Tras las impresionantes cifras que atestiguan el milagro económico brasileño se ocultan dramas, desposesiones, crímenes y violaciones de derechos, en este caso sufridos por los indígenas originarios de esa región de Brasil.
El camino que conduce a la aldea kaiowá Kurassu Ambá es estrecho y, tras las lluvias, casi intransitable. Estamos cerca del municipio de Coronel Sapucaia, en la frontera entre el estado brasileño de Mato Grosso do Sul y Paraguay. Apenas nos separa un kilómetro de aquel tekohá, ese pequeño pedazo de tierra que los kaiowá han arrancado a las vastas extensiones de los fazendeiros. El mal estado del camino nos obliga a conducir despacio mientrasintentamos dejar paso a una camioneta gris que se nos aproxima. Sin embargo, cuando está a punto de darnos alcance, el vehículo desconocido hace una maniobra brusca y nos corta el paso. Tres hombres saltan del interior apuntándonos con sus pistolas.
Los desconocidos se aproximan sin bajar las armas. Prudentemente mantenemos los brazos en alto. Nos piden la documentación, registran nuestro vehículo y nos interrogan sobre el motivo de nuestra presencia allí. Se presentan como policías, pero rechazan identificarse. Solo uno de ellos habla y, como en un irónico homenaje a García Márquez, asegura ser nada menos que el coronel Aureliano. En cualquier caso, la situación no anima a regodeos literarios. Todo hace sospechar de que se trata de jagunços, pistoleros a sueldo de fazendeiros, contratados para frenar la lucha de los indígenas por recuperar la tierra. Aunque también podrían ser traficantes, pues la frontera paraguaya es un coladero ilegal de drogas, vehículos y todo tipo de mercancías. Incluso podrían ser ambas cosas a la vez, ya que a algunos fazendeiros de la región se les supone vínculos con las redes de contrabando.
La llegada de algunos niños de la aldea indígena parece incomodar a nuestros asaltantes. Sin dejar de empuñar las pistolas, al menos ahora han bajado sus armas. Visiblemente nervioso por la presencia de estos pequeños testigos, el supuesto coronel Aureliano nos informa de que todo está correcto y podemos seguir nuestro viaje. Al final, por fortuna, el suceso ha quedado en un simple susto. Al menos para nosotros. Porque para los kaiowá se trata de una mera anécdota, un incidente más en una vida marcada por un miedo que les asfixia.
De hecho, pasear por su territorio se convierte en un repaso por un paisaje de muertes donde nunca falta alguien que te señale ese recodo del camino donde encontraron asesinado a un padre o a un hijo, a un niño o a una muchacha. La larga lista de crímenes tiene nombre de mujer para su último registro. Se llamaba Marinalva Manoel.Tenía 27 años y dos hijos. Vivía en la aldea de Ñu Porã, próxima a la ciudad de Dourados. Allí, Marinalva se había destacado por su implicación en la lucha por recuperar la tierra tradicional. Del 13 al 16 de octubre se trasladó a Brasilia para dejar constancia, junto a representantes de otras comunidades, de sus reivindicaciones. En la madrugada del 1 de noviembre, su cuerpo fue encontrado junto a la carretera BR-163 con 35 puñaladas.
El triste destino de Marinalva causa pavor. Pero sobre todo horroriza la naturalidad con que este pueblo se dispone a esperar su próxima víctima, como si el dolor llegara a un punto en que se transforma en cotidianidad. Un sufrimiento que entre 1915 y 1928 tuvo uno de sus periodos más determinantes de gestación. Durante aquellos años, el Servicio de Protección a los Indios (SPI) aplicó un particular criterio para la salvaguarda de las comunidades kaiowá de Mato Grosso do Sul. Considerada por el SPI una población infantil, su mejor destino era permanecer en reservas hasta alcanzar la madurez necesaria para integrarse en la sociedad moderna. Una suerte parecida corrieron también los terena, los guató, los kinikinau y tantos otros pueblos originarios de Brasil.
Confinados en ocho reducidas y dispersas áreas, el vacío dejado en el territorio fue muy pronto ocupado por un nuevo protagonista, la Compañía Matte Larangeira. En realidad la empresa ya había recibido en 1895 la concesión de unos 5 millones de hectáreas en Mato Grosso do Sul para la extracción de la hierba de mate, sin embargo, el hecho de que buena parte estuviera en áreas indígenas dificultaba su explotación. Ahora, esa traba desaparece gracias a las políticas estatales para la “protección” de los indígenas. Cuando en los años 40 el presidente Getúlio Vargas anuló la concesión –en gran medida por la presión separatista de los coroneles, terratenientes que disputaban a la compañía el control del territorio– apenas ya quedaba mate que recolectar como consecuencia de la intensiva explotación llevada a cabo con la mano de obra indígena semiesclavizada, conseguida por la firma gracias a la mediación del SPI.
