¡El socialismo ha muerto! ¡Viva el socialismo!

El socialismo ha muerto

Según los historiadores, la fórmula ritual ‘el rey ha muerto, viva el rey’ fue dicha por primera vez en las cortes francesas de la Baja Edad Media, y luego se extendió a otros países europeos. Esta reconstrucción histórica me interesa relativamente; lo que es más importante
–dado el título que he elegido dar a este libro– me parece, en cambio, que es razonar sobre el significado y la función del acto lingüístico en cuestión. El significado más banal se encuentra en la versión popular que se acuñó con el dicho ‘a Rey muerto, Rey puesto’ (‘a Papa muerto, Papa puesto’): esta vulgarización tiene el mérito de poner el acento en la continuidad de una institución (la Iglesia) que sobrevive en el tiempo, trascendiendo a los individuos (los Papas) llamados de vez en cuando a encarnar la existencia y la unidad (sin olvidar el valor irónico del proverbio: los intérpretes cambian, pero la partitura de un poder que oprime a los de abajo no cambia). El tema de la continuidad es aún más significativo en la versión original: puesto que la vida misma de la institución monárquica está indisolublemente asociada al cuerpo del rey, no debe haber ninguna ruptura temporal entre la salida del soberano y el ascenso al trono de su sucesor. De ahí, por un lado, la obsesión por las políticas familiares destinadas a asegurar el nacimiento de uno o más herederos al trono y, por otro lado –dado el riesgo de intrigas, conflictos dinásticos, etc., de los que pueden derivar vacíos de poder y guerras de sucesión–, con el tono imperativo que surge detrás de las palabras: ‘el rey ha muerto, viva el rey’ se realiza una frase performativa que pretende no solo afirmar, sino crear una situación de hecho: la sucesión ha ocurrido, la unidad del Estado está garantizada.

Como nunca es fácil desembarazarse de la carga de la tradición, quiero despejar el campo de posibles equívocos. En primer lugar, eligiendo como titulo de este trabajo ¡El socialismo ha muerto! ¡viva el socialismo! no tenía ninguna intención irónica en mi cabeza (nunca podremos deshacernos de este mito o similar); pero sobre todo no tenía intención de reivindicar una continuidad: esto porque estoy convencido de que el socialismo está realmente muerto en las formas históricas que ha conocido desde sus orígenes en el siglo XIX hasta el agotamiento de los impulsos igualitarios del siglo XX, prolongados durante unas pocas décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial. No fue un acontecimiento (la caída del Muro y el colapso de la URSS jugaron el papel de mera acta notarial de la muerte), sino una agonía que duró desde los años setenta hasta la gran crisis que inauguró el nuevo milenio. Hoy la agonía ha terminado y ha comenzado la travesía del desierto.

Según una opinión generalizada, vivimos en una época en la que “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, para decirlo con Gramsci. Personalmente, estoy convencido de que debe abandonarse la actitud de espera pasiva que ese ‘no puede’ corre el riesgo de justificar. El ‘no puede’ de Gramsci está vinculado a la concreción de un momento histórico: el gran líder comunista escribía desde una prisión fascista después de la derrota de la revolución; nosotros también venimos de una dura derrota, pero no estamos en prisión y vivimos en un momento de crisis sistémica radical, de la que el enemigo de clase no puede salir. El ‘no puede’ de las izquierdas convertidas al neoliberalismo es de dos tipos: 1) está el ‘no puede’ de los social liberales mainstream, cercano al TINA de Thatcher (There Is No Alternative, No hay alternativa, ntd), reconociendo en el sistema neoliberal una realidad insuperable a la que no cabe más que adaptarse; 2) y está el ‘no puede’ liberal progresista de las izquierdas ‘radicales’ que creen que pueden cambiar el mundo ‘partiendo de uno mismo’, a través de prácticas de emancipación individual y de grupo. Pienso, en cambio, que no es posible cruzar el desierto sin elegir una dirección, y la dirección se encuentra abandonando el no puede por el debe. Si la crisis de lo viejo persiste, hay que hacer nacer, y lo nuevo es el socialismo: no el d’antan, ya muerto y enterrado, sino un socialismo del siglo XXI, que debe construirse a partir de las concretas condiciones históricas: de las transformaciones sufridas por el modo de producir, de la autofagia del capitalismo globalizado que se devora a sí mismo, de la re-nacionalización de la política, del retorno del Estado, de las transformaciones de la composición social y de las nuevas formas de la lucha de clases. Viva el socialismo quiere decir esto: el ave fénix debe resurgir de las cenizas porque la alternativa socialismo o barbarie nunca ha sido tan actual como hoy.

