En 1899 Alma Viaja a Italia, rechaza a Klimt y se consuela con su profesor de música. Alexander von Zemlinsky era un músico dotado y un hombre de una fealdad extrema que sin embargo sedujo a Alma, quien se planteó entregarse a él aunque finalmente fuera Mahler su “primer hombre”. “Lógico era que me enamorara de Zemlinsky, hombre feo, por cierto”, apunta Alma en sus recuerdos. Trabó amistad con él en una pequeña reunión donde disfrutaron criticando a los presentes y coincidieron en un unánime elogio de Mahler. Y así comenzó su amor, escribe Alma, “porque desde el primer momento no se trataba de una amistad”. “Él era un gnomo horrible –añade. De estatura baja, sin mentón, sin dientes, con un eterno olor a cafetería, desaseado… pero fascinante por su agudeza y su fuerza intelectual”. En una ocasión en la que el hombre tocaba el Tristán Alma creyó desfallecer y se fundieron en un abrazo. Sin embargo, escribe Alma, “mi cobardía impidió lo penúltimo. ¡Necia de mí que creía que había que conservar la virginal pureza! No eran los tiempos, era yo. Fui difícil de ser conquistada. Pero todo aquel periodo significaba música absoluta para mí. Quizá fue el periodo más feliz y despreocupado de toda mi vida”.
Al director de la Ópera Imperial lo conoció dos años más tarde. Su música no la impresionaba y el personaje le disgustaba un tanto. Tras haber eludido en alguna ocasión la posibilidad de un encuentro por fin se conocieron en una cena. Bertha y Emil Zuckerkandl, un anatomista y una periodista amigos de los Moll, en otoño de 1901 celebraron una velada a la que acudirían Sophie y Paul Clémenceau y Gustav Mahler. En aquella ocasión Alma, como otras veces, declinó la invitación.
Pero poco más tarde se presentó otra ocasión. En esta oportunidad también acudirían dos buenos amigos de la joven: Klimt y Burckhard. Alma dudó mucho, preocupada entre otras cosas porque su problema de audición pudiera entorpecer su charla.
No se daba cuenta de que precisamente su sordera era la que hacía que sus interlocutores se sintieran subyugados. El aparente interés que Alma ponía en las conversaciones que mantenía, la dedicación exclusiva al hombre que la hablaba hacía envanecerse de orgullo a quienes se sentaban al lado de la joven más guapa de Viena. En aquella cena Alma se sentó entre sus dos antiguos conocidos. Mahler en el extremo opuesto de la mesa miraba con envidia las risas de los contertulios hasta que, desatendiendo a Sophie, a quien tenía a su lado, preguntó si podía sumarse al jolgorio. Tras la cena Alma y Gustav entablaron una jugosa conversación acerca de Zemlinsky, quien en esos momentos acababa de ofrecer un concierto. Alma era consciente de estar prácticamente traicionando a Alex, pues él se consideraba poco menos que “comprometido” con ella y defendió su obra, añadiendo que era “bello”, como bello había sido Sócrates. La joven salió descontenta de la velada. Estaba convencida de haber hablado demasiado y de haber ofrecido al controvertido y todopoderoso director de la Ópera la imagen de una jovenzuela estúpida. Pero Mahler la había impresionado. Su nerviosismo, su no parar quieto, su agilidad: le parecía “oxígeno puro; una empieza a arder en cuanto se acerca a él”. A la mañana siguiente Bertha, Sophie y Alma acudieron a la Opera donde el director las esperaba ansioso a la puerta de su despacho: “Fräulein Schindler, ¿ha dormido usted bien?” preguntó Mahler a la joven. “Perfectamente, ¿por qué no iba a hacerlo?”. “Yo no he pegado ojo en toda la noche”, afirmó el músico3. La vida de Alma había cambiado y aún no lo sabía. Era noviembre, era 1901 y con el siglo cambiaba una época y la vida de Gustav y Alma Mahler. El director envió un poema sin firmar a la joven, que no llegaba a creerse que fuera suyo, fue a visitarla, conoció a su madre y empezó el cortejo. Muchas cosas separaban a ambos pero algo, quizá la música, les unió.
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