La implicación de Arabia saudita en la guerra contra el gobierno de Damasco ha añadido nuevos peligros a la conflictiva situación de Oriente Medio, que asiste al horror de la guerra en toda la zona, a la caída de los precios del petróleo, y a la enconada lucha entre las potencias regionales sobre la martirizada Siria.
Arabia, además, pretende cambiar su estructura económica de forma que, sin renunciar a la riqueza petrolera, le permita dotarse de otros sectores productivos. Alí al-Naimi, ministro de Petróleo, ha sido destituido por el monarca árabe, que ha nombrado en su lugar a Jaled al-Falih, anterior ministro de Salud. Al-Naimi llevaba más de veinte años en el cargo, y su destitución, así como la de otros ministros, se enmarca en el empeño del nuevo rey árabe por fortalecer la economía del país con un gigantesco plan de reformas económicas que fue anunciado a principios de mayo. Arabia está decidida a convertirse en una potencia regional dominante, dotada además de un preciso programa de instrucción y propaganda religiosa en todo Oriente Medio, África y Europa, y de influencia global a través de la Conferencia Islámica y del papel especial que le otorga su condición de guardiana de las ciudades santas musulmanas de La Meca y Medina. La religión (la versión del islam suní wahabista) siempre ha sido un pilar de su política, indisociable de la casa Saud. No debe olvidarse el papel histórico que jugó Arabia en la creación de los Hermanos Musulmanes (que tanto han influido en la moderna historia de Egipto y de otros países de la zona) y de sus hijastras al-Qaeda y Daesh, que, al decir de Alí Abdalá Salé, el ex presidente de Yemen, son “derivados de los Hermanos Musulmanes”.
En Ginebra, el ministro de Asuntos Exteriores de Arabia, Adel al-Jubeir, anunciaba que su país se comprometía a enviar tropas y fuerzas especiales a Siria si Estados Unidos y sus aliados las enviaban también. Al-Jubeir se abstuvo de citar que Washington ya ha enviado comandos de operaciones especiales a Siria, que operan ya dentro del país, y que, además, el propio Obama ha anunciado el envío de un nuevo contingente de soldados entrenados en el sabotaje, la acción de comandos y el asesinato selectivo. La justificación norteamericana para explicar su flagrante violación del derecho internacional (sin el acuerdo del gobierno de Damasco, el único reconocido internacionalmente, enviar tropas a Siria es, a todos los efectos, un acto de guerra y de agresión) ha sido que esos comandos de operaciones especiales ayudarán a la “oposición moderada siria” en su lucha contra Daesh. El ministro de Arabia anunció el propósito de su gobierno al propio mediador de la ONU en las negociaciones de Ginebra sobre Siria, Stefan de Mistura.
Las mentiras norteamericanas son evidentes, y la interesada y artera connivencia saudita, también: ni los grupos armados que luchan contra el gobierno de Damasco son una “oposición moderada” (en su gran mayoría, son islamistas fanáticos y mercenarios pagados por las monarquías del golfo, así como voluntarios captados por las redes yihadistas en decenas de países), ni los comandos especiales norteamericanos están dedicando su esfuerzo a combatir a Daesh. Aunque es cierto que Washington considera a Daesh un peligroso ejército yihadista que ha complicado su estrategia en Oriente Medio, no por ello ha desdeñado su contribución en la guerra contra el gobierno de Bachar al-Asad, confiando en que, tras la hipotética caída de éste, podrá deshacerse de Daesh. Y Arabia ha seguido sus pasos. Los peligros de semejante estrategia son obvios: Washington no sólo no repara en que sus fracasos en Oriente Medio en la última década han incendiado toda la región (Afganistán lleva quince años en guerra, tras la invasión norteamericana impuesta a la comunidad internacional bajo la conmoción de los atentados de Nueva York; y en Iraq, conseguida la destitución y asesinato de Sadam Hussein, el país sigue hundido en una guerra que dura ya trece años, con el territorio en manos de ejércitos opuestos y milicias yihadistas, entre ellas Daesh. Por no hablar de Libia), sino que, además del caos, la guerra y la tensión en que se encuentra toda la región que va desde la India hasta el Mediterráneo, el fenómeno terrorista ha aumentado a consecuencia de su aventurera política exterior. Tras quince años de guerras, nunca el terrorismo yihadista había tenido tanta capacidad para golpear.