La primera y segunda parte de este trabajo –tituladas Izquierdas y capital. Las relaciones peligrosas y Pueblo, nación, Estado y socialismo– llevan a cabo, por orden, los dos temas contenidos en el título general: la muerte del socialismo, la primera, y la necesidad de hacerlo renacer, la segunda. La estructura del libro es simétrica: los capítulos iniciales de ambas partes contienen una serie de tesis, respectivamente doce y veintidós (por eso no hay un capítulo concluyente: las tesis son en realidad conclusiones anticipadas). He elegido esta fórmula porque obliga a presentar el propio pensamiento de forma apodíctica y simplificada. Realmente creo que hoy hay que presentar las ideas propias y la propias opiniones de forma clara, nítida e inequívoca, sin esconderse detrás de los giros de palabras, de las metáforas, de las alusiones y de las florituras académicas que tanto gustan a la mayoría de los intelectuales de izquierdas. Los segundos capítulos de ambas partes (Variantes sobre el tema 1 y 2) contienen una serie de ‘cara a cara’ con los pensamientos de autores que han ejercido una fuerte influencia en mis actuales posiciones teóricas (Antonio Gramsci, Ernesto Laclau, Samir Amin, David Harvey, Nancy Fraser o Mario Tronti, por citar solo a algunos), digresiones sobre temas que considero de crucial importancia para comprender la realidad contemporánea (movimientos populistas, retorno del Estado, post-democracia, Unión Europea, escenarios geopolíticos, feminismo, cuestión nacional, etc.), hasta una serie de ‘reseñas polémicas’ dedicadas a trabajos que me han irritado.

Partiendo de la premisa de que, con la derrota sufrida por la contrarrevolución liberal neoliberal iniciada a finales de los años setenta, el movimiento obrero no perdió solo una batalla, sino la guerra, las doce tesis de la primera parte describen la forma en que las izquierdas han desempeñado el papel de sepultureros de los vencidos. Por un lado, los socialdemócratas han adoptado la ideología neoliberal, abandonando la representación de las clases subalternas para asumir la de la nueva burguesía transnacional y las clases medias emergentes; por otra parte, los ‘nuevos movimientos’ (feministas, ecologistas, post-obrerístas y todo el circo variado de hijos y nietos del 68), depuestas las veleidades antagonistas frente al sistema capitalista, se han concentrado en la reivindicaciones de los derechos individuales y de las minorías sexuales, étnicas o de otro tipo. En el siguiente capítulo se describen los diferentes rituales con los que se celebró el funeral del socialismo: desde el matrimonio entre el espíritu anti-jerárquico del 68 y las nuevas culturas capitalistas de empresa, al rechazo del Estado como tal, representado como fuente y encarnación de todo mal; desde la alianza ‘liberal-progresista’ entre feminismo emancipador y capitalismo ‘innovador’ (medios de comunicación, showbiz, Nueva Economía, etc.), al uso de lo políticamente correcto como arma disuasoria contra la resistencia popular al pensamiento único. Todo sazonado con los paradigmas horneados de la cultura académica made in USA, verdaderas herramientas hegemónicas del soft power norteamericano: gender y cultural studies, lo postmoderno, lo postcolonial, el giro lingüístico de las ciencias sociales, etc. Sin olvidar una paradoja: esta ola de nuovismo, esta exaltación ultra-modernista y ultra-progresista, trata de acreditarse como heredera de las izquierdas históricas usando como hoja de higuera las únicas ideas marxistas que realmente merecería enterrar: el entusiasmo por el presunto papel emancipatorio del capitalismo, la exaltación del progreso tecnológico (el desarrollo de las fuerzas productivas crea las condiciones para la superación del capitalismo) o la búsqueda incesante de un Sujeto privilegiado portador de una conciencia revolucionaria genuina. En pocas palabras: mientras se permite que el cadáver del socialismo se pudra, se veneran sus inútiles reliquias.

