La ejecución de Maximiliano (1867), óleo sobre lienzo de Édouard Manet (1832-1883), National Gallery de Londres. La pintura ilustra el fusilamiento de Maximiliano I, Miguel Miramón y Tomás Mejía en el cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867.
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA MEXICANA
Juárez, usted ha igualado a John Brown.
La América actual tiene dos héroes, John Brown y usted. John Brown por quien la esclavitud ha muerto; usted, por quien la libertad vive.
México se ha salvado por un principio y por un hombre. El principio es la República, el hombre, es usted.
Por lo demás, la suerte de todos los atentados monárquicos es terminar abortando. Toda usurpación empieza por Puebla y termina por Querétaro.
En 1863, Europa se abalanzó contra América. Dos monarquías atacaron su democracia; una con un príncipe, otra con un ejército; el ejército llevó al príncipe. Entonces el mundo vio este espectáculo: por un lado, un ejército, el más aguerrido de Europa, teniendo como apoyo una flota tan poderosa en el mar como lo es él en tierra, teniendo como recursos todas el dinero de Francia, con un reclutamiento siempre renovado, un ejército bien dirigido, victorioso en África, en Crimea, en Italia, en China, valientemente fanático de su bandera, dueño de una gran cantidad de caballos, artillería y municiones formidables. Del otro lado, Juárez.
Por un lado, dos imperios; por otro, un hombre. Un hombre con otro puñado de hombres. Un hombre perseguido de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, de bosque en bosque, en la mira de los infames fusiles de los consejos de guerra, acosado, errante, refundido en las cavernas como una bestia salvaje, aislado en el desierto, por cuya cabeza se paga una recompensa. Teniendo por generales algunos desesperados, por soldados algunos harapientos. Sin dinero, sin pan, sin pólvora, sin cañones. Los arbustos por ciudadelas. Aquí la usurpación, llamada legitimidad, allá el derecho, llamado bandido. La usurpación, casco bien puesto y espada en mano, aplaudida por los obispos, empujando ante sí y arrastrando detrás de sí todas las legiones de la fuerza. El derecho, solo y desnudo. Usted, el derecho, aceptó el combate. La batalla de uno contra todos duró cinco años. A falta de hombres, usted usó como proyectiles las cosas. El clima, terrible, vino en su ayuda; tuvo usted por ayudante al sol. Tuvo por defensores los lagos infranqueables, los torrentes llenos de caimanes, los pantanos, llenos de fiebre, las malezas mórbidas, el vómito prieto de las tierras calientes, las soledades de sal, las vastas arenas sin agua y sin hierba donde los caballos mueren de sed y de hambre, la gran planicie severa de Anáhuac que se cuida con su desnudez, como Castilla, las planicies con abismos, siempre trémulas por el temblor de los volcanes, desde el de Colima hasta el Nevado de Toluca; usted pidió ayuda a sus barreras naturales, la aspereza de las cordilleras, los altos diques basálticos, las colosales rocas de pórfido. Usted llevó a cabo una guerra de gigantes, combatiendo a golpes de montaña.
Y un día, después de cinco años de humo, de polvo, y de ceguera, la nube se disipó y vimos a los dos imperios caer, no más monarquía, no más ejército, nada sino la enormidad de la usurpación en ruinas, y sobre estos escombros, un hombre de pie, Juárez, y, al lado de este hombre, la libertad.
Usted hizo tal cosa, Juárez, y es grande. Lo que le queda por hacer es más grande aún.
Escuche, ciudadano presidente de la República Mexicana.
Acaba usted de vencer a las monarquías con la democracia. Usted les mostró el poder de ésta; muéstreles ahora su belleza. Después del rayo, muestre la aurora. Al cesarismo que masacra, muéstrele la República que deja vivir. A las monarquías que usurpan y exterminan, muéstreles el pueblo que reina y se modera. A los bárbaros, muéstreles la civilización. A los déspotas, los principios.
Dé a los reyes, frente al pueblo, la humillación del deslumbramiento.
Acábelos mediante la piedad.
Los principios se afirman, sobre todo, brindando protección a nuestro enemigo. La grandeza de los principios está en ignorar. Los hombres no tienen nombre ante los principios, los hombres son el Hombre. Los principios no conocen sino a sí mismos. En su estupidez augusta no saben sino esto: la vida humana es inviolable.
¡Oh, venerable imparcialidad de la verdad! El derecho sin discernimiento, ocupado solamente en ser derecho. ¡Qué belleza!
Es importante que sea frente a aquellos que legalmente habrían merecido la muerte, cuando abjuremos de esta vía de hecho. La más bella caída del cadalso se hace delante del culpable.
¡Que el violador de principios sea salvaguardado por un principio! ¡Que tenga esa felicidad y esa vergüenza! Que el violador del derecho sea cobijado por el derecho. Despojándolo de su falsa inviolabilidad, la inviolabilidad real, pondrá usted al desnudo la verdadera, la inviolabilidad humana. Que quede estupefacto al ver que del lado por el cual él es sagrado, es el mismo por el cual no es emperador. Que este príncipe, que no se sabía hombre, aprenda que hay en él una miseria, el príncipe, y una majestad, el hombre.
Nunca se presentó una oportunidad tan magnífica como ésta. ¿Se atreverán a matar a Berezowski en presencia de Maximiliano sano y salvo? Uno quiso matar a un rey, el otro, a una nación.
Juárez, haga dar a la civilización ese paso inmenso. Juárez, abolid sobre toda la tierra la pena de muerte.
Que el mundo vea esta cosa prodigiosa: la república tiene en su poder a su asesino, un emperador; en el momento de arrollarlo, se da cuenta de que es un hombre, lo suelta y le dice:
Eres del pueblo como los demás. Vete.
Ésa será, Juárez, su segunda victoria. La primera, vencer a la usurpación, es soberbia; la segunda, perdonar al usurpador, será sublime.
Sí, a esos reyes cuyas prisiones están repletas, cuyos cadalsos están oxidados de asesinatos, a esos reyes de caza, de exilios, de presidios y de Siberia, a los que tienen a Polonia, a Irlanda, a La Habana, a Creta, a esos príncipes obedecidos por los jueces, a esos jueces obedecidos por los verdugos, a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos emperadores que tan fácilmente mandan cortar una cabeza, ¡muéstreles cómo se salva la cabeza de un emperador!
Por encima de todos los códigos monárquicos de los que caen gotas de sangre, abra la ley de la luz, y, en medio de la página más santa del libro supremo, que se vea el dedo de la República posado sobre esta orden de Dios: No matarás.
Estas dos palabras contienen el deber.
Usted cumplirá ese deber.
El usurpador será perdonado y el liberador no ha podido serlo, lástima. Hace dos años, el 2 de diciembre de 1859, tomé la palabra en nombre de la democracia, y pedí a Estados Unidos la vida de John Brown. No la obtuve. Hoy pido a México la vida de Maximiliano. ¿La obtendré?
Sí. Y tal vez en estos momentos ya ha sido cumplida mi petición.
Maximiliano le deberá la vida a Juárez.
¿Y el castigo?, preguntarán.
El castigo, helo aquí,
Maximiliano vivirá «por la gracia de la República».
Víctor Hugo
Hauteville House, a 20 junio de 1867
(Nota de edición: La carta llegó un día después de que Maximiliano fuera ejecutado.)