La presentación de la plataforma España Ciudadana, impulsada por la formación liderada por Albert Rivera, señala un punto de inflexión en la reactivación del nacionalismo español como respuesta al movimiento independentista catalán.
La construcción de la identidad nacional española estuvo sujeta durante el siglo XIX y gran parte del XX a agudas contradicciones que impidieron su consolidación, como ocurrió durante ese periodo en Francia o Gran Bretaña.
Por un lado, debido a la pugna fratricida entre las dos Españas, la liberal-democrática y la absolutista-carlista, que tuvo su culminación trágica en la Guerra Civil, precedida por las tres guerras carlistas. Como ha analizado José Álvarez Junco en Mater dolorosa, resultaba muy complicado construir una identidad nacional en clave liberal, cuando desde el Concilio de Trento la monarquía española se había presentado como la espada del catolicismo frente a la reforma protestante y las ideas ilustradas.
Por otro, a causa de las dificultades para la transformación económica del país en clave capitalista que adquirió una peculiar dificultad cuando dos polos del desarrollo industrial, Catalunya y Euskadi, coincidían con los territorios dotados de una lengua y cultura propia, frente a una España agraria y de lengua castellana.
Un reflejo de ello, como ha mostrado Carlos Serrano en El nacimiento de Carmen, fueron los grandes problemas para encontrar unos símbolos de la identidad nacional: bandera, himno (sin letra) y fiesta nacional aceptados por el conjunto de la ciudadanía. En la Segunda República se proyectaron unos nuevos símbolos no contaminados por la monarquía borbónica que cumpliesen con el objetivo de unir al conjunto de la ciudadanía. Por otro lado, en Euskadi y Catalunya, desde finales del siglo XIX, se construyeron unos símbolos propios de su identidad nacional que expresaban la voluntad de una construcción nacional alternativa al Estado español. En el caso catalán, como ha analizado Joan-Lluís Marfany en Nacionalisme espanyol i catalanitat, este proceso de construcción nacional alternativo se produce tras el fracaso de la burguesía catalana de convertirse en el motor de las transformaciones políticas y económicas para la modernización de España. En el caso vasco, tras la derrota de los tres intentos del carlismo para impedir la consolidación de un orden constitucional. En ambos casos, la pérdida de los restos del imperio colonial (1898), cuando en plena fase imperialista el resto de Estados europeos se estaban repartiendo el mundo, aceleró este proceso de construcción nacional alternativa, pero también condujo a una reformulación de la identidad nacional española en clave conservadora y con marcados elementos étnicos de la mano de la generación del 98.
Ahora bien, la victoria del franquismo comportó no sólo una ruptura y una discontinuidad salvaje con el ciclo revolucionario abierto con las Cortes de Cádiz (1812), sino una operación de gran envergadura histórica. Se trató, por utilizar la terminología de Imman Fox, de la “reinvención de España mediante la cual el franquismo se apropió de la identidad y los símbolos de la nación, recogiendo la herencia de la España integrista y antiliberal. De este modo se expulsaba de la nación a demócratas (masones), socialistas y anarquistas (rojos) y nacionalistas catalanes, vascos y gallegos (separatistas) considerados como la encarnación de la antiEspaña que debían ser cultural e ideológicamente erradicados y cuyos representantes físicamente exterminados en lo que Paul Preston ha denominado El holocausto español.
Amnesia histórica y Estado autonómico
En la Transición democrática se ensayó una suerte de reconciliación entre esas dos Españas enfrentadas mortalmente, pero a un elevado coste simbólico y político. De este modo, se conservaron, con mínimas variaciones, los símbolos de la monarquía borbónica que habían sido recuperados por el franquismo contra los símbolos republicanos, como se evidenció en la famosa rueda de prensa del PCE con la enseña rojigualda. Además, se instauró la ley de amnesia histórica que impedía la recuperación de las ricas tradiciones liberal-democráticas, anarquistas y socialistas de nuestro pasado y cuyo aspecto más siniestro fue imposibilitar la exhumación de las cunetas a las víctimas de la terrible represión franquista.
Mientras en la España de lengua castellana la ominosa ley de la amnesia histórica impedía la recuperación de las tradiciones de la España democrática y progresista, en las nacionalidades vasca y catalana se emprendía el camino contrario de reivindicación de su pasado antifranquista. Eso sí, como resulta clamoroso en Catalunya, ocultando el apoyo de gran parte de la burguesía catalana a los militares sublevados, como ocurrió con la Lliga Catalana y Francesc Cambó, y exaltando la figura del president mártir Lluís Companys. O en Euskadi pasando de puntillas sobre el hecho que la muy católica Navarra fue uno de los pocos lugares donde el golpe militar gozó de un auténtico apoyo popular.
Durante la presidencia de Felipe González se intentó recuperar el carácter demoliberal y progresista de la identidad nacional española, especialmente desde la incorporación a la Unión Europea, que homologaba las instituciones políticas españolas con las democracias occidentales. No obstante, bien pronto empezaron a mostrarse las contradicciones del Estado de las Autonomías como la mejor fórmula de convivencia entre los pueblos de España. Se trata de una arquitectura institucional híbrida que conserva elementos de los Estados centralistas, como las provincias, yuxtapuestos a los propios de los Estados federales como las comunidades autónomas. Todo ello sin una clara definición de las competencias entre el gobierno central y los autonómicos, sin una verdadera autonomía financiera y con la extensión del modelo al conjunto del territorio, el llamado “café para todos”, percibido por las nacionalidades históricas como un intento de diluir su personalidad nacional y que desencadenó el llamado nacionalismo de emulación por parte del resto de comunidades autónomas y una retahíla interminable de agravios comparativos.