Hasta aquí, los que han leído mis dos libros anteriores (Utopías letales y La variante populista) encontrarán más profundizaciones que verdaderas novedades. Estas vienen con las veintidós tesis y el sucesivo capítulo de la segunda parte. En esta sección (que no dejará de alimentar las habituales acusaciones de populismo, soberanismo, rojopardismo, hasta el hiperbólico epíteto nacional-socialista, usado de forma tan ligera que suscita hilaridad), se presentan de hecho los puntos de vista más indigestos para los recién evocados sepultureros/custodios de las reliquias. Viene relanzada y enriquecida con nuevos argumentos la tesis según la cual el populismo es la forma que la lucha de clases tiende a asumir en una fase histórica en la que las identidades sociales tradicionales han perdido consistencia y autoconciencia. Esto no significa afirmar que el ‘pueblo’ (una entidad en sí misma genérica y abstracta) se convierta en el sujeto de la revolución, sino que un movimiento político capaz de agregar un bloque social que reúna diversas reivindicaciones (aunque parcialmente en competencia mutua), que resulten incompatibles con el sistema capitalista en sus formas actuales, puede ‘construir’ un pueblo, puede construir una amplia alianza de sujetos sociales que le permita conquistar el gobierno y lanzar un programa de reformas radicales. Reformas porque, en las condiciones actuales, es impensable imaginar una transición directa al socialismo. El proceso deberá asumir inicialmente el carácter de una revolución nacional-popular y democrática, de una revolución ‘ciudadana’ –neojacobina– que reconstruya tanto las condiciones para una participación popular y democrática real en el proceso de toma de decisiones, como la posibilidad de una redistribución equitativa de los ingresos. El posible paso a una fase socialista posterior será el resultado contingente de las relaciones de fuerza entre los segmentos de clase que componen el bloque social y de la lucha hegemónica entre las fuerzas políticas que los representan.

El instrumento de transformación, y el campo de batalla en el que se jugará la hegemonía, solo puede ser el Estado-nación. El fin del gran relato globalista está ante los ojos de todos: la política se vuelve a nacionalizar y la lucha por el control de los mercados resume el aspecto del choque entre los bloques imperialistas mientras que, al mismo tiempo, la resistencia y la revuelta de los pueblos agotados por décadas de políticas neoliberales hace cada vez más difícil que las élites gobernantes manejen sus business as usual. Para lograrlo, deben des-nacionalizar, des-politizar y des-democratizar la política, ya que se han empeñado en construir el infernal instrumento de guerra de clases desde arriba que es la Unión Europea. El libro insiste en las razones por las que la destrucción de esta Europa debería ser el objetivo estratégico de cualquier fuerza política anticapitalista (no sin antes haber reconstruido la historia del debate sobre la cuestión nacional dentro del movimiento obrero de los siglos XIX y XX –solo para refrescar la memoria de los cretinos que se autoproclaman internacionalistas mientras repiten como papagayos las letanías del cosmopolitismo burgués y ensalzan a una Europa que encarna las ideas del ultra-liberal y ultra-reaccionario von Hayek).

