La idea inicial de la novela pudo haberse inspirado en un anónimo Entremés de los romances que presenta evidentes similitudes con los primeros capítulos de la obra cervantina; una obrita, además, en la que se unen dos elementos básicos del primer Quijote: teatro y poesía (“de los romances”). Pese a las dudas que han mostrado algunos críticos, el entremés parece ser anterior a la primera parte del Quijote y, por tanto, debe considerarse como fuente o precedente y no al revés. Las cercanías entre uno y otro texto pueden seguirse a través del siguiente esquema:
El labrador pobre del Entremés de los Romances se convierte en la novela cervantina en la figura de un empobrecido hidalgo de aldea: el cambio parece explicarse por el aprovechamiento de los elementos paródicos que ofrecía este tipo de noble con respecto a los grandes títulos que ostentaban los personajes de los libros de caballerías; pero, probablemente, Cervantes iba mucho más allá: los hidalgos se hallaban en el centro de la sociedad española del Siglo de Oro, como una clase social a medio camino entre dos extremos: la pobreza, por un lado; la nobleza, por otro. En esa época, ser hidalgo (especialmente de aldea) significaba, la mayor parte de las veces, ostentar una nobleza que no se podía sustentar económicamente, con las tensiones sociales que eso provocaba, como la misma novela refleja:
–Pues lo primero que digo –dijo– es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde. (Q., II, 2).
El asunto lleva implícito cuestiones importantes en la historia del género novelesco, pues, como ha afirmado Antonio Rey Hazas, “Quienes dieron cauce a la novela moderna, quienes, por las mismas fechas, crearon el Quijote y la novela picaresca, detectaron tales tensiones sociales y las llevaron, con sensibilidad extraordinaria, al centro de la mejor y más original prosa de nuestro Siglo de Oro. La novela, intuitivamente, aunque sin perfiles claros ni bien definidos estaba ya atisbando y entreviendo con acierto pleno, en todo caso, que los grupos sociales intermedios, y en torno a ellos sus aledaños, se hallaba la clave de las inquietudes sociales de su época, y que tales inquietudes eran tema preferente de su quehacer literario, o, si se quiere, novelesco” (“El Quijote y la picaresca: la figura del hidalgo en el nacimiento de la novela moderna”, Edad de Oro, XV, 1996, pp. 158-9).
Los capítulos inspirados hipotéticamente en el Entremés se corresponderían con la primera salida de don Quijote (caps. 1-5): una posible novela corta que constituiría el plan inicial de Cervantes, esto es, lo que parte de la crítica ha denominado el Ur-Quijote. Independientemente de las razones –de mayor o menor peso– que se han esgrimido al respecto, el hecho de que Cervantes concibiera originalmente el Quijote como una novela corta no ha de extrañar en relación con lo apuntado más arriba: probablemente era el género que más y mejor había cultivado hasta el momento y se tiene constancia de algunas novelas cortas compuestas por esas mismas fechas.
Tras ese posible planteamiento inicial, Cervantes decide continuar las aventuras del hidalgo manchego estructurándolas en cuatro partes, al estilo del Amadís de Gaula. Las de don Quijote se van sucediendo como en los libros de caballerías, de manera lineal, lo que probablemente acabaría cansando al lector: desgracias y descalabros del protagonista provocarían, en primer término, la risa cuando no la carcajada, pero su repetición monótona podría llegar a aburrir. La variedad que exigían las preceptivas de la época no se conseguía sólo a través de la diversidad de aventuras sucedidas a don Quijote, sino que se hacía necesario algún procedimiento distinto. Cervantes acude entonces a dos recursos: la potenciación progresiva del personaje del escudero y la incorporación de novelas cortas. El primero –la participación cada vez mayor de Sancho– permite configurar con más riqueza la figura del labrador y, consecuentemente, a don Quijote, cuyo contacto cotidiano con aquél acaba influyéndole de manera decisiva (Salvador de Madariaga acuñó para este proceso mutuo de influencia los términos, muy discutidos, de Quijotización y Sanchificación), e introduce los sabrosos coloquios entre amo y escudero, tan ricos y diversos.
