Acaba de inaugurarse en Madrid, el día 22 de septiembre, en la sala Bárbara de Braganza, de la Fundación Mapfre, tras su paso por Barcelona, la primera exposición retrospectiva, cerca de 190 imágenes, de uno de los fotógrafos “humanistas” más destacados del pasado siglo, y que, con más de ochenta años, continua aún disparando su cámara con sutileza y coraje.
El nombre de la agencia Magnum es una garantía de calidad, desde luego, pero si el fotógrafo del que hablamos es Bruce Davidson, la referencia a Magnum es poco más que un pleonasmo. Nacido en 1933 en Chicago (Illinois), Davidson comenzó ya de niño a interesarse por la imagen y la fotografía, revelando sus primeros carretes en un cuarto oscuro improvisado en un armario de la casa de sus abuelos, aunque su verdadera oportunidad llegó con el inevitable servicio militar en un cuartel militar cercano a París. Se había formado en el Rochester Institute of Technology y en la Universidad de Yale, pero fue en Francia donde inició su carrera. Allí conoció a Cartier Bresson, que se convertiría en su amigo y mentor, y, enseguida, entraría en la agencia Mágnum, siendo su fotógrafo más joven. Bruce Davidson es célebre por sus series, por dedicar mucho tiempo, meses o incluso años, a un tema, a un asunto, entregándose de forma profesional y vital a ello. Y sus temas, casi siempre, han sido personas, seres humanos quizás al límite, seguramente al margen, desprotegidos, a la intemperie, en riesgo.
Hombres y mujeres cuyos rostros contaban historias dramáticas, denunciaban de forma muda aterradoras injusticias, declaraban en silencio su dolor o su coraje, su valentía o su miseria, su pasado preñado de augurios y su futuro incierto, tal vez inexistente. De la melancolía empática, manifiesta en sus fotografías de los años cincuenta, Davidson ha podido transitar hacia un mayor distanciamiento, pleno siempre de compromiso: jamás robó una imagen a sus modelos. No solo les solicitaba permiso, sino que, como muestra de agradecimiento, les ofrecía una copia del trabajo realizado. Siempre respetó a quienes se pusieron ante su cámara y nunca humilló a ninguno de esos hombres, a ninguna de esas mujeres, de esos niños a los que, si bien no rescató de un anonimato envuelto a menudo en la miseria, si otorgó la posibilidad no solo de contribuir a crear una obra de arte –escaso consuelo, es cierto–, sino de participar en una denuncia social, política, humana. Mejor eso que nada, nos gustaría imaginar.
Bruce Davidson ilustró con rigor y valentía la lucha en defensa de los derechos sociales de los negros norteamericanos en unos momentos especialmente delicados (1961-1965), y con sus imágenes dejó patente una realidad brutal e inmisericorde que corroía el núcleo del país más poderoso del mundo. Sus fotografías de la Calle 100, Este, de Harlem, disparadas entre 1966 y 1968, son el más efectivo desmentido gráfico del sueño americano. Impresionantes son, del mismo modo, las terroríficas instantáneas tomadas en México y, aún más para nosotros, debido a la proximidad, las logradas en Almería en 1965. Los mineros de Gales, Brighton, Londres, las jóvenes bandas de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, en Brooklyn, las que, pretendiendo retratarlas, ocultaban películas como West side story; el metro neoyorquino, en 1980, los habituales de la Cafetería Garden, a mediados de los años setenta, el café al que acudía Isaac Bashevis Singer, el circo… La mirada compasiva, equilibrada, exacta, comprometida, ética de Bruce Davidson, siempre se muestra atenta al detalle, a la composición, a la belleza, a pesar del drama que se intuye, o quizás por ello. No añade ninguna parafernalia que pueda exaltar los ánimos, estimular el sentimentalismo: se mantiene erguido, escueto pero exacto, sincero, respetuoso, atento a lo que los modelos tienen que contarnos, a lo que su extraordinaria mirada es capaz de extraer de lo que ha decidido fotografiar. Con acierto se le ha calificado de fotógrafo humanista: sus obras cumplen a la perfección ese cometido atribuido a los viejos humanistas de preocuparse –y ocuparse– de los problemas que nos atañen a todos, aquellas personas a las que nada humano les es ajeno, como pretendía Terencio, y que ponen su inteligencia, su esfuerzo, su sensibilidad al servicio de una causa tan modesta como necesaria: denunciar la miseria, el dolor, la injusticia, el sufrimiento allí donde aparezcan. Y respetar a lo que sufren, a los que están del otro lado: expuestos, expósitos: sin garantías. Bruce Davidson ha hecho eso, es cierto, y además, ha logrado con su sensibilidad y su trabajo culminar algunas obras de arte fascinantes, rotundas, secas, implacables. Documentos impagables para reflexionar sobre ese auténtico humanismo que no deberíamos olvidar.