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Hoy, mientras se recorre el tramo de la carretera BR-163 que une Campo Grande, la capital del estado, y Dourados, no se ve ni rastro de la hierba mate. El paisaje está homogeneizado por unos pastos donde se dispersa tal cantidad de ganado que los propietarios tienen que recurrir a avionetas para poder contarlo desde el aire. Se estima que hay en el estado unos 21,4 millones de cabeza de ganado, ocupando una extensión de 22 millones de hectáreas. Y junto al vacuno, la soja y la caña de azúcar se expanden creando sobre otros 3 millones de hectáreas, un manto verde que terminará adquiriendo un color pajizo cuando la cosecha llegue a la madurez. De tramo en tramo, la presencia de fábricas transformadoras de la caña en etanol rompe la horizontalidad del espacio con sus chimeneas y columnas de humo.
Como ocurrió con la hierba mate, también el SPI ha desaparecido del paisaje. El gobierno brasileño, en aquel momento dirigido por los militares, decidió disolver en 1967 la institución después del escándalo internacional por su implicación en la conocida Masacre del Paralelo 11: bombardeados con dinamita desde una avioneta y rematados después en tierra, al menos una treintena de indígenas de la aldea Cinta-Larga, en la cabecera del rio Aripuanã, fueron asesinados para salvaguardar los intereses de una empresa extractora de caucho. La saña fue brutal. Historias como la de una joven que vio cómo disparaban a la cabeza de su hijo mientras lo estaba amamantando y después fue ella misma descuartizada, dieron la vuelta al mundo.
En la actualidad, la Fundación Nacional del Indio (Funai) es la responsable de proteger a los pueblos indígenas y gestionar el proceso de devolución de las tierras a las comunidades. Sin embargo, apenas se ha avanzado nada en ese sentido, especialmente si lo comparamos con la negra sombra dejada por la SPI y la violencia sufrida todos estos años por los kaiowá y el resto de pueblos originarios. Dourados es en gran medida la encarnación de esa ignominia. Esta localidad, que hasta 1935 no era considerada ni siquiera ciudad, ha crecido al calor del agronegocio hasta reunir hoy a unos 185.000 habitantes. Junto a ella se encuentra una de las mayores reservas indias del país. Más de 13.000 indios malviven allí hacinados en unas condiciones que algunos, como la antropóloga Debora Duprat, no dudan en considerar la mayor tragedia que sufren las comunidades originarias de Brasil.
En sus 3,6 hectáreas de extensión, esta reserva acoge una de las mayores densidades de población indígena del país. Pero sobre todo sufre el impacto de una desestructuración social potenciada por la anulación de los liderazgos tradicionales, la mezcla de grupos enfrentados, la destrucción de un sistema vida. Su única alternativa para sobrevivir pasa por la contratación de sus hombres como braceros durante los meses de recolección manual de la caña. Un trabajo embrutecedor: se estima que cada trabajador corta diariamente unas 12 toneladas de caña, lo que le obliga a realizar más de 133.000 golpes de machete. Y todo ello en condiciones a menudo inhumanas: desde 2004 unas 2.600 personas han sido liberadas de la esclavitud en Mato Grosso do Sul.
El resultado de este dramático panorama es una sociedad totalmente rota por la pobreza, el alcoholismo, la desvertebración familiar y la violencia. Los datos son escalofriantes. En 2010, el índice de asesinatos registrados entre los indígenas de Dourados alcanzaba a 145 por cada 100.000 personas, frente a la media brasileña que se situaba en 24,5. Para hacerse una mejor idea de la tragedia, solo hay que pensar que ese mismo año el nivel de muertes violentas en un país como Iraq, inmerso en un conflicto de dimensiones bélicas, era de 93 asesinatos por 100.000 habitantes. Y lo peor es que este grado de violencia, lejos de retroceder, se confirma año a año. Según el último informe del Consejo Indigenista Misionero (CIMI), entidad ligada a la Iglesia Católica, 33 de los 53 asesinatos de indígenas ocurridos en todo Brasil en el último año tuvieron lugar en Mato Grosso do Sul.
