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©Eva Vázquez
Ante la situación originada por el coronavirus, el presidente del Gobierno -y alguno de sus ministros también- han planteado la conveniencia de un gran acuerdo político que permita consensuar una línea de actuación gubernamental capaz de afrontar la travesía económica, social y política posterior a la pandemia. La argumentación presidencial se ha inspirado en dos momentos históricos: las palabras de John F. Kennedy el 20 de enero de 1961 en su toma de posesión presidencial y los llamados Pactos de la Moncloa en la España de 1977.
Cualquier ciudadano o ciudadana que haya oído la intervención de Sánchez apelando a la unidad, al entendimiento y a la priorización del bien general sobre el particular, no tiene por menos que sentirse en sintonía con el presidente del Gobierno. Sobre todo cuando ese mismo ciudadano y esa misma ciudadana barruntan – con una notable carga de sentido común- que a la crisis originada por el Covid-19 se le añaden los restos de la del año 2008 y la que económica, social y climáticamente está en marcha. La apelación al esfuerzo común para defender el bien común, goza por sí misma e independientemente de los ejemplos que lo niegan cotidianamente, de buena acogida por parte de la mayoría social. Es lo justo; es de sentido común.
No obstante, conviene reflexionar sobre todo ello a la luz de la memoria histórica, de la experiencia más cercana vivida y de los intereses económicos en juego, no vaya a ser que tras la pesadilla de hoy venga otra de igual o mayor calado. No todo el monte es orégano. Veamos.
Los Pactos de la Moncloa tuvieron lugar en una España inmersa en pleno proceso de la llamada Transición. Una España en la que el franquismo y sus intereses de todo tipo estaban fuertemente arraigados y enquistados en todos los aparatos y estructuras del Estado: Administración Pública, Banca, empresariado, Policía, Ejército, Judicatura e instituciones de todo tipo. Y junto a ello, dos problemas de profundo calado. El primero una economía con un 27% de inflación, con fuga de capitales y a la que le empezaba a afectar con retraso la crisis del petróleo. Y junto a ello, las permanentes y explícitas amenazas de un ejército forjado en el golpismo. Los pactos que fueron firmados por casi todas las fuerzas políticas y sindicales tuvieron dos componentes básicos: los de índole económica y los de carácter político y de libertades.
No habían pasado tres meses de la firma de los Pactos de la Moncloa, cuando Miguel Boyer, posterior ministro de Economía con Felipe González, acusó al Gobierno de Suárez de incumplimiento de los pactos en materia de política económica, social y fiscal que la izquierda y los sindicatos habían exigido a cambio de otras cesiones en materia salarial y laboral. Y es que los Pactos de la Moncloa no pueden ser un buen referente para los parados, precarios y asalariados, pero especialmente en los días de la reconstrucción, sin saber, además, qué tipo de reconstrucción. Hay que aprender la lección de unos malhadados antecedentes que nunca deben repetirse. En momentos de excepcionalidad como los que vivimos y viviremos, los pactos requieren y requerirán de fórmulas, sujetos y métodos democráticos más creativos y eficientes.
Y sin embargo y pese a lo anterior, las palabras de Sánchez contienen de manera embrionaria los elementos de una respuesta a la crisis adecuada, avanzada, constitucional y justa para la mayoría de los y las que cada día de pandemia permiten y mantienen el funcionamiento de los servicios vitales de una sociedad. Pero implica una visión panorámica de la actividad política, más a la altura de la entidad de los problemas que ya golpean la puerta.
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Apenas han pasado diez días de la comparecencia de Pedo Sánchez ante el Congreso de los Diputados. En este breve espacio de tiempo han quedado meridianamente claras tres cuestiones.
La primera es que el modelo económico, social y de valores característico del neoliberalismo, no es válido como mecanismo idóneo para construir una sociedad de DDHH y de respuesta en positivo a las consecuencias derivadas del cambio climático. La segunda es que, tras la pandemia del coronavirus y las crisis de todo tipo que de él se derivan y las que él anuncia, estamos personal y socialmente ante una disyuntiva: continuar como si nada hubiese pasado -instalándonos en el suicidio colectivo- o afrontar un largo y arduo camino de reconstrucción ex novo, es decir, sobre bases económicas y pautas culturales y de valores diferentes. Y la tercera, que se deriva de la anterior (en la hipótesis de asumir el proceso de cambio), es el pacto, el acuerdo, el proyecto mayoritariamente compartido.
Admitida la excepcionalidad de la situación presente y asumida la complejidad del proceso de reconstrucción, quedan por responder tres interrogantes sobre el pacto, sobre el acuerdo: ¿con quién?, ¿cómo? y ¿mediante qué mecanismos democráticos y constitucionales?
En la comparecencia ya referida, Sánchez, rememorando a Kennnedy, dijo: Deberemos pasar del qué pueden hacer los demás por mí, al qué puedo hacer yo por los demás. Estas palabras solamente admiten dos interpretaciones: o son una simple alocución retórica para pedir sacrificio y resignación a los de siempre, o bien admiten la apertura hacia la formación de un bloque social estructurado en torno a una propuesta, una agenda, un proceso, un programa. Personalmente considero que esta última opción es la única razonable, efectiva, práctica y constitucional.
El artículo 23 de la vigente constitución dice en su punto 1: Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal. Una lectura restrictiva del texto verá en la conjunción disyuntiva «o» la explicitación de la incompatibilidad entre la participación directa de la ciudadanía y la existencia de partidos políticos. Sin embargo, el artículo 6 del mismo texto dice que los partidos políticos son instrumento fundamental para la participación política. Obviamente fundamental no significa único. ¿Cómo se puede sustanciar en la práctica esa vía de participación no ceñida exclusivamente a los partidos políticos?
Acostumbrados, (mal acostumbrados diría yo), a que la participación ciudadana en la política se limite exclusivamente a las convocatorias electorales, hemos ido admitiendo el reduccionismo que hace del ejercicio democrático un acto único y periódico de escoger entre las candidaturas que se nos presentan. Democracia es decidir en la elección de nuestros representantes en las instituciones, pero -también y además- es participación en la formación de los criterios, los valores, las prioridades y los contenidos éticos de Estado. Y ello no es una simple cuestión de encuestas .Las Cortes Generales son las únicas que tienen la potestad legal y legítima de legislar y decidir quién encabeza un Gobierno y de ejercer un control reglado sobre su acción gubernamental. Sin embargo, la participación o no del demos en la construcción de imaginarios y proyectos que cohesionen el funcionamiento global del sistema, cara a la superación de retos como el actual, es la que hace que éste sea fuerte y afronte con firmeza y respaldo explicitado en la cotidianeidad coyunturas, situaciones y crisis como la actual y las venideras.
¿Cómo se concretaría aquí y ahora este despliegue democrático tan indispensable para construir otro futuro? Lo abordaré en días sucesivos.
Fuente: El Economista.es