El segundo, la interpolación de novelas, permite aumentar considerablemente el libro y ha sido objeto de reflexión y análisis tanto por el propio Cervantes como por los abundantes estudiosos de este aspecto del Quijote. Frente a las dos primeras partes, similares en extensión y número de capítulos (Iª. parte, caps. 1-8 [8], ff. 1-30 [30]; IIª. parte, caps. 9-14 [6], ff. 31-57 [27]) las dos restantes, especialmente la última (IIIª. parte, caps. 15-27 [13], ff. 59-148 [89]; IVª. parte, caps. 28-52 [25], ff. 149-317 [168]), se muestran inusualmente desproporcionadas: de manera inusual, porque no era frecuente en los libros de caballerías, ni en el quehacer novelesco cervantino. La razón ha de encontrarse sobre todo en la inserción de diversos episodios e historias marginales, completamente ajenos a la trama principal: la novela del curioso impertinente (caps. 30-35), la historia del capitán cautivo (caps. 39-41), la de los amores cruzados entre Dorotea, Luscinda, don Fernando y Cardenio; la historia de la hija del oidor y sobrina del capitán (doña Clara) con el mozo de mulas (cap. 43), y la de Leandra y Vicente de la Rosa (cap. 51).
Las interpolaciones no se producen exclusivamente en la cuarta parte, pero probablemente estaban destinadas para ella, sólo que a última hora Cervantes las cambió de sitio al darse cuenta de la descompensación estructural que se estaba produciendo. He aquí un ejemplo: el capítulo décimo, titulado De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno y del peligro en que se vio con una caterva de yangüeses, permite ilustrar adecuadamente tal circunstancia. El propio título lleva consigo un error importante: la batalla con los yangüeses se produce unos capítulos más adelante, concretamente en el quince, al inicio de la Tercera parte del libro. Se trata de un capítulo aparentemente sin importancia: ha quedado atrás la exitosa aventura con el vizcaíno, y amo y escudero conversan sin que haya ninguna otra aventura ni enfrentamiento; es un capítulo de diálogos, como tantos otros a lo largo de los dos Quijotes: I, 15, 17, 18, 21, 25; II, 7, 8, 9, 28, etc. Capítulos en ocasiones aparentemente intrascendentes, mera sucesión de diálogo y conversación, casi un “hablar por hablar”, hasta el extremo que a veces el diálogo acaba en una conversación sobre la conversación, como sucede en el capítulo veintiocho de la segunda parte.
Y, sin embargo, en este capítulo décimo de la primera parte se planifica buena parte de las aventuras de después, que, curiosamente, remiten a capítulos posteriores al quince: salvo la cuestión de la ínsula prometida que Sancho recuerda al principio del capítulo (“Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo” [I,10, 112]; cfr. I, 10, 115), que sólo se desarrollará en el texto de 1615, se mencionan otras aventuras que sí se van a desarrollar casi de inmediato, como si Cervantes estuviera anunciando a los lectores por dónde va a caminar ahora la novela: 1) la aparición de la Santa Hermandad (“Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prenda[…]”; “[…] sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo”, I, 10, 113), como así se hará efectiva en los capítulos 16 y 17 (el episodio de Maritornes en la venta, pp. 176 y 179), y en el 22, con la liberación de los galeotes, que hace que Sancho quede “en pelota y temeroso de la Santa Hermandad” (I, 22, 248), y que explique, al menos desde la perspectiva del escudero, la estancia en Sierra Morena: “Subió don Quijote sin replicarle más palabra, y guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena que allí junto estaba, llevando Sancho la intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo y esconderse algunos días por aquellas asperezas, por no ser hallados si la Hermandad los buscase” (I, 23, 249). 2) La aventura del bálsamo de Fierabrás (“Todo eso fuera bien escusado […] si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con una sola gota se ahorrarán tiempo y medicinas”, I, 10, 114), que tendrá lugar en el capítulo diecisiete; y 3) el yelmo de Mambrino (I, 10, 116), que se verificará en I, 21. Y sin embargo, entre este capítulo de planificación y los capítulos en que se desarrollan las aventuras insinuadas en I, 10 se suceden unos capítulos que, en parte, distraen las acciones de don Quijote a través de la narración de la historia de la pastora Marcela: todo parece deberse a cambios e interpolaciones de última hora, que explicarán no sólo el extraño lapso antes mencionado entre lo planificado y su desarrollo, sino también la incongruencia del título del capítulo diez. En efecto, este capítulo acaba con una situación que se describe así: “Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña” (Q., I, 10, 118). Este mismo tiempo, frase y situación se encuentra al inicio del capítulo decimoquinto: “Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y, sin cirimonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que en ellas hallaron” (Q., I, 15, 159). Originalmente, pues, al capítulo diez le seguiría el actual quince, donde sí se desarrolla la aventura de los yangüeses, que quedaría así engarzada, de acuerdo con el título del capítulo décimo, con la batalla con el vizcaíno. En medio quedan los capítulos 11-14 donde se insertan, sin duda a posteriori, el discurso sobre la Edad de Oro y la historia de Marcela y Grisóstomo: este último relato se habría incluido originalmente en el capítulo 25 (allí se dice: “[…] como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio […]”, Q., I, 25, 276; este pastor Ambrosio es el que había contado los preliminares de la historia de Marcela, pero han pasado casi ochenta folios desde entonces y se dice como algo que acaba de suceder: de marras, ‘de antes, consabido’); sin embargo, Cervantes decide después moverlo a la segunda parte porque, de lo contrario, se produciría una desproporción total en la estructura de la tercera, y tiene una evidente conexión temática: amores, ambiente pastoril… Se trataría, en fin, de relatos interpolados a última hora para hacer más agradable la historia como justifica el narrador al inicio del capítulo 44 del Quijote de 1615.”[…] que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas” (Q., II, 44, 979-80).