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Si todo esto dibuja un presente aterrador, el mañana todavía es aún más desolador para las comunidades indígenas. Y es que la mecanización en el proceso de recolección de la caña amenaza con hacer desaparecer la única fuente de ingresos para la reserva. Sus habitantes solo pueden aspirar a una vida marcada por la desestructuración y un futuro sin otra perspectiva que la incertidumbre asfixiante de avanzar hacia el vacío. Un destino angustioso que ha terminado por empujar a decenas de adolescentes al suicidio, sin duda uno de los más grandes dramas que afrontan los indígenas surmatogrosenses. Los datos reunidos por el CIMI elevan a 73 el número de jóvenes indios que se han quitado la vida en este estado durante el pasado año. Desde el año 2000 la cifra supera los 660. Mayoritariamente se trata de jóvenes, de entre 15 y 29 años, que alguien encuentra ahorcados una mañana. Las previsiones de la Secretaría de Salud Indígena son que el fenómeno continúe creciendo.
Ante este panorama de muerte, no son pocos los clanes familiares que intentan rescatar a sus hijos del suicidio o a sus hijas de la violación, huyendo de la reserva. Se les encuentra junto a las carreteras, habitando improvisados campamentos donde los negros plásticos que les protegen de la lluvia y el frío de la noche del Mato Grosso destacan como un contrapunto cromático a los campos de soja en cada época del año. A veces se confunden con asentamientos no menos precarios levantados por otros parias: los campesinos pobres que siguen esperando bajo la roja bandera del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra una prometida reforma agraria que nunca llega. Junto a ellos, los indígenas conviven en los arcenes con el peligro de unas carreteras donde los atropellos mortales son habituales.
Asediados por coches y camiones o fumigados desde el aire como si fueran una amenaza más para las plantaciones que les rodean, para la gran mayoría de sus moradores estos frágiles asentamientos diseminados por las veredas no son más que cobijos provisionales en su huida del infierno. Su sueño es recuperar su tekohá, retomar la tierra perdida de sus antepasados. Y un sueño será precisamente el encargado de iniciar este proceso. Un día, el pajé o chamán del grupo familiar experimentará una visión que le señalará el momento de recuperar la tierra. En secreto se desplazará al lugar indicado donde desarrollará el karaitiha, un conjunto de rezos, que pueden prolongarse varios días, con los que el espacio quedará limpio de malos espíritus. Tras estas ceremonias, el pajé informará de la revelación al resto del grupo, con el fin de alcanzar el consenso necesario para poner en marcha la recuperación del territorio. En este sentido, resulta crucial obtener el apoyo de las mujeres, pues para llevar a cabo el proyecto será preciso poner de acuerdo a lo femenino y a los espíritus aliados.
La decisión tendrá gran transcendencia para el kaiowá, pues el tekohá es mucho más que un simple pedazo de suelo. Es una forma de entender la relación con la tierra y con los otros, una concepción armónica de la existencia. En última instancia encarna la aspiración máxima de un kaiowá: el bien vivir. En cualquier caso, pese al afán del pajé por expulsar los malos espíritus, un lastre de sufrimiento sigue acosando a las comunidades hasta en el cobijo ancestral de los tekohá. Un acoso doble. El de los pistoleros que aspiran a expulsarles de las propiedades de los fazendeiros , y el de una burocracia que, en connivencia con esos mismos terratenientes, mantiene sin regularizar la gran mayoría de esos territorios.
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A unas tres horas en coche desde Dourados, Aral Moreira es el típico pueblo de frontera sin personalidad. Al otro lado de la carretera que marca el final de la localidad, la presencia de algunas casas con carteles en castellano nos indica que aquello ya es territorio paraguayo. Solo a unos pocos kilómetros se encuentra el tekohá de Guaiviry, donde resisten unos 160 kaiowás, incluidos unos 64 niños y niñas. El líder comunitario, Genito Gomes, muestra con orgullo el pequeño centro educativo que la aldea ha logrado levantar, mientras sigue esperando que regularicen los terrenos. Gomes sabe el alto precio que hay que pagar por esta resistencia. El 18 de noviembre de 2011 su padre, el cacique Nizio Gomes, fue asesinado por sicarios de los fazendeiros. Su cuerpo sigue desaparecido.
