El grito del prudente, por una mujer

El grito del prudente Olympe de Gouges

Mayo de 1789

 

“Es tiempo de levantar la voz; el sentido común y la prudencia no podrían callar por más tiempo; es hora de decir definitivamente a la Nación que si ella no se decide pronto a realizar sus objetivos, arrastraría la caída del Reino, perdería para siempre la confianza y el mal se convertirá en incurable.

Sí, señores, vuestras discordias no solamente van a incendiar los cuatro puntos cardinales de Francia, sino a sublevar y envalentonar a nuestros enemigos y arrastrarnos a la perdición por vuestra culpa. ¿Podríais leer con atención Carta al pueblo, Comentarios patrióticos y, sobre todo, La felicidad primitiva del hombre y recorrer los capítulos con la misma presteza con la que yo he llegado al reinado de Luis XVI? Acordándoos de que, a pesar de esta precipitación, se puede uno detener y reflexionar sobre ciertos aspectos que ofrecen observaciones tan útiles como saludables?

Desde hace mucho tiempo observo a los hombres y me veo obligada a reconocer que tienen el corazón corrupto, el alma abyecta, el espíritu desquiciado y el genio criminal. ¿Se puede hoy sin enrojecer declararse hombre y proclamarse superior a nuestros antepasados, a esos nobles caballeros franceses que defendían a la vez a la Patria y a las Damas? ¡Oh felices tiempos considerados en nuestros días como siglos fabulosos, ¿podríais volver a renacer entre nosotros?, ¿devolver la energía que les falta a los franceses y convertirlos de nuevo en el ejemplo de todos los pueblos? Quiero examinar de dónde surge la fuente del vicio; ¿puedo reconocerlo sin traicionar a la vez a mi sexo y a mi carácter? El esfuerzo es penoso y por mucho que me cueste revelar este sexo que él mismo se ha desenmascarado, lo traicionaré en este momento para mejor servirle en el futuro.

¡Oh mujeres!, ¿qué habéis hecho? ¿Qué habéis producido? ¿Habéis podido creer que arrojándoos de cabeza a los hombres conservaríais vuestro imperio? Está destruido y vuestras gracias naturales han desaparecido junto con el noble pudor que os hacía tan atractivas y queridas a sus ojos.

Habéis abandonado el reino de vuestras casas, habéis alejado a vuestros hijos de vuestros senos; abandonados en los brazos de servidores corruptos han aprendido a odiaros y a despreciaros. ¡Oh sexo a la vez seductor y pérfido! ¡Oh sexo a la vez débil y todopoderoso! ¡Oh sexo finalmente tramposo y engañado! ¡Vosotras que habéis espantado a los hombres que os castigan hoy por estos desarreglos despreciando vuestros encantos, vuestras luchas y vuestros nuevos esfuerzos! ¿Cuál es actualmente vuestra fuerza? Los hombres saben a través de vosotras mismas cuáles son vuestros defectos, vuestros recovecos, vuestras maquinaciones, vuestros fallos: en resumen, ellos se han convertido en mujeres. ¿Podemos contemplar sin piedad la suficiencia de nuestros jóvenes, la volubilidad de nuestros ancianos acerca de los grandes temas y la extravagancia de los hombres maduros sin revolvernos contra el siglo y contra las costumbres actuales?

Se habla de virtud y de patriotismo, si verdaderamente existiesen se habrían hecho notar en los Estados Generales. Todos los cuadernos de quejas se confundirían y los tres estamentos al unísono no harían otra cosa que pronunciarse por el bien público. Pero si el espíritu de partido se impone en esta Asamblea sobre el bienestar general, la razón y la justicia, estos Estados Generales, tanto tiempo anhelados, sólo se habrán reunido para sembrar la discordia. Lo predigo. Ojalá esta predicción no se cumpla y yo sea una mala profeta, pero al mismo tiempo sería una excelente ciudadana.

Debéis, señores, calmar la impaciencia del público. Pero ¿qué puede asegurar la calma si no es vuestra unión? ¿Quién puede restablecer la confianza, hacer florecer el comercio si no es la armonía en vuestras asambleas? Para llegar a acuerdos es preciso consensuar vuestras pretensiones particulares, convencer al Tercer Estado de que no es el único que tiene derecho a promulgar nuevas leyes y hacer ver al clero que debe despojarse en este momento del fasto de sus dignidades y de la mayor parte de sus prerrogativas. Persuadid a la nobleza de que es una injusticia, una vejación flagrante, el rechazar sentarse con el Tercer Estado como si hubiese entre ellos barreras infranqueables. No hay día que un noble sin fortuna solicite la mano de una señorita del Tercer Estado. Y en estos momentos de angustia y de calamidad teméis, señores, intercambiar vuestras ideas con los que os ayudarían.

Se puede excluir a las mujeres de todas las asambleas nacionales, pero mi genio benefactor me lleva al centro de esa asamblea. Diré con firmeza que el honor mismo de los primeros gentilhombres franceses se fundó sobre el bien de la Patria y que se aleja de sus nobles principios al separarse en el seno de la Asamblea del resto de la Nación.

Si el amor propio pesa más que la razón, sin duda señores condenaréis este escrito, pero la autora posee una gran confianza en vuestro noble proceder para no esperar que vuestros nobles sentimientos triunfen sobre el amor propio y si en esta circunstancia ha empleado el tono imperativo propio de su sexo es porque piensa que ‘a grandes males, grandes remedios’.

Y os aseguro, al mismo tiempo, que si el celo patriótico la ha llevado demasiado lejos, el respeto y la estima que os son debidos, señores, la reconducen a sus verdaderos principios y le hacen reconocer que la modestia debe estar en el fondo de su carácter.

Uno de los dos partidos debe ceder. Probablemente, el clero seguirá el partido de la nobleza. ¿Es el Tercer Estado quien debe abandonar su postura? ¿Es la nobleza la que debe desprenderse de sus prejuicios? ¿Acaso no son esos prejuicios sus derechos y no son esos derechos la gloria y el sostén de la monarquía francesa?

No se puede negar que los cuadernos del tercer estado han conmocionado a la nobleza. Pero, en fin, no puede ser todo una balsa de aceite y el que ceda, sea la nobleza o el tercer estado, será el partido patriótico al que Francia deberá su salvación.”

 

Fuente: Texto de Olympe de Gouges publicado en el libro de Laura Manzanera Olympe de Gouges. La cronista maldita de la revolución francesa.

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