Tales cambios dejaron algunas huellas textuales, los famosos descuidos de Cervantes, sobre los cuales su autor fue especialmente receptivo, hasta el punto de hacerlos salir a escena y comentarlos en el curso de la segunda parte. Son los propios personajes quienes los discuten: al ser interrogados por aquellos que han leído la obra no tienen más remedio que resolver sus dudas; son, por otra parte, las dudas de personas que han leído con detenimiento la novela y que expresan consideraciones que otros contemporáneos también podrían realizar. A través de sus personajes, Cervantes, he aquí su sabiduría novelística, aclara muchos aspectos que podían provocar la reacción en un sentido u otro del público que leyó la primera parte. Como es sabido, se le criticó la aparición de novelas intercaladas, porque no tienen nada que ver con la historia central, y la incoherencia del episodio del robo del rucio (Q., II, 3, 652 y 655). El libro tiene otras cosas que enmendar, dice Sansón Carrasco, “pero ninguna debe de ser de la importancia de las ya referidas” (Q., II, 4, 658). Don Quijote y Sancho responden cumplidamente a estas dos cuestiones en los capítulos cuatro y veintisiete de las segunda parte, echando la culpa, en lo que se refiere al asunto del rucio, a los impresores: “Este Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba “Ginesillo de Parapilla”, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio, que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta” (Q., II, 27, 855).
La cuestión de las novelas intercaladas le preocupó especialmente a Cervantes, acaso por el contenido de teoría literaria que traía consigo, acaso por otras razones de índole siquiera más práctica: aprovechar unos materiales ya redactados. El asunto se plantea en el capítulo tercero de la segunda parte y se explica detenidamente en el cuarenta y cuatro, donde el autor hace propósito de “no ingerir novelas sueltas ni pegadizas”. Es destacable señalar cómo Cervantes reflexiona sobre esos reparos puestos a la primera parte y los aplica al libro publicado en 1615. Así, en títulos como el del capítulo cincuenta y cuatro: “Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna”; y en otros momentos de la novela: “Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones” (Q., II, 18, 772); y al recapitular don Quijote con Sancho lo sucedido en la cueva de Montesinos (Q., II, 23, 825-6), y al hablar don Quijote sobre los mecenas (Q., II, 24, 830-1)… Cervantes, en fin, ha reflexionado sobre su propia novela y corrige en la práctica los fallos y reparos advertidos.
Entre romances, teatro y novelas intercaladas surge el primer Quijote. No otra cosa podía surgir de un autor que lo que había ido escribiendo en las fechas inmediatas a la publicación de su obra magna eran, en efecto, entremeses, poemas y novelas cortas. En términos de la literatura de ficción en prosa, con el Quijote Miguel de Cervantes pasa de ser un novelliere a sentar las bases de la novela moderna.
Fuente: Apartado 6.7 del capítulo 6 del libro de José Montero Reguera Cervantes, una literatura para el entretenimiento.
Será muy interesante para quien se interese por la teoría literaria, pero muy poco para quienes hemos leído y disfrutado El Quijote más de cinco veces. Nos basta con su lectura.