Ahora, a las presiones de los pistoleros se le suma otra preocupación no menos dramática: el hambre. Las limitaciones de tierra hacen que la autosuficiencia alimentaria esté muy lejos de conseguirse en los tekohá. En el mejor de los casos, las aldeas solo cuentan con algunas gallinas y un poco de suelo donde plantar maíz y mandioca. A ello se suman los reparos de las empresas agrícolas para contratar braceros que no residan en las reservas. Sin ingresos, las aldeas dependen por completo de las ayudas alimentarias. Cuando visitamos la zona, hacía tres meses que no llegaba nada de esa ayuda debido a unos problemas burocráticos con la FUNAI. Solo unas semanas después de nuestra visita, el 12 de octubre, un niño moría de desnutrición e ingestión de agua en malas condiciones en la comunidad de Pyelito Kue.
Solano Lopes, cacique de aquella aldea, denunciaba que la situación estaba llegando a un punto insostenible. Como muestra, un adolescente nos relataba cómo fue tiroteado por la seguridad privada de una hacienda cuando abandonó el tekohá para pescar en el río. Tuvo suerte. A principios del año pasado el fazenderio Antonio Gonçalves se entregaba a la justicia tras haber matado en una situación similar a un muchacho kaiowá de 15 años en el municipio de Caarapó. Pese a la confesión, el asesino fue puesto en libertad en espera de juicio, evidenciando la impunidad con que se ataca a los indígenas. En realidad no es ninguna sorpresa si se tiene presente que en los últimos diez años han sido asesinados 16 líderes kaiowá, pero sólo en uno de estos crímenes sus responsables han sido juzgados y condenados.
Esa impunidad pone de relieve el fuerte peso que el lobby ruralista tiene en Brasil. De hecho, lejos de disminuir, su capacidad de presión no deja de crecer. También en el ámbito político. Si antes de las últimas elecciones el número de diputados pertenecientes al lobby ascendía a 168, el nuevo Congreso que se constituirá en breve podría contar con 257, sobre un total de 513 diputados. Esto explica las correcciones que las iniciativas a favor de los pueblos indígenas o el medio ambiente sufren durante su tramitación parlamentaria. La propia Dilma Rousseff, que ha hecho del desarrollismo basado en las exportaciones agrícolas una de las claves del motor económico brasileño, parece dispuesta a mimar al sector. La designación para el cargo de ministra de Agricultura de Katia Abreu, una de las caras más públicas del agronegocio, así parece corroborarlo.
Esta presión del lobby también se refleja en diversas iniciativas legislativas que buscan dificultar la legalización de los territorios recuperados. Los fazendeiros consideran en este sentido que la Funai es demasiado proclive a las reivindicaciones indígenas. Por eso aspiran a dejarla fuera de las regularizaciones haciendo que la demarcación de tierras pase por el parlamento, donde su capacidad de influencia es aún mayor. Y eso a pesar de que, en realidad, esa supuesta tendencia indigenista de algunos poderes públicos no ha dejado de ser un espejismo. Los datos así lo demuestran: de las 1.047 tierras que los pueblos originarios reivindicaban como propias en todo Brasil apenas se ha regularizado un 38%. Es cierto que se trata de un proceso largo, que arranca con la delimitación del territorio y que culmina con el registro notarial una vez que la presidencia del gobierno ha homologado el expediente. Sin embargo, en estos años, lejos de agilizarse algo el ritmo, se ha hecho más lento y desesperante. Si durante los gobiernos del conservador Fernando Henrique Cardoso se homologaban como media unos 18 expedientes al año, con Lula en el gobierno se bajó a 10. El pasado año, Dilma Rousseff solo homologó un terreno en todo Brasil.
Todas estas circunstancias no han dejado de desencadenar tensiones y una dura lucha por la tierra entre terratenientes e indígenas. Se estima, en este sentido, que en la última década se han registrado más de 150 conflictos ligados a la tierra en Mato Grosso do Sul. Una tensión que, en ocasiones, ha generado situaciones auténticamente surrealistas. En diciembre de 2013, por ejemplo, las entidades ruralistas Acrissul y Famasul no tuvieron ningún reparo en convocar públicamente lo que denominaron la Subasta de la Resistencia. El objetivo era recaudar fondos para comprar armas y poner en marcha una milicia con la que detener posibles movilizaciones indígenas. Cerca de 2.000 personas participaron en esta subasta de ganado que se celebró en Campo Grande y que recaudó cerca de un millón de reales (unos 35.000 euros), un dinero que finalmente fue incautado por la justicia.
