Siempre me ha sorprendido enormemente eso que llaman “incoherencia”. Yo, de cuya coherencia no cabe dudar, gracias a mi consistencia roqueña que hace que ninguna parte de mi cuerpo pueda independizarse del resto y actuar por su cuenta, no estoy seguramente preparada para entender el fenómeno inverso.
Cualquiera, en mi época de juventud, se habría extrañado también ante la curiosa facilidad que parecen tener hoy día eso que llaman “individuos” (que, literalmente, quiere decir “indivisibles”) para “dividirse” internamente y deshacer con la mano izquierda lo que hacen con la derecha, para decir “Diego” donde dijeron “digo” y para llamar “puro amor” a actos que sólo pueden explicarse desde el más olímpico de los desprecios, como hace de vez en cuando un conocido vicepresidente autonómico de la vieja Hispania (de la antigua provincia Tarraconense, para ser más exactos).
Una explicación demasiado fácil sería decir que esos individuos “escindidos”, sencillamente, mienten a sabiendas porque se han leído el libro Gamma de la Metafísica de Aristóteles y creen, como él, que dos cosas contradictorias no pueden darse a la vez, por lo que al actuar como si eso fuera posible sólo pretenden engañar al prójimo sobre la verdadera naturaleza de sus dichos y hechos.
Pero no creo en esa explicación facilona. Creo que no sólo ni principalmente tratan de engañar a los demás, sino que fundamentalmente se engañan a sí mismos.
Pero ¿cómo es ello posible? ¿Quién en su sano juicio arrojaría piedras sobre su tejado? ¿Quiere decir, por tanto, que esas personas no están en su sano juicio? Difícil de creer, pues en muchos ámbitos de actuación dan muestras de gran capacidad de percepción y de razonamiento. Tenemos, así, aparte de los ejemplos antes aludidos, cosmólogos de prestigio que creen en la creación divina del universo, biólogos que sostienen que sin el soplo divino sobre la materia inerte nunca habría surgido la vida en la Tierra, economistas brillantes que afirman que la mejor manera de fomentar la creación de empleo es abaratar el despido, políticos con gran respaldo popular que proclaman la necesidad de fracturar un país para mejorar la convivencia entre sus habitantes, gobernantes electos que exaltan la ley en detrimento de la democracia y otros que hacen exactamente lo contrario (pese a que, como bien decía Aristóteles en su Política, cualquiera de los dos extremos conduce a la tiranía). Y así ad infinitum.
La única explicación que se me ocurre, explicación alternativa a la de la mendacidad pura y simple por quienes hablan y obran con tamaña incoherencia, es que, por alguna extraña razón, son inmunes al sufrimiento psíquico que en cualquier persona normal causan lo que ciertos psicólogos han dado en llamar “disonancias cognitivas” (análogas a las disonancias musicales, que tan molestas resultan al melómano medio, ése que todavía no se ha tragado todos los sapos que desde hace decenios le quieren hacer tragar los compositores atonales, desde Schönberg y Webern hasta Boulez y Stockhausen).
Y ¿cómo es posible que alguien no perciba esas disonancias? Pues porque seguramente hay en su cerebro algo así como unos “tabiques” separadores que hacen que cada uno de los espacios que aíslan quede completamente “insonorizado” frente a los sonidos que vienen del otro lado. Así puede el sujeto, impertérrito, emitir a la vez en diferentes “frecuencias” que para el común de los “oyentes” resultan horrísonamente incompatibles, pero que al emisor no le afectan en absoluto.
¿Qué tiene entonces de extraño que haya tanta gente corriente que, careciendo de esos tabiques en su cerebro, no logre acostumbrarse a las disonancias y acabe tapándose los oídos, es decir, cayendo en el más absoluto escepticismo?
Alguien lo tenía que decir.
Imagen de portada: Jacques Villeglé, Oui, Rue Notre-Dame-des-Champs, 1958
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