Universalmente aclamada, pero poco leída en nuestros días, La Divina Comedia es una obra asombrosamente genial. Guiado por Virgilio, Dante visita el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Escrito en tercetos endecasílabos, el poema consta de 100 Cantos. Aquí reproducimos el Canto III de la visita al Infierno, pero para facilitar la lectura a los perezosos hemos modificado la estructura convirtiéndola en una especie de prosa, respetando escrupulosamente el texto.
CANTO III
POR MÍ SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE, POR MÍ SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO, POR MÍ SE VA A LA GENTE CONDENADA.
LA JUSTICIA MOVIÓ A MI ALTO ARQUITECTO. HÍZOME LA DIVINA POTESTAD, EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.
ANTES DE MÍ NO FUE COSA CREADA SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.
Estas palabras de color oscuro vi escritas en lo alto de una puerta; y yo: «Maestro, es grave su sentido.» Y, cual persona cauta, él me repuso: «Debes aquí dejar todo recelo; debes dar muerte aquí a tu cobardía. Hemos llegado al sitio que te he dicho en que verás las gentes doloridas, que perdieron el bien del intelecto.» Luego tomó mi mano con la suya con gesto alegre, que me confortó, y en las cosas secretas me introdujo. Allí suspiros, llantos y altos ayes resonaban al aire sin estrellas, y yo me eché a llorar al escucharlo. Diversas lenguas, hórridas blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, roncos gritos al son de manotazos, un tumulto formaban, el cual gira siempre en el aire eternamente oscuro, como arena al soplar el torbellino. Con el terror ciñendo mi cabeza dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho, y quién son éstos que el dolor abate?» Y él me repuso: «Esta mísera suerte tienen las tristes almas de esas gentes que vivieron sin gloria y sin infamia. Están mezcladas con el coro infame de ángeles que no se rebelaron, no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos. Los echa el cielo, porque menos bello no sea, y el infierno los rechaza, pues podrían dar gloria a los caídos.» Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto y provoca lamentos tan amargos?» Respondió: «Brevemente he de decirlo. No tienen éstos de muerte esperanza, y su vida obcecada es tan rastrera, que envidiosos están de cualquier suerte. Ya no tiene memoria el mundo de ellos, compasión y justicia les desdeña; de ellos no hablemos, sino mira y pasa.» Y entonces pude ver un estandarte, que corría girando tan ligero, que parecía indigno de reposo. Y venía detrás tan larga fila de gente, que creído nunca hubiera que hubiese a tantos la muerte deshecho. Y tras haber reconocido a alguno, vi y conocí la sombra del que hizo por cobardía aquella gran renuncia. Al punto comprendí, y estuve cierto, que ésta era la secta de los reos a Dios y a sus contrarios displacientes. Los desgraciados, que nunca vivieron, iban desnudos y azuzados siempre de moscones y avispas que allí había. Éstos de sangre el rostro les bañaban, que, mezclada con llanto, repugnantes gusanos a sus pies la recogían. Y luego que a mirar me puse a otros, vi gentes en la orilla de un gran río y yo dije: «Maestro, te suplico que me digas quién son, y qué designio les hace tan ansiosos de cruzar como discierno entre la luz escasa.» Y él repuso: «La cosa he de contarte cuando hayamos parado nuestros pasos en la triste ribera de Aqueronte.» Con los ojos ya bajos de vergüenza, temiendo molestarle con preguntas dejé de hablar hasta llegar al río. Y he aquí que viene en bote hacia nosotros un viejo cano de cabello antiguo, gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas! No esperéis nunca contemplar el cielo; vengo a llevaros hasta la otra orilla, a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego. Y tú que aquí te encuentras, alma viva, aparta de éstos otros ya difuntos.» Pero viendo que yo no me marchaba, dijo: «Por otra vía y otros puertos a la playa has de ir, no por aquí; más leve leño tendrá que llevarte». Y el guía a él: «Caronte, no te irrites: así se quiere allí donde se puede lo que se quiere, y más no me preguntes.» Las peludas mejillas del barquero del lívido pantano, cuyos ojos rodeaban las llamas, se calmaron. Mas las almas desnudas y contritas, cambiaron el color y rechinaban, cuando escucharon las palabras crudas. Blasfemaban de Dios y de sus padres, del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente que los sembrara, y de su nacimiento. Luego se recogieron todas juntas, llorando fuerte en la orilla malvada que aguarda a todos los que a Dios no temen. Carón, demonio, con ojos de fuego, llamándolos a todos recogía; da con el remo si alguno se atrasa. Como en otoño se vuelan las hojas unas tras otras, hasta que la rama ve ya en la tierra todos sus despojos, de este modo de Adán las malas siembras se arrojan de la orilla de una en una, a la señal, cual pájaro al reclamo. Así se fueron por el agua oscura, y aún antes de que hubieran descendido ya un nuevo grupo se había formado. «Hijo mío –cortés dijo el maestro– los que en ira de Dios hallan la muerte llegan aquí de todos los países: y están ansiosos de cruzar el río, pues la justicia santa les empuja, y así el temor se transforma en deseo. Aquí no cruza nunca un alma justa, por lo cual si Carón de ti se enoja, comprenderás qué cosa significa.» Y dicho esto, la región oscura tembló con fuerza tal, que del espanto la frente de sudor aún se me baña. La tierra lagrimosa lanzó un viento que hizo brillar un relámpago rojo y, venciéndome todos los sentidos, me caí como el hombre que se duerme.