Por su parte, Arabia y Turquía han secundado a grandes rasgos el acoso norteamericano a la Siria de Bachar al-Asad, aunque manteniendo su propia agenda de intervención y sus propios intereses. Arabia mantiene recelos históricos hacia Ankara, por su condición de viejo territorio otomano hasta la I Guerra Mundial, pero ambos países han contribuido a armar a los grupos yihadistas de la “oposición moderada” siria y han sido complacientes tanto con el Frente al-Nusra (filial de al-Qaeda en Siria) como con Daesh, hasta el punto de que se han abstenido de atacar las rutas de abastecimiento de ambas organizaciones, y el gobierno de Erdogan incluso se beneficia del contrabando y venta de petróleo extraído por Daesh y vendido en la frontera con Turquía. Arabia se muestra dispuesta a enviar tropas y aviones a territorio turco para preparar la intervención si Estados Unidos se decide a ello, aunque también mantiene diferencias de criterio con la diplomacia norteamericana, en torno a Irán y sobre la supuesta tentación de Washington de ceder ante Teherán. El declarado propósito saudita de “luchar contra el terrorismo” encubre en realidad su objetivo estratégico sobre las guerras en Oriente Medio: pretende contener a Irán y sus aliados (la Siria de Bachar al-Asad, pero también el Hezbolá libanés y los hutíes yemenitas), y limitar la influencia de Rusia, objetivo que comparte con Washington.
Arabia ha intervenido militarmente en la región del golfo Pérsico (por ejemplo, enviando tropas y reprimiendo las protestas en Bahréin), apoya a las monarquías medievales de la zona, y considera un grave error (casi una traición) el acuerdo norteamericano con Irán sobre su programa nuclear, que, junto con el levantamiento de sanciones, cree que facilitarán el fortalecimiento económico iraní y su posible emergencia como potencia militar dominante en Oriente Medio. En ese terreno, Arabia mantiene puntos de vista semejantes a los de Israel, país siempre dispuesto a atacar a Irán, y esa coincidencia de intereses ha llevado a aumentar los intercambios entre ambos países: hasta el punto de que incluso el jefe del Mossad ha viajado a Riad para coordinar la acción de ambos países, sin que la cuestión palestina, los frecuentes bombardeos sobre Gaza y el sufrimiento de la población civil palestina, además de la ampliación de las colonias judías y de la negativa de Netanyahu a negociar el futuro con la Autoridad Palestina, hayan conmovido lo más mínimo al gobierno de Salmán vin Abdulaziz. Arabia mantiene oficialmente que normalizará sus relaciones diplomáticas con Israel si el gobierno de Netanyahu se compromete a respetar las fronteras de 1967 y se aborda la cuestión de los refugiados palestinos, y se muestra cada vez más interesada en la hipótesis de abrir una embajada en Tel-Aviv, aunque su diplomacia duda a causa de la repercusión que tendría en el mundo árabe el abandono de los palestinos, cuya “defensa” Riad no quiere dejar en manos de Irán.
En las negociaciones de Ginebra, Arabia mantiene que Bachar al-Asad debe abandonar el poder o bien a través de negociaciones política o por la “fuerza militar”, por lo que los inquietantes anuncios de posibles envíos de nuevas tropas a Siria no son buenas noticias para el esfuerzo mediador en que Moscú ha puesto todo su interés y su diplomacia, acompañada (de momento, y no sin reticencias) por el Departamento de Estado norteamericano, que, más allá del caos controlado y de la obligada respuesta a la inercia de la guerra y el terrorismo, sigue sin una estrategia clara para Siria y Oriente Medio.