Tras el fallido golpe de Estado de Antonio Tejero, se intentó implantar la LOAPA que significó un intento de marcha atrás respecto al diseño original del pacto constituyente que, aunque fue derogada en una histórica sentencia del Tribunal Constitucional, reveló las pulsiones centralistas de la UCD y luego del PP y del PSOE. Paralelamente, en Euskadi y Catalunya, gobernadas por partidos del nacionalismo conservador, se acumulaban los episodios de deslealtad institucional y la impresión de que para el nacionalismo vasco y catalán, el régimen autonómico era una especie de fase de transición hacia la independencia.
De Aznar a Rivera
La presidencia de José Aznar y el impulso a la FAES como laboratorio de ideas marcó un punto de inflexión en el rearme del nacionalismo español, que alcanzó su paroxismo con el choque frontal contra el Plan Ibarretxe, pero también contra la política lingüística de la Generalitat de Catalunya.
Esta operación de rearme del nacionalismo conservador español topó con dos grandes obstáculos. Por un lado, el hecho de que los partidos nacionalistas catalán y vasco funcionasen como la bisagra entre PP y PSOE atemperó los impulsos españolistas del aznarismo, cuando estuvo necesitado de sus apoyos parlamentarios. Por otro, porque el neonacionalismo auspiciado desde el PP conservaba excesivos hilos de continuidad con el imaginario franquista, lo cual imposibilitaba su apoyo por amplios sectores de la opinión pública española.
En este escenario, la izquierda española manifestó su incapacidad para plantear una alternativa al neonacionalismo conservador auspiciado desde el PP, pero también frente a los nacionalismos catalán y vasco. La lucha común de los partidos democráticos y los nacionalismos vasco y catalán contra el franquismo había tejido fuertes complicidades que se prolongaron en la monarquía parlamentaria en la medida el PP aparecía como el heredero de la dictadura. Además, el papel del PSOE, auténtica columna vertebral y legitimador de la monarquía parlamentaria, le impedía impulsar una propuesta de corte republicano y federal. Acaso esta era la única posibilidad de escapar de las contradicciones del Estado Autonómico, enlazar con las tradiciones progresistas del país y eludir la presión españolista del PP. El presidente socialista, José Luís Rodríguez Zapatero, intentó responder al reto lanzado por Aznar y la FAES mediante el apoyo a las reformas de los Estatutos de Autonomía que habría de culminar con una reforma del título VIII de la Constitución, pero que se saldó con un rotundo fracaso.
Uno de los efectos del giro independentista del catalanismo ha sido reactivar el nacionalismo español como revela la proliferación de banderas españolas en muchas ciudades de España y barrios de Catalunya. Ahora el rearme efectivo del nacionalismo español está produciéndose no bajo la égida del PP, sino de Ciudadanos (C’s). Una formación nacida en Catalunya como fuerza de oposición a la política lingüística de la Generalitat en la década de 1990 y como respuesta a la incapacidad de la izquierda catalana para combatirla. Si nos atenemos a la continuidades históricas, no resulta extraño que sea precisamente desde Catalunya donde aparezca una proyecto llamado a modernizar el nacionalismo español, pero con una clara discontinuidad, pues el proyecto de C’s se realiza extramuros del catalanismo político que tradicionalmente había desempeñado esa función, y no para ampliar el techo del autogobierno sino para restringirlo. Además, C’s no tiene las conexiones con el franquismo que lastraron el rearme del españolismo impulsado por Aznar; a pesar de los esfuerzos del independentismo por presentarlos como neofalangistas y ubicados en la extrema derecha, lo cual no se corresponde con la realidad.
Choque de identidades
La multitudinaria presentación el domingo 20 de mayo de la plataforma España Ciudadana, https://www.espana-ciudadana.es/ en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid señala un punto de inflexión en el giro nacionalista de C’s. Allí se apeló a una redefinición del nacionalismo español, donde el llamado patriotismo constitucional se tiñe de elementos identitarios. En este sentido, resulta muy significativo el requerimiento de Albert Rivera a “dejar atrás los símbolos del pasado” y defender los símbolos del Estado y la lengua común.
De este modo se pretende depurar los símbolos de la identidad nacional de los residuos franquistas que imposibilitaban su adhesión entre amplios sectores de la población e implícitamente se impugnan los símbolos republicanos que la izquierda española no ha tenido el coraje de defender. Una operación de “nuevo patriotismo español” que evoca al En Marche! de Emmanuel Macron. Este movimiento estratégico de C’s puede provocar serios problemas a PP y PSOE, al proyectarse como un polo de reagrupamiento del revivido nacionalismo español en clave regeneracionista y presentarse como el más eficaz dique de contención frente al independentismo catalán frente a la “tibieza” de los dos grandes partidos del régimen y la inoperancia de la izquierda.
Así pues, uno de los efectos perversos de la deriva del movimiento secesionista catalán ha sido reactivar al nacionalismo español. Todo apunta a la consolidación de una infernal dinámica acción/reacción donde a un bloque identitario se opone otro, sin que en ninguno de ellos se aprecie la más mínima voluntad de tender puentes, sino más bien de enconar el conflicto en los términos guerracivilistas de vencedores y perdedores. Una pésima noticia para la convivencia en términos de igualdad y fraternidad de los pueblos de esta piel de toro.
En los siglos XIX y XX en España las luchas fueron por las ideas y ahora en el XXI lo son por las banderas. Nacionalismo vs nacionalismo; es el triunfo del supremacismo tribal frente a la justicia y la solidaridad. Lo que las oligarquías llaman señas identitarias son la marca a fuego de los borregos, y lo que llaman patria, su aprisco particular y el refugio de todos los cobardes.