podía ignorar que había hecho un buen trabajo. Por lo demás, las personas en las que más confiaba le habían dicho que aquél texto veía la realidad con muchos años de anticipación, que eran muy pocos los que se daban cuenta del peligro del burocratismo que estaba naciendo, que aquel espectáculo había tenido poco éxito pero que las representaciones sucesivas habrían ido mejor. ¿Acaso no había fracasado también, a la primera tentativa, La gaviota de Chejov? ¿Y quién ignoraba el “valor” de los secuaces de la Rapp? ¿Qué se podía esperar de ellos? ¿A quién podían “decepcionar”?5 En cuanto a la exposición, se cansaba de recibir a los jóvenes que le asediaban. ¿Acaso quería Mayakovski “celebrar” su propio aniversario?
No, Volodia era un poeta. Y quería exasperarlo todo. De lo contrario, no habría sido el que era.
En la carta que escribió antes de morir, está todo Mayakovski. Temía que culpasen a alguien de su muerte. Temía las murmuraciones. Le horrorizaban. Y en nuestra vida no habían escaseado. Pedía perdón a sus amigos por el dolor que les causaba y que, cuando estaba vivo, siempre había tratado de evitar. “Lilí, ámame” significa: “perdóname, no me olvides, defiéndeme, no me abandones aunque esté muerto. Ahora, igual que cuando estaba vivo, quiero seguir siendo el primero en tu conciencia”. “Camarada gobierno”, escribe Mayakovski, y con ello expresa su confianza y su amistad con nuestro gobierno. También en el suicidio sigue siendo un bolchevique. Como a un compañero, le confía al gobiemo las personas de las que él mismo se cuidó cuando estaba vivo.
No quería que su muerte se convirtiese en un acto ejemplar. El suicidio, escribía, “no se lo aconsejo a nadie”, no resuelve nada, es una fuga. Pero él no tenía “alternativa”, no tenía fuerzas para enfrentarse a la percepción de la inevitable vejez y de la decadencia que comporta, y que para él asumía un carácter hiperbólico.
“Buena suerte”, nos deseó. Y era sincero. Hasta el último momento, fue fiel a sí mismo.
¡Han pasado tantos años desde la muerte de Volodia! “Lilí, ámame”. Yo le amo. Cada día él habla conmigo con sus versos.
Notas
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Rapp: Asociación de escritores proletarios, formada después de la revolución, en la que Mayakovski había ingresado un año antes de morir, y contra cuyo sectarismo se había enfrentado siempre.
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Ossip Maksimovitch Brik, marido de Lilí, del que estaba amistosamente separada, y amigo íntimo de Mayakovski.
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EIsa Triolet, hermana de Lilí y compañera de Louis Aragón.
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Se refiere a Verónica V. Polónskaia, actriz que vivió el último año con Mayakovski, pero que no quiso abandonar a su marido.
-
Pocos días antes del estreno de Casa de baños, Vladimir Yermilov, líder de la RAPP, atacó a la obra de Mayakovski en Pravda calificándola de “insulto a la clase obrera soviética”. EI día del estreno, Mayakovski hizo colgar, a la puerta del teatro, el siguiente texto: “No es fácil bañar al enjambre de burócratas. No habrían suficientes casas de baño ni jabón. Además, los burócratas gozan de la ayuda de plumas como la del crítico Yermilov”. La Rapp ordenó al “compañero de viaje” Mayakovski que retirase el cartel, lo que éste hizo.
(Traducción y notas: Josep Sarret).
El último adios de Mayakovski
El 12 de abril de 1930, dos días antes de morir, Mayakovski había escrito una carta de despedida, titulada “A todos” y que decía así:
De mi muerte, no se culpe a nadie. Y, por favor, nada de murmuraciones. Al difunto le molestaban enormemente.
Mamá, hermanas, camaradas, perdonadme. No es un método (no se lo aconsejo a nadie). pero no tengo alternativa.
Lilí, ámame.Camarada gobierno: mi familia se compone de Lilí Brik, mi madre, mis hermanas y Verónica Vitoldóvna Polónskaia.
Si les haces la vida llevadera, gracias.Envíen los versos sin terminar a los Brik. Ellos sabrán descifrarlos. Como se dice: el “incidente” ha terminado. La barca del amor se estrelló contra la vulgaridad. Estoy en paz con la vida. Es inútil recordar dolores, desgracias y ofensas mutuas.
Buena suerte.
Vladimir Mayakovski
12-IV-1930
Camaradas de la Rapp, no me toméis por un cobarde.
En serio, no hay nada que hacer.Saludos.
Decídle a Yermílov que lamento haber retirado el cartel.
Tenía que haber discutido hasta el fin.V.M.
Unos versos de Mayakovski
¡Resucitadme,
aunque sólo sea,
porque soy poeta
y esperaba el futuro,
luchando contra las mezquindades de la vida cotidiana!
¡Resucitadme,
aunque solo sea por esto!
¡Resucitadme,
quiero acabar de vivir lo mío,
mi vida.
La vida
es espléndida
Y vivir,
es espléndido.
Y en nuestra hirviente
jornada combativa
más todavía.
Se vive bien
En el país de los soviets
Se puede vivir
y trabajar a gusto
Pero
–por desgracia–
no tenemos muchos poetas
En esta vida
morir es fácil
Vivir
es mucho más difícil.