Y la tensión en la zona no para de crecer. Así, la comunidad de Kurussú Ambá viene denunciando desde hace meses la presencia de grupos de más de 80 hombres fuertemente armados en haciendas próximas a la aldea, en la misma zona donde nosotros fuimos abordados por los pistoleros. Frente a estas amenazas y la lentitud en el proceso de regularizar su tierra, los kaiowá de Kurussú Ambá decidieron pasar a la ofensiva y el pasado 22 de septiembre ampliaron su tekohá con una nueva porción de tierra arrebatada a los fazendeiros. La respuesta de estos no se hizo esperar y el 3 de octubre un grupo de matones asaltaba la nueva zona ocupada y destrozaba a machetazos algunas de las endebles construcciones levantadas por los indígenas en el lugar. La reacción de los guerreros kaiowá logró repeler aquel ataque, pero unos días más tarde una muchacha de 17 años fue atropellada por un motorista que se dio a la fuga. Para Eliseo Lopes, líder de la comunidad, no existe ninguna duda de que el accidente fue intencionado.
Sin embargo, la agresión más implacable contra los tekohá de los kaiowá llegó el 16 de septiembre. Y vendría de uno de los principales poderes del Estado: la Justicia. Ese día la sala segunda del Tribunal Supremo Federal anulaba la demarcación del tekohá de Guyraroka por considerar que no se pueden argumentar derechos históricos sobre la tierra, si esa ocupación efectiva no se daba en el momento de promulgar la Constitución de 1988. De un plumazo los jueces ignoraban todos los estudios antropológicos e históricos y los derechos sobre unos territorios de los que habían sido expulsados en algunos casos hace más de un siglo. Uno de los jueces, Gilmar Mendes, ironizó sobre los argumentos contra la sentencia señalando que si no se pusiera ese tipo de límites temporales habría que devolver a los indios hasta los apartamentos en Copacabana.
En realidad el temor de Mendes es totalmente disparatado. De hecho, se estima que las tierras reclamadas por los kaiowá no superan en conjunto las 900.000 hectáreas, una superficie que apenas representa el 2,5% de la extensión total de un Mato Grosso do Sul que destina el 66% de su territorio a la ganadería. Si en lugar de contabilizar la tierra reivindicada, nos ajustamos a la tierra que realmente tienen en la actualidad los indígenas en este estado brasileño, la comparación ya resulta esperpéntica. Porque sumando toda la tierra kaiowá, guaraní, terena, guató, kinikinau y ofayé , las comunidades originarias no logran superar el espacio que los fazendeiros destinan al pasto de 70.000 vacas.
Con todo, la decisión judicial ha disparado las alarmas. Muchos temen que el fallo dificulte todavía más el proceso de regularización de las tierras indígenas. E incluso algunos ven con preocupación una sentencia que podría abrir la puerta al desalojo de la mayoría de los tekohás en situación irregular. Frente a ello, los guerreros kaiowá reiteran estos días su voluntad de resistencia hasta el final, aunque solo cuentan con frágiles arcos y flechas para afrontar un potencial ataque de jagunços o, incluso, la eventual intervención de las fuerzas federales en un hipotético desalojo. A su lado, el chamán y los chirus, unas estructuras rituales de madera para alejar a los malos espíritus del tekohá, intentarán también mantener protegidas las aldeas.
A todos estos peligros se suma la implacable indiferencia con que el mundo afronta el drama de los kaiowá. Tal vez por eso, cuando abandonamos la aldea de Pyelito Kue y nos despedimos de su cacique Solano Lopes, un joven se acercó a nosotros con algo en las manos. Se trataba de una pequeña cámara de video estropeada. El muchacho esperaba que un periodista llegado de fuera tuviera los conocimientos precisos para reparar el aparato. Decepcionado ante nuestra ignorancia, nos preguntó si al menos podríamos llevar la cámara hasta Campo Grande donde algún técnico pudiera arreglarla. Para el joven, aquel artilugio resulta tan importante como las mazas, arcos y flechas de sus compañeros. Su óptica, ahora averiada, aspira a ser testigo de lo que pueda suceder. Transformar en imágenes un drama demasiado tiempo sufrido, oculto al mundo por los grandes números estadísticos del milagro brasileño.
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Sin dejar de empuñar las pistolas, al menos ahora han bajado sus armas.
Se estima que cada trabajador da diariamente más de 133.000 golpes de machete.
En 2010, el índice de asesinatos entre los indígenas alcanzaba a 145 por cada 100.000 habitantes. En Iraq era de 93.
Su sueño es recuperar su tekohá, retomar la tierra perdida de sus antepasados.
En los últimos diez años han sido asesinados 16 líderes kaiowá.