Un gran espacio está dedicado al pensamiento de Ernesto Laclau y Antonio Gramsci, dos autores que ayudan a comprender cómo pueblo, nación y Estado no son los productos ‘naturales’ de supuestas leyes históricas, sino las etapas de un proceso de construcción política que puede generar resultados diferentes en función de quién ejerza la hegemonía en el proceso. Nos corresponde a nosotros concebir el pueblo-nación como un sujeto en marcha hacia la democracia y el Estado, como el producto del hacerse Estado de las clases subalternas. Estos dos últimos puntos dirimen la definición de lo que puede y debe ser un socialismo del siglo XXI. Liquidar definitivamente las cuentas con el grosero antiestatalismo de las izquierdas radicales y los nuevos movimientos no implica ignorar el riesgo de degeneración autoritaria asociado a toda formación estatal. El desafío no se afronta relanzando la utopía de un comunismo consejista del que la experiencia histórica ha sancionado su fracaso varias veces. El intento de realizar una fusión entre el Estado y la sociedad civil se ha revelado desastroso tanto cuando se llevó a cabo desde arriba (como en el socialismo real), como cuando de forma esporádica se intentó hacer lo contrario. Lo que se necesita es una separación estricta entre el primero y la segunda: hay que garantizar a la sociedad civil el derecho (a constitucionalizar) de construir sus propios órganos representativos autónomos, que deben tener la facultad de oponerse a las decisiones del Estado que consideren que están en conflicto con las necesidades y los intereses populares. El otro mito que hay que consignar al descanso eterno es aquel según el cual en la sociedad socialista ya no deben existir conflictos económicos, sociales, políticos, étnicos, culturales, de género, etc. Esta visión irénica es el síntoma evidente de los vestigios milenaristas, del profetismo religioso que inspiró el movimiento obrero en sus orígenes. Los conflictos interhumanos nunca desaparecerán (y por eso el mito de la extinción del Estado es una idiotez): la cuestión es si sabremos cómo asegurarnos de que ya no tomen la forma destructiva que han tenido hasta ahora. Una última anotación: en el libro subrayo en varias ocasiones cómo los programas políticos de lo que yo denomino populismos de izquierda (de Sanders a Corbyn, de Podemos a Mélenchon) habrían sido definidos como reformistas y neo-socialdemócratas hasta no hace muchos años (redistribución igualitaria de la renta, reintegración de la asistencia social, volver a hacer público el transporte, la salud y la educación, nacionalización de los sectores estratégicos y de los bancos, restablecimiento del control político sobre el banco central, planificación industrial, etc.). Es cierto, pero en las actuales condiciones creadas por décadas de reestructuración neoliberal, estos objetivos ‘moderados’ adquieren un valor objetivo ‘subversivo’ y, en cualquier caso, son pasos indispensables para crear las condiciones que permitan avanzar hacia objetivos más ambiciosos que no se pueden definir en la actualidad.

Concluyo con unas breves consideraciones sobre el Interludio y el Apéndice. No se trata de cuerpos extraños adheridos al texto principal para ‘hacer volumen’, sino de partes orgánicas de este trabajo. El Interludio está dedicado al pensamiento de David Harvey y Nancy Fraser y a sus análisis sobre la naturaleza de la crisis capitalista en curso. Harvey y Fraser tienen el mérito extraordinario de desmontar el paradigma economicista que prevalece en el marxismo, tanto en el clásico/ortodoxo como en sus formas degeneradas actuales. De hecho, ambos rechazan la tesis de que las crisis son el resultado exclusivo de contradiciones ‘inmanentes’ al modo de producción, y trasladan la atención a las contradicciones antagónicas que se generan en las fronteras entre el sistema capitalista y su ‘afuera’. Harvey lo hace sobre todo a través de la categoría de acumulación por desposesión, que le permite aclarar cómo el capitalismo no puede sobrevivir y reproducirse sin saquear ideas, recursos, relaciones sociales, culturas y formas de vida externas a las relaciones formales de mercado; Fraser lo hace analizando la compleja relación entre producción y reproducción social, mostrando cómo la fase actual de acumulación se basa paradójicamente en la destrucción de las condiciones que permiten a la fuerza de trabajo reproducirse de forma autónoma, de modo que el capitalismo sierra literalmente la rama en la que se asienta. Su lección es fundamental para comprender cómo el conflicto social tiende hoy en día a tomar la forma del capital contra todos, más que la forma de capital contra el trabajo. En cuanto al Apéndice, es la versión actualizada de una especie de crónica en tiempo real de las experiencias más interesantes de la lucha contra la hegemonía neoliberal que propongo en todos mis trabajos recientes (en esta versión me ocupo, entre otras experiencias, de las revoluciones bolivarianas en América Latina, los casos de Sanders y Corbyn en Estados Unidos e Inglaterra, de Podemos en España, Mélenchon en Francia y M5S en Italia).

 

Fuente: Prefacio del libro de Carlo Formenti ¡El socialismo ha muerto! ¡Viva el socialismo!

Libros relacionados:

 La variante populista. Lucha de clases en el neoliberalismo Populismo. El veto de